Me metí un ácido y fui a la misa del papa ('spoiler': Vi a Dios)
Illustration by Camilo Castro

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Identidad

Me metí un ácido y fui a la misa del papa ('spoiler': Vi a Dios)

Mi encuentro con la divinidad en medio de un millón de fieles.
Pablo  David G
fotografías de Pablo David G
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Sentí que el ácido estalló cuando mis ojos se encontraron con los del papa. Nos cruzamos la mirada. Fue irreal. Un millón trescientas mil personas habían llegado al Parque Simón Bolívar para ver a Francisco: un millón trescientas mil lo esperaban y él (no miento) se dio la vuelta cuando pasó frente a mí y clavó su mirada en mis ojos lisérgicos. No sé si fueron los tres cuartos de LSD que me había comido unas horas antes o si fue algo divino, pero sentí como si el papa hubiera respondido al llamado telepático que mi cerebro le hacía.

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En ese instante experimenté una conexión con ese hombre que emanaba un aura a la vez blanca y grisácea. Pude ver con claridad su enorme sonrisa, su postura perfecta, su amable mirada. En ese fugaz momento no existía nada más en el mundo: solo ese hombre que se acercaba y brillaba con solemnidad mientras al fondo la Orquesta Sinfónica de Bogotá entonaba la Novena Sinfonía de Beethoven.

El cruce de miradas me dejó pasmado, sin saber si de verdad estaba sintiendo el toque de Dios o si se trataba de una alucinación.

* * *

No soy religioso. El fanatismo institucional de las religiones suele fastidiarme, sobre todo el de la católica, que para mí es juzgadora y corrupta por igual. Mi religión son el grindcore, el metal, la música pesada. Desde hace años encontré refugio en estos géneros musicales y en las cosas oscuras, profanas. No soy satanista, pero siento que soy la antítesis del catolicismo. No sigo cultos ni creo en dioses. Pero, por raro que suene, la espiritualidad y las fuerzas superiores que rigen el cosmos me dan satisfacción.

La gente que tiene una conexión con Dios me produce envidia, sobre todo porque yo mismo la he buscado. Para mí, Dios está en cada uno, y la mejor forma de sentirlo está en la naturaleza y su infinita belleza. Lo más cerca que he estado de Dios fue hace unos años en las montañas de Bolivia cuando fumé un poco de marihuana y me paré en la noche a ver las estrellas. De repente, mientras contemplaba el espacio, oí en el viento la voz de una mujer que susurró a mi oído que "todo en el universo habla".

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Esta búsqueda me ha llevado a investigar las religiones y sus mitos. Me gustan los rituales espirituales, las ceremonias y sus símbolos. En la misa del papa vi la oportunidad perfecta para reconectarme con mi espiritualidad.

Así necesitara una ayuda extra.

* * *

Mi peregrinación al Parque Simón Bolívar comenzó a eso de las siete y media de la mañana. Mientras cruzaba el puente de la 53, empezó a acosarme el comercio papal: camisetas con la cara de Francisco, miniaturas con sotana y gorrito blanco, medallas con el perfil del papa, rosarios de todos los materiales, botellas de agua con etiquetas con la cara del papa, comida rápida… El rugido de los vendedores y su rebusque. El ruido y la escena. Todo esto me hizo pensar en Jesús sacando a latigazos a los mercaderes del templo durante la víspera de la Pascua.

Avancé entre la multitud tratando de emular la misma actitud que los demás feligreses: un estado de reflexión, recogimiento, comunión con Dios. Y esa actitud, aunque puede verse cualquier domingo en cualquier iglesia, ese día se manifestaba con desmesura. Para un católico, la experiencia más cercana a Dios es ver, tocar o ser bendecido por el máximo jerarca de su Iglesia, el sucesor en línea directa de San Pedro, el canal directo que une cielo y tierra.

Para acercarme a la multitud y al evento sin tener un mal viaje ni perder la cordura me puse en sintonía con la fe que irradiaban todas esas personitas que caminaban por el parque con los ojos llenos de ilusión. Debía sentir las mismas ansias de elevación, sentirme dispuesto a encontrarme con Dios.

Y lo estaba.

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La elevación ha sido un asunto recurrente en los humanos desde el inicio de los tiempos. Inducir mediante una droga sintética esta disposición, entonces, no me parecía irrespetuoso. Desde hace siglos, en todos los rincones del planeta, las personas han buscado acercarse a la divinidad consumiendo sustancias, provenientes generalmente de plantas, que adquieren un estatus sagrado y se usan en ceremonias espirituales de curación o comunión con lo divino.

