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Música

En el cuero del Jaguar

Un recorrido por el rugido que hizo vibrar Palomino durante el Festival Jaguar.

Palomino es una frontera. Y, como toda frontera, une y separa. Une los caminos entre Santa Marta y Rioacha; o sea el departamento de la Guajira y el del Magdalena; separa  los caminos entre la playa y la Sierra; separa a los turistas de los indígenas que viven en aquellos resguardos del comercio, hoy copado por bogotanos, guajiros y paisas que administran esa versión barata del turismo ecológico llamada hostales. Donde cocinan pizzas, hamburguesas y tapas españolas y que aprovechan las temporadas de turismo para decir, comenzando a las nueve de la noche, que la cocina se cierra, que ya no hay más comida, que esa era la última masa, el último ingrediente.

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Pero además de eso, Palomino ha logrado reunir a varios colectivos y artistas para organizar la cuarta edición del Festival del Jaguar, el máximo depredador del trópico y el espíritu salvaje, rápido y sigiloso de la fiera que han elegido como símbolo. Decenas de jóvenes, artistas y estudiantes comenzaron su 2017 en este caserío en el que cualquiera puede buscar hacerse un destino costero. Todos buscando ayudar.

Palomino tiene una playa hermosa y un mar bastante picado con pocas torres de salvavidas y casi ningún salvavidas. Tal vez por eso muchos de los turistas se decepcionaban al saber que el Festival no iba a tener lugar en la playa. Preferían la fiesta con el mar que su propia seguridad, como buenos turistas parranderos en el Caribe.

Pero ellos no saben de qué se perdieron: porque ellos mismos hicieron de Palomino una frontera cuyo centro es la playa, como si la Sierra, que la vigila desde siempre (o tal vez desde antes), no existiera. Y es en el camino a la Sierra, solo al comienzo, no es ninguna prueba de altura, donde se realizó el Festival del Jaguar.

Allí había dos tarimas, dos barras en las que vendían tres o cuatro licores y cervezas, una carpa en la que por dos mil pesos rellenaban las botellas de plástico vacías y una horda de personas que habían decidido cruzar la carretera para sumarse a la gozadera del Jaguar. Para ser una mancha más en su cuero y dejarse sacudir por los ritmos de las agrupaciones de distintas ciudades de Colombia, México y Panamá.

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El cuero del jaguar era una plaza en la que cabían cinco mil personas (o manchas) y se sacudió durante dos días. El primer día rebozó con el repertorio amoroso del colono de las máquinas Richard Blair y su conjunto, Sidestepper. Sus visuales eran siluetas tropicales de azules y rosas y verdes pastel, con un pajarito que revoloteaba aleatoriamente por la pantalla al ritmo del tambor del Chongo de Colombia. Con coros encontraron la empatía del público y llamaron entre todos al Guajiro (Ghetto Kumbé) para que pusiera la fruta en la bomba y rimara sus sabios consejos en "Más papaya".

Luego, apareció una familia de morochos acompañados por un cachaco, Urián Sarmiento. Eran Paíto y los Gaiteros de Puntabrava, que agitaron aún más las manchas del jaguar. El último abuelo gaitero y compositor  se fajó un repertorio que puso a sacudir cadera hasta los escépticos que no le veían futuro a un festival de música que se hacía en la costa, pero no en la playa. El jaguar cobró forma de rueda y sus manchas hicieron lo propio al ritmo del alegre, la maraca y la tambora, oyendo el encanto mágico de las palabras de Paíto que no llegaban con su significado, pero que prendían el corazón.

La caseta de los Dj's, la  tarima "alterna", era un hervidero: caliente caliente. El baile no paraba y la música tampoco. La gente se apretaba cada vez más y se mantenían despiertos entre botellas, latas de cerveza y agua. A decir verdad, vi poco esta tarima, pues ver a gente poner música es una tarea muy hermosa, pero que se puede hacer en la casa, y más cuando uno sabe que el trío de tigres del Ghetto Kumbé van a cerrar la tarima del Jaguar. Así que volví a ser una mancha más en les cuero de " la Jaguar".

