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Fotografías verbales

Tiros en la ventana y bombazos en la esquina

OPINIÓN. Después de casi cuatro años de vivir entre La Macarena y La Perseverancia, me quedó claro que la seguridad poco tiene que ver con la clase social.

Llegué a vivir en el barrio La Macarena hace cuatro años. Abril de 2013. Me recibió una amiga en cuyo apartamento había una habitación disponible. Días antes de la mudanza, ella me advirtió que residía en "la frontera". Así es como algunos habitantes del barrio llaman a la última cuadra norte, límite con La Perseverancia. En ese momento no sabía que en mi barrio la expresión "la frontera" cargaba consigo un halo de temeridad. Con los días lo fui entendiendo. "¿En qué calle vives?", me preguntaban en la tienda de doña Esperanza que es el mejor bebedero de cerveza por ahí. "En la frontera", respondía yo y el efecto era inmediato: mi interlocutor abría los ojos, erguía el gesto y le imprimía un claro acento de sorpresa a su siguiente comentario: "¿Y no te han atracado?".

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La Macarena lleva décadas portando la bandera de ser un lugar de gente progresista, personas intelectuales, artistas, gente cosmopolita y extranjeros de barba rala. No soy quién para desvirtuar esa fama, pero en aras de justicia elemental deberíamos añadir que también es un lugar de arribistas y clasistas. No hace muchos años a este barrio le decían sin ninguna vergüenza "el Soho bogotano". Con semejante antecedente me daba la impresión de que si uno de mis vecinos me preguntaba si ya me habían atracado podía ser resultado de un clasismo ramplón: asumir que por el solo hecho de vivir junto a un barrio obrero, como es La Perseverancia —La Perse, para los amigos—, uno se encuentra del todo expuesto a los ladrones.

Las noches le fueron dando razón al extremismo. En diciembre de ese año, el señor de la panadería de la esquina me contó que en los tres meses anteriores —septiembre, octubre y noviembre— él había contabilizado más de noventa incidentes de riesgo en las cuadras cercanas. Desde atracos a mano armada y raponazos hasta hurtos en apartamentos cometidos por profesionales. Al menos uno diario. Y el señor podía preciarse de tener este dato porque cada vez que alguien era asaltado corría a esa panadería para llamar a la policía.

En marzo de 2014 me mudé a un apartaestudio en la misma cuadra. Un cuarto piso. Desde la ventana de mi habitación se veía buena parte de La Perse. Las obras para reactivar el comando de policía del barrio comenzaron poco después. Con ello aumentaron los agentes motorizados que daban la ronda. Los atracos y raponazos se redujeron, pero en "la frontera" no creció o no sentí que creciera entre mis vecinos la sensación de seguridad. Y creo saber por qué: cada dos o tres fines de semana, en lo hondo de la madrugada, escuchábamos tiros en la ventana. Y de armas distintas: tres o cuatro balazos sueltos de revólver y dos o tres ráfagas cortas de pistola en automático. En los días siguientes yo me fijaba en la prensa sensacionalista para ver si leía sobre algún asesinato cercano a mi casa. Nunca vi nada. A veces transcurrían cuatro o cinco meses sin disparos. Pero siempre se volvían a escuchar. Una vez, incluso, sentí los gritos de clemencia de un hombre, como si lo estuvieran torturando o si lo estuvieran reduciendo por la fuerza. Una amiga estaba conmigo ese día y esos gritos la hicieron saltar de la cama. Me asomé por la ventana y vi a unos policías en moto en una cuadra cercana. No sé si hicieron algo, pero los gritos se apagaron no mucho después.

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La suma de todo esto me convenció. Yo residía en la cuadra más álgida de La Macarena. Y fui alejando mis recorridos cotidianos de la primera calle de La Perse. Pero como en este país nadie está a salvo de la violencia, estalló el primer bombazo en la esquina de la calle 27 con carrera quinta. La más emblemática de la muy bella y coqueta Macarena. Corría febrero de 2015 y había comenzado la oleada de bombazos sobre Bogotá que aún hoy nos sigue.

A mitad de febrero pasado, dos años exactos más tarde, domingo en la mañana, volvió a estallar otro bombazo en la esquina esta. Debo decir que pasé por allí veinte minutos antes de que la hicieran explotar. No solo pasé por allí sino que, como un acto inconsciente e insignificante, palpé el almario en donde estaba la bomba. Quiero creer que alguien con el dedo sobre el botón estaba mirando desde lejos a la espera del momento justo en que ningún civil pasara por esa esquina. Quiero creerlo porque de lo contrario me tocaría creer que fue el azar y solo el azar lo que eligió que ese día no me tocara a mí.

Minutos más tarde fui a la plaza de mercado de La Perse. Todas las señoras que a esa hora compraban alimentos hablaban del bombazo. Yo metía manzanas en una bolsa. Y fue cuando escuché a una de ellas decir algo así: "Esa Macarena sí que es peligrosa. Cero y van dos bombas que explotan allá. Menos mal uno vive en La Perse. Aquí no ponen de esas cosas".

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Hace una semana, principios de marzo, sábado en la madrugada, volvieron las balaceras en mi ventana. Primero, seis tiros de revólver. Lacónicos y debiluchos. Luego, una ráfaga larga y atemorizante. Diez o quince tiros vomitados por algún cañón en automático. Abrí los ojos. Respiré. Y puse la otra mejilla sobre la almohada.

Fotos del Hostel tomadas una semana después del bombazo en la 27 con 5ta. Todas las fotos por el autor.

* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de Vice Media Inc.