En 1979 el biólogo estadounidense Richard Evans Schultes y el químico suizo Albert Hofmann hablaron del tema en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de los alucinógenos, un libro que surgió de los viajes que ambos hicieron por el mundo para conocer los componentes y los usos que se les daban a estas plantas, protagonistas de rituales comandados por guías espirituales. Encontraron, por ejemplo, a la Amanita Muscaria, el famoso hongo alucinógeno rojo con puntos blancos al que los habitantes de la antigua India le decían 'soma', una sustancia tan sagrada que era considerada un regalo de Parjanya, el dios del trueno. Los autores sostienen, incluso, que el concepto de divinidad pudo ser el resultado de un viaje con este hongo.

El cruce de miradas con el papa me dejó completamente pasmado, sin saber si de verdad estaba sintiendo el toque de Dios o si se trataba de una alucinación

Al comparar estas ceremonias con una misa católica, no surgen muchas diferencias. En ambas hay meditación, oración, cantos y una persona, generalmente un anciano, que funge de guía, que nos encamina hacia la divinidad, la elevación. La diferencia radica en las sustancias. A un lado están el vino y la ostia (sangre y cuerpo). Al otro, todo un boticario psicotrópico.

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En mi caso: un ácido de 35.000 pesos.

Mientras entraba en el Parque Simón Bolívar me fijé en que la gente saludaba muy emocionada. Había un grupo de 14.000 voluntarios que ayudaron con la logística y estaban encargados de recibir y guiar a los peregrinos. Estaban felices. Sonreían con energía, sobre todo un tipo gordito con barba de no más de 22 años. "¡Bienvenidos! Ya casi llega", nos recibía extasiado. No entendía cómo alguien podía estar tan feliz. Traté de pensar en la respuesta.

O, mejor, en buenas preguntas: ¿Acaso Dios es un narcótico de tal entidad que nos extasía con el solo hecho de invocarlo? ¿O será más bien que estar bajo los efectos de una droga es la única forma posible para que alguien como yo sienta algo de divinidad?

Más de una vez quise salir corriendo o botar el ácido y decir que salió malo. Sobre todo cuando un colcha de nubes negras cubrió el parque. Una lástima: la mañana había estado soleada y los feligreses reposaban sobre el pasto. Escuchaban el discurso del papa en la Plaza de Bolívar y luego a la gente que subía a la tarima a dar sus testimonios de comunión con Dios. A eso del medio día cayó el primer aguacero.

* * *

Cuando escampó supe que era el momento. Ahora o nunca. Me sentía observado por los policías que inundaban el parque. Me metí en una de la letrinas y me comí la primera mitad, a eso de la una, mientras Manuel Medrano cantaba el 'Ave María' de Schubert. Me sentí bendecido: el ácido no sabía a nada. Eso significaba que no estaba 'anfetoso' (cómo le dicen cuando lo que hay en el papel no es LSD sino 25I-NBOMe, un alucinógeno parecido al ácido, que tiende a provocar malviajes). Si acaso me dio un leve sabor amargo. Buena señal.

Con el ácido deshaciéndose en mi lengua ya no había vuelta atrás. Ahora solo tenía dos destinos: el cielo o el infierno.

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Lo que conocemos como Dietilamida de Ácido Lisérgico, o simplemente LSD-25, fue aislado por el químico Albert Hofmann en 1935, mientras trabajaba en el laboratorio Sandoz de Suiza. La sustancia sale de un hongo llamado cornezuelo, que crece principalmente en el centeno y que antaño los paganos europeos usaban con fines medicinales. En 1943, Hofmann tuvo su ya legendario primer viaje mientras montaba bicicleta, y desde entonces el LSD se volvió un objeto de estudio y culto. También fue útil para tratar la esquizofrenia y algunas adicciones. Luego lo prohibieron.

Cuando uno viaja con esta droga, la introspección es la regla. Si se consume en el ambiente adecuado, un trip puede convertirse en una terapia intensiva, llena de reflexiones y autoconocimiento.

Controlar la dosis que consumí no fue difícil, pero estaba preocupado por el papelito verde con una antena de radio dibujada que me acababa de meter a la boca. Podía estar anfeto a pesar de su sabor inexistente, también podía darme un ataque de pánico al estar rodeado de tanta gente, o la dosis podía ser tan fuerte que no iba a ser capaz de guardar la compostura en un evento en que tal vez esa era la única regla tácita colectiva que todos cumplían.

Dos fotógrafos de VICE me acompañaron en el viaje. Cuando nos enteramos de que el papa iba a hacer un recorrido por el parque, nos acomodamos cerca al lago para verlo pasar. En medio de la espera empecé a percibir los efectos tenues del ácido.

