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Cultură

Pasé 70 días acostado para un experimento de la NASA

El 2 de diciembre desperté y, por primera vez en 70 días, me levanté. O al menos lo intenté.
Fotos cortesía del autor.

_En noviembre _publicamos un artículo_ en el que explicábamos que Andrew Iwanicki iba a participar en un estudio de la NASA que consistía en permanecer tres meses acostado en una cama y por el cual le pagarían 18,000 dólares. Aquí está el resto de la historia._

El 2 de diciembre desperté y, por primera vez en 70 días, me levanté. O al menos lo intenté. Las enfermeras me trasladaron a una cama de hospital que pusieron en posición vertical. En el brazo y en un dedo llevaba aparatos para medir la presión sanguínea y una máquina de ultrasonido apuntaba directo a mi corazón. Luego, con el tono de alguien que le está dando ánimos a un bebé que aprende a andar, me exhortaron a que permaneciera de pie durante 15 minutos.

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En cuanto la cama estuvo completamente vertical, sentí las piernas más pesadas que nunca. Mi pulso se aceleró a 150 latidos por minuto y empecé a sentir un cosquilleo por toda la piel. Estaba empapado en sudor. La sangre empezó a circularme por las piernas y a ensanchar las venas, que habían adquirido más elasticidad durante todo ese periodo de reposo. Sentí que iba a desmayarme. Desde el principio me esforcé por mantenerme en pie, pero me resultaba cada vez más difícil. Cuando habían pasado ocho minutos, el pulso bajó de 150 a 70. Estaba al borde del colapso. Mientras notaba cómo se me nublaba la vista, el personal advirtió que los valores que indicaban las máquinas descendían y se apresuró a volver a poner la cama horizontalmente. Poco después me confesaron que ninguno de los sujetos del estudio había logrado permanecer de pie los 15 minutos.

Obviamente, la reacción de mi cuerpo había sido absolutamente normal. Después de pasar 70 días inclinado en un ángulo de seis grados negativos, había perdido cerca del 20 por ciento del volumen sanguíneo. La prueba de permanecer en pie simulaba los efectos que experimentan los astronautas en el sistema cardiovascular cuando su nave entra en la atmósfera de la Tierra o de Marte. Pero era muy fácil olvidarse de todo eso porque, pese a mis expectativas, el estudio de la NASA había sido bastante aburrido.

La primera vez que conté mi experiencia en el estudio, estaba en plena fase de luna de miel: pese a que había un desfile constante de investigadores picándome y haciéndome pruebas, fue uno de los periodos más relajantes de mi vida adulta. Durante muchos años había vivido con prisa: para los exámenes de la universidad, para ser el mejor en el trabajo y para cumplir con obligaciones sociales en los huecos que podía encontrar. Y de repente, toda la prisa desaparece. Más allá de mi obligación de seguir el protocolo del programa, no tenía ninguna otra responsabilidad. Era libre de hacer lo que quisiera, siempre que no implicara abandonar la cama, tomar algún tentempié o echar una siesta. A veces me pasaba el día entero leyendo. Otros días hablaba por teléfono con mis amigos y familiares durante horas. Pasé enormes cantidades de tiempo haciendo cambios en mis equipos de Fantasy Football y jugando StarCraft 2. A veces me limitaba a descansar, reflexionar sobre el pasado, planificar el futuro y disfrutar de la tranquilidad del momento. Apreciaba mucho esas oportunidades que me brindaba el aislamiento, pero al final la novedad deja de serlo.

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Las siguientes ocho semanas supusieron un contraste total con respecto al periodo anterior. Los días estaban marcados por las comidas, el ejercicio, las lecturas de signos vitales y alguna que otra prueba aislada, pero la mayor parte de mi tiempo estaba vacía. Incluso las pruebas empezaron a convertirse en una rutina monótona: a menudo me pedían que me quedara totalmente quieto mientras recopilaban datos. Una máquina de resonancia magnética medía el crecimiento y el deterioro de mis músculos y con un aparato de rayos X medían mi densidad ósea. Con una especie de burbuja de plástico obtenían datos sobre mi capacidad respiratoria. Pasaba largos periodos de tiempo solo con mis pensamientos y la vista de un techo de placas de poliestireno.