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Con un show lumínico estruendoso y una sabrosura de cemento capitalino de la que se han apropiado los Ghetto Kumbé, se cerraba el baile de la primera noche del festival. Los cantos del Chongo y los gritos del Guajiro, entre repiques de tambor, sacudieron el cuero de una bestia que se llama público, que se fue a recorrer todo el camino real hasta la playa. Porque después de Ghetto Kumbé, ¿quién no quiere seguir el cumbión?

Al segundo día, llegué exactamente igual que el primero: tarde. Estaba terminando de tocar una banda cuyo nombre despista, pues por ser las Avispas Africanas no quiere decir que sean menos bumanguesas. Eso sí, las composiciones de Henry Rincón pican y, aunque el jaguar tenía pocas manchas aún, las que habían, revoloteaban como si las persiguiera un avispero.

Llegaban las nueve de la noche y más gente entraba al Festival. El cuero del jaguar se poblaba cada vez de más manchas y era el turno de los quiilleros Psicotrópico: la cuota de voltaje rockero del festival. Esos sí, no dejaban de ser Caribe y de enamorar morenas con sus letras sencillas. Pero sus guitarras corroían ese amor sobre la base de un cemento de batería y bajo que ha resistido más arroyos que las calles de la ciudad de la puerta de oro. Cabecear en palomino, para qué, es lo más de sabroso. Esos sí, los visuales dejaron pasmado a más de uno y lo hacían parar de bailar para apreciar una tanda de colores y figuras de una psicodelia que no tiene nada que envidiarle a la de los sesenta.

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Los visuales fueron, sin duda, uno de los puntos que marcaron diferencia en el Festival. VJ Rick y Vj Sinestesya se adaptaron a cada uno de los sonidos de las bandas, llevando el show a una altura que hubiera superado la nieve en la Sierra, sin perder jamas el calor.

Luego de haber descargado la energía en el cuello, vino Orito Cantora para guiar al público, como una invitación cadenciosa en su voz clásica de barranquillera, que recuerda a la de grandes intérpretes como Maía, pero que, a diferencia de la cuarentona, hizo con este jaguar y sus manchas lo que quiso. Los puso a cantar, a aplaudir, a corear, hasta que le pidieron otra y se tuvo que bajar porque ya era el turno de romper las estructuras.

Y no me refiero a que desmontaran la tarima, sino a que llegaron los bogotanos que se fueron a recorrer el país en busca de la raíz para volver a sembrarla y hacer con ella una maleza de ritmos que se entrecruzaban: los Curupira. Esta banda, que para muchos bogotanos es una insignia del jazz y de la música tropical, mostraba su talento y su conocimiento haciendo lo mismo que el reguetón maluco: poner a mover el culo a la gente hasta el éxtasis; al que las manchas del jaguar llegamos con un cover de "Perdí las abarcas", del maestro Andrés Landero, tocado con gaitas y cantado por Urián Sarmiento, un discípulo de Paíto y de Carmelo Torres.

Lo que vino después fue un constante desborde del vaso. La Sonora Mazuren, banda de bogotanos que siempre visten camisas elegantes, sudaron como si estuvieran jugando en el Metropolitano de Barranquilla. Solo que en vez de tocar un Golty, tocaron clásicos de la chicha peruana y de las cumbias ácidas de Afrosound. La guitarra y el acordeón guiaron el trance instrumental, hasta que la voz de Luis Lizarralde (batería) fue respaldada por casi todo el público en un clásico de diciembre: "Dame tu mujer José".

Y el cierre, de carácter internacional. Desde el norte del sur -o desde el sur del norte- llegó la Agrupación Cariño con temas que dejaban lista a cualquier pareja después de un amacice de cumbia rosa. El placer del amor latino es el baile en silencio, y esta orquesta le pintó pajaritos en el aire a los que siguieron aguantando en el cuero del jaguar. Los mexicanos, junto al resto de bandas, organizadores y voluntarios, mostraron que Palomino es una frontera que une mucho más de lo que separa; y que los latinos no buscamos finales felices, sino rosas.

Levanto una rosa por el Festival del Jaguar en Palomino. Ya espero la quinta edición para estar una vez más, dentro el cuero de ese hermoso animal.

Todas las fotos por Elisa Torres.