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Sentía cómo mis pupilas se dilataban de a poco y cómo los colores del mundo empezaban a saturarse. De pronto todo a mi alrededor era un cuadro hermoso lleno de vida. En los parlantes sonaba la presentación del ensamble de música del Pacífico encabezado por Nidia Góngora y la espectacular canción 'Demos el primer paso', compuesta por Iván Benavides, en la que participaron artistas como Carlos Vives, Jorge Celedón y Herencia de Timbiquí. Se sentía un ambiente de fiesta y felicidad generalizada. Hasta que volvió a llover.

La segunda tormenta fue más fuerte y más larga. Y si bien estaba tripeado, todavía no sentía que fuera suficiente. Volví a la letrina por una segunda dosis, esta vez un cuarto. La lluvia caía de forma inclemente mientras el narcótico inundaba mi sistema nervioso. Nos refugiamos bajo un árbol. Sentía cómo un calor energético subía y bajaba por mi pecho. Las gotas seguían cayendo, gruesas, y la preocupación en la cara de los feligreses iba aumentando. Para ese momento ya había perdido la noción del tiempo. Solo sentía que la tormenta llevaba desde siempre, y me preocupaba que si empezaban a caer rayos y granizo, se cancelaría el evento y tendría que regresar a mi casa emparamado, tripeado y sin ver a Francisco. Por suerte escampó, y pudimos volver al lado del lago, justo detrás de la barda de seguridad.


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No tengo idea cuánto tiempo pasó entre el fin de la tormenta y el momento en que los parlantes anunciaron que el papa se encontraba en el Simón Bolívar. Antes del anuncio, un delegado del Vaticano bendijo el parque: lo convirtió en un santuario (solo así puede oficiarse una misa). Desde ese momento, la gente ya no podía comer, ni los vendedores tenían entrada. Estábamos en una iglesia, en el templo de Dios. Y era el templo más grande en que había estado. A medida que el delegado bendecía el lugar, sentía cómo se formaba una burbuja a mi alrededor, alejada de todo el mundo, llena de paz. Afuera la ciudad podía estar en llamas, pero ahí estábamos a salvo más de un millón de personas, paradas sobre un pedacito de cielo.

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Cuando el papa Francisco llegó al parque, casi que ni fue necesario un anuncio, pues la energía cambió de golpe. De repente el lugar se llenó de calma. La Orquesta Sinfónica de Bogotá comenzó a tocar una música muy suave acompañada de un coro angelical. En mi puesto soplaba una brisa que movía con delicadeza las banderas del Vaticano y de Colombia que empuñaban algunos fieles. A mi lado, un grupo de personas rezaba el Ave María, y frente a mí, uno de los voluntarios lloraba apasionadamente mientras rezaba y se cogía la cara. A su lado, otro voluntario miraba a la gente con seriedad, pero con los ojos llenos de lágrimas, estoico. Era conmovedor ver tanta devoción.

Sentía cómo mis pupilas se dilataban de a poco y cómo los colores del mundo empezaban a saturarse. De pronto todo a mi alrededor era un cuadro hermoso lleno de vida

De pronto, alguien gritó: "¡Ahí viene!", y vimos cómo al otro del lago se agitaban las banderas. Ver el papamóvil fue irreal. A lo lejos, mientras atravesaba la 26 junto sus fieles llenos de júbilo, Francisco aparecía como una estatua muy seria, cuya energía y postura eran distintas de lo que había visto por televisión. Proyectaba una solemnidad que nos dejó en silencio por un rato. Quizá esa era la postura que adoptaba cuando iba a oficiar una misa.

Cuando pasó frente a nosotros y cruzó miradas con nosotros, vi que todos a mi alrededor tenían la misma cara de espasmo, júbilo e incredulidad, incluso mis compañeros fotógrafos. Nos movimos bajo varios árboles desde donde veíamos dos pantallas. El mundo a mi alrededor brillaba con intensidad, y mi cuerpo temblaba sin control por el frío, la emoción y el ácido.

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La misa comenzó con la colosal voz de Maia que cantó: "El señor da a conocer su victoria". Un escalofrío recorría mi espalda, y era imposible no sentirlo, sobre todo cuando el coro respondía y los cantos retumbaban entre los árboles. Mientras escuchaba estos sonidos angelicales, miraba a mi alrededor: el tono del día se oscurecía entre azules, el rocío dejado por la lluvia centelleaba y la luz anaranjada se colaba entre las nubes negras, reflejándose sobre la laguna. La luz en todo el parque era inefable.

El día me llevaba cada vez más a sentir la presencia divina, o al menos eso pensaba. Era el efecto de miles de personas sintonizadas con su espiritualidad, era la naturaleza respondiendo a su fe.