En la cuarta semana percibí un cambio psicológico significativo. Me había acostumbrado a mi estado de aislamiento antisocial. Empecé a escribir menos emails a mis amigos y las conversaciones con los trabajadores del centro eran cada vez más cortas y prácticas. También reduje las llamadas a mi familia, supongo que porque sentía que no tenía mucho que contar.

"¡Hola, Drew! ¿Qué cuentas?"

"No mucho. Sigo en cama…"

Pero no pasaba los días totalmente despreocupado. Al fin y al cabo, seguía cagando en una cuña y a veces me asaltaba el miedo y la angustia. En ocasiones tenía la certeza de estar al borde de una crisis mental. ¿Cómo iba a poder soportar diez semanas tumbado en una cama?

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Lo que me provocaba más ansiedad era la inminente visita de mi novia. Yo era plenamente consciente de mi estado mental alterado y estaba seguro de que tenía una pinta horrible, aunque llevaba más de un mes sin verme un espejo. ¿Cómo sería nuestro encuentro, si ni siquiera podía incorporarme para saludarla? ¿Sería capaz de mantener una conversación prolongada después de haber pasado tantas horas en solitario? ¿Cómo reaccionaría cuando me viera hecho un desastre, distante, vulnerable y tan dependiente? No podría evitar derramar alguna lágrima y yo ni siquiera podría reconfortarla apropiadamente.

Tan pronto como entró en la habitación, saltó a la cama para abrazarme y besarme. Una enfermera interrumpió el momento de euforia para informarnos que mi novia no podía estar en la cama en ningún momento. De hecho, ni siquiera tenía permitido tocar la cama "por razones de seguridad". Llevábamos más de dos meses esperando ese momento y nunca imaginamos que sería de esa forma.

Se sentó en una silla junto a mí y estuvimos hablando muchísimo tiempo. El contacto físico era limitado. No podíamos salir juntos a explorar la ciudad. Ni siquiera podíamos compartir una comida, ya que los visitantes no podían traer comida del exterior. Cuando apagaron las luces, mi novia regresó al hotel, donde dormiría sola. Era como una burla cruel que nos recordaba a ambos todo lo que nos estábamos perdiendo, pero también sirvió para sacarme de mi estado meditativo y despertar en mí el deseo de recuperar mi vida fuera de aquellas paredes.

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Esa fue mi última interacción real con otra persona hasta pasados otros dos meses.

Las siguientes semanas transcurrieron sin detalles dignos de mención. Empecé a perder la noción de los días. Traté de evitar contar el tiempo que me quedaba; en lugar de eso, medía el transcurso de mi estancia por el grado de sensibilidad hacia las pequeñas frustraciones diarias que poco a poco iban menoscabando mi mente. ¿Por qué tenía que beber agua de un vaso normal sabiendo que, por la inclinación de mi cama, acabaría derramándose por mi pecho? ¿Por qué servían la sopa en platos llanos? Para empezar, ¿por qué le servían sopa a una persona en cama? ¿Alguien ahí era consciente de lo que supone estar postrado en una cama?

La quinta vez que me sirvieron un trozo húmedo de pescado al microondas, pregunté si había alguna otra opción, cualquiera. Durante las reuniones orientativas, nos aseguraron que harían lo posible por satisfacer todas las preferencias, pero la respuesta de la dietista se limitó a una amable disculpa y una explicación que se resumía en que todos los pacientes debían mantener una dieta uniforme. Pregunté si podía sustituir los cereales secos por la avena que a menudo nos servían para desayunar pero, una vez más, la respuesta fue negativa. Lo único que pude conseguir fue que incluyeran un sobre de pimienta negra en cada comida.

AL rededor de la séptima semana, los otros dos participantes en el estudio CFT 70 había llegado al final de su estancia. Los felicité antes de que se marcharan, aunque habíamos estado tan aislados que nunca noté su ausencia. Ahora que ya no estaban, yo era el último sujeto de estudio en el centro.