Luego de los salmos, Francisco empezó a dar su sermón. Yo estaba distraído, mirando el cielo y los árboles. Sin embargo, empecé a ponerle atención cuando escuché que hablaba de Colombia y de las tinieblas que la amenazaban.

"Hay densas tinieblas que amenazan y destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de la inequidad social; las tinieblas corruptoras de los intereses personales o grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por la vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensibles ante el dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las disipa y destruye con su mandato".

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Ahí estaba el líder de la Iglesia Católica invitándonos a los colombianos a dejar el odio y abrazar una nueva etapa, la de la paz. Mojado como estaba, de pie bajo los árboles, pensé en el reciente cese al fuego bilateral entre el gobierno y el ELN y en el también reciente video en que alias Otoniel, el máximo líder del Clan del Golfo, expresó su deseo de "construir una paz estable y duradera" y su disposición de entregarse a la justicia.

¿Coincidencia?

¿Un milagro papal?

¿Toda una movida política perfectamente orquestada?

No lo sé.

Con el ácido deshaciéndose en mi lengua ya no había vuelta atrás. Solo tenía dos destinos a partir de ese momento: el cielo o el infierno

Llegó la hora de la eucaristía, el momento más sagrado de la misa, cuando se invoca el espíritu de Cristo. Empezamos a caminar entre la gente que oraba en silencio. Detrás mío un joven de barba y bigote miraba las pantallas con el rostro conmovido; al lado una mujer mayor lloraba de rodillas mientras oraba; a ambos los veía brillar, con una luz que emanaba de sus cuerpos. Algunos contemplaban reflexivos el vacío, otros cerraban los ojos y apoyaban la cabeza en las manos cruzadas. Pobres, ricos, viejos, jóvenes, blancos, negros, mestizos, gente de todo el país sumida en oración. El silencio era solemne y pequeñas partículas de luz salían de los devotos. El parque estaba en calma y brillaba con luz propia.

Volví a entrar al baño, pero esta vez no era para volverme a drogar. Tres cuartos eran suficientes. Cuando abrí la puerta de la letrina, todo el Simón Bolívar estaba de rodillas.

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Casi me pongo a llorar.

Mi conmoción se vio distraída por el ofrecimiento de la paz: la gente sale de su introspección para derrochar su buena energía. Y luego la comunión: miles de sombrillitas blancas invadieron el parque llevadas por los voluntarios que cargaban las hostias, cada una del tamaño de una moneda de mil pesos. Hubo un poco de caos mientras los devotos consumían el cuerpo de Cristo y agradecían, fervorosos, el regalo que se les concedía. En ese momento no notaba ninguna diferencia entre la gente postrada de rodillas a mi alrededor y mi yo drogado. Estábamos en el mismo éxtasis, en el mismo estallido. Era el éxtasis de la fe invadiéndolos a ellos; Dios entraba y se manifestaba en el alma de estas personas.

Dios también se manifestó conmigo, y fue la única alucinación que tuve durante el día. En ella, sentí que Él me hablaba, y no lo veía con la óptica tradicional católica, sino que lo veía como una partícula metida en todos nosotros, un átomo que nos unía con el resto del universo y con todo lo que hay en él. Al caminar por ese bosque mojado, veía cómo mi mente entraba al fondo de mi cuerpo y cómo todo se volvía partículas.

Por unos segundos vi la materia que forma el universo, la fuerza vital del cosmos, esa misma a la que se refieren las religiones y la ciencia, esa que nos habla si aprendemos a escucharla. Supongo que un musulmán debe sentir lo mismo en la Meca, un hinduista en medio de una procesión, un budista cuando medita, un satanista en la naturaleza…

Yo sentí a Dios recorriendo mi cuerpo.

Cuando salí del parque seguía muy drogado. Apenas puse un pie fuera, sentí cómo me devoraba el rugido de los vendedores que intentaban rematar su mercancía de forma desesperada. De a pocos volvía el caos de la capital. Recorrí las calles desubicado, sin dejar de pensar en lo que había vivido adentro. Sentía ganas de llorar y un poco de arrepentimiento por haber estar drogado entre tantas personas en estado de fe. Pero me reconfortaba el hecho de que fui con el mismo objetivo de ese millón y pico de personas: la búsqueda de la divinidad, la elevación.

Encontré ambas.

Hoy, días después de la misa, sigo pensando que no soy un tipo religioso. Y sigo odiando la punitiva doble moral de la Iglesia Católica. Pero por fin me reconecté con una espiritualidad esquiva.

Así que, hermanos y hermanas, la paz sea con ustedes.