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Durante la recta final, me obligué a pensar en todo lo que había sacado de aquellos 70 días. Había leído cientos de páginas, meditado con regularidad, había redescubierto mi pasión por los videojuegos y que era un maestro en Fantasy Football. Y sobre todo, mi cuenta bancaria iba a engordar 18,000 dólares.

Así que, al final de las diez semanas me encontraba con buen estado de ánimo y me sentía saludable… hasta que me pusieron en posición vertical y me pidieron que me quedara de pie.

Tuve que seguir tumbado hasta el día siguiente. Esa mañana me amarraron a una camilla y me llevaron al Johnson Space Center para realizar la primera de cuatro pruebas de maratón. Mientras cruzaba las puertas automáticas en una silla de ruedas, recibí los primeros rayos de sol en más de dos meses. Por fin podía ver algo distinto a las paredes blanco hiriente del hospital. No podía quitarme la sonrisa que se me había dibujado en la cara. Todo ese tiempo de privaciones me había hecho apreciar los simples placeres que nos ofrece el mundo.

Volví a pasar por las mismas pruebas que había hecho antes de iniciar el estudio: correr por laberintos, saltar desde superficies, hacer ejercicios de coordinación y pruebas de equilibrio y de medición de la fuerza de piernas y brazos. Y, cómo no, la "prueba del tirón muscular", también conocida como "descarga eléctrica en la puta pierna". Pero esta vez, el miedo que sentía en las pruebas previas fue sustituido por expectación. Ya podía ver la línea de meta; cada descarga eléctrica me acercaba un poco más a la libertad. Estaba a solo dos semanas de completar mis 108 días de estancia.

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De camino a las instalaciones de prueba, me saludaron muchos rostros conocidos y desconocidos. Habían acudido varios investigadores a presenciar cómo el último participante del proyecto CFT 70 daba sus primeros pasos. Yo estaba nervioso, por supuesto, pero creo que muchos de ellos estaban aún más emocionados que yo. El estudio había consumido tres meses de mi vida, pero ellos habían dedicado cuatro años de las suyas a la investigación. Era un momento importante para todos nosotros.

Flanqueado por dos empleados del centro y frente a mi público, me incorporé en la camilla y puse los pies en el suelo. Sentía un cosquilleo, como si los tuviera dormidos. Pese a que notaba fuerza en mis piernas, tenía dificultades para mantener el equilibrio. Los primeros pasos fueron cortos y arrastrados, y cada vez que avanzaba un pie, me golpeaba el tobillo con el otro pie. Los meses que había pasado en cama habían mermado mi capacidad de coordinación. Noté punzadas de dolor en los tobillos y en los pies mientras iba sorteando los obstáculos del circuito. Aunque no era capaz de caminar en línea recta, completé todas las pruebas sin grandes dificultades.

Después de varios días de paseos y ejercicios de rehabilitación, recuperé el equilibrio y la resistencia. Al final de la segunda semana de recuperación después de la prueba, me sentía al 95 por ciento de mi capacidad normal. Ya estaba listo para irme.

El día 108 hice las maletas y empecé imaginar todo lo que me esperaba en el exterior: de camino al aeropuerto me comería un desayuno con burritos y quizá un bloody mary. Solo unos momentos me separaban de poder degustar una deliciosa comida, un buen cóctel y disfrutar del sol con mi novia.

Me despedí de todo el personal, deshaciéndome en agradecimientos. Pese a todas mis quejas, el equipo lo formaban personas bondadosas e inteligentes que habían planificado y ejecutado un proyecto muy destacable, y realmente aprecio su dedicación, trabajo duro y apoyo.

Con 18,000 dólares más en mi cuenta, ningún compromiso a la vista y libre de las ataduras de cualquier protocolo federal o estatal, me sentía mejor que nunca. No me arrepentía de nada. En la terminal del aeropuerto pedí un bloody mary y, casi sin darme cuenta, me puse a buscar nuevos anuncios de estudios de investigación. Había uno en el que a los participantes se les inoculaba una nueva cepa del virus de la gripe. La duración era de diez días y la retribución, de 4,000 dólares… ¿Por qué no?