Pasé unos días con los “fokemones”, los usuarios de cristal de Hermosillo
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Pasé unos días con los “fokemones”, los usuarios de cristal de Hermosillo

Una pequeña excursión al mundo del vicio en las calles de Hermosillo, la capital del estado de Sonora, México.

A pocos minutos de haber llegado a Hermosillo, en Sonora, vi a un hombre con una camisa completamente desabotonada, la piel ceniza, quemada, y con muchos kilómetros andados en la planta de los pies. Vestía unas bermudas que le llegaban hasta los esqueléticos tobillos y arrastraba un carrito de súper. Había algo en su manera de moverse que llamó mi atención.

Este es el aspecto de los "fokemones", cómo llama la policía de Hermosillo a los usuarios de cristal que viven en la calle. Mientras estuve en la capital de este estado fronterizo, hablé con un patrullero que me contó que en el último año aumentó considerablemente el número de usuarios de cristal en Sonora, y principalmente en Hermosillo, lo que generó un alza en el índice delictivo. "Hay que atraparlos", bromean los policías al referirse a estos adictos.

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Como cualquier adicto, los adictos al cristal hacen lo que sea por conseguir otra dosis de ese placer oscuro y prohibido, que tiene la particularidad de fumarse en un foco. Durante los últimos meses del año pasado muchos de ellos salieron a las calles armados con machete para asaltar a peatones o establecimientos con tal de conseguir lo suficiente para otro prendón. Hay registros de personas heridas y fallecidas.

Unas calles después de cruzarme con el primer usuario de cristal, vi a una mujer con los mismos movimientos robóticos. Y luego a muchos más: una mujer joven por allá, un grupo de tres por el otro lado, y uno más al fondo, defecando.

La grapa, el polvo que viene envuelto en un papelito, cuesta 50 pesos. Lo echan adentro del foco, lo someten al rigor de una flama de encendedor y cuando se transforma en humo, entonces jalan con la ayuda de un popote. Aguantan el tanque un buen rato. En ese momento, el cuerpo y la mente se conectan en una oleada de placer. Todo a su alrededor desaparece. Cualquier dolor o recuerdo vale verga. Son entre ocho y seis horas de aliviane.

Temo Lee.

En una de mis caminatas por esta ciudad del norte conocí a Temo Lee. De sus labios resecos salieron estas palabras: “En general es puro amor”. Según sus propios recuerdos, este hombre dice tener 76 años, pero no está seguro. Todos los días fuma cristal. Si sus dientes fueran teclas de piano, al tocarlas no se escucharía la nota completa. Los ojos los tiene hundidos, un rasgo que todos comparten, distintivo entre los adictos al cristal.

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Es imposible mantener una conversación coherente. Sin aviso comenzó a hablar de unas trompetas y de un pasaje de los corintios. Su voz parecía venir de un lugar muy lejano, rasposa y chillona a la vez. Lenta y aletargada como las voces de sus compañeros de penitencia. Me percato de una cicatriz muy grande en su mano; él dice que le aventó una piedra a Dios.

Por la madrugada, una persona envuelta en una cobija —como si se tratara de una capa protectora— se me acercó y me hizo una seña con su mano. Su mandíbula trabada le impedía hablar y su mirada era de desamparo, de quien no reconoce el lugar en el que se encuentra. El poco pelo que tenía era muy delgado y sus ojos brillaban demasiado. No logró decir mucho, solo abrir la boca para balbucear.

En mi tercer día en la ciudad, dos usuarios que frecuentaban el área que visité me permitieron entrar a uno de sus refugios, la casa de uno de ellos. Las paredes parecían escarbadas minuciosamente en un ataque de energía culera. El sillón en el que nos ofrecieron asiento estaba despanzurrado, las tripas de fuera, la piel rasgada, el polvo adherido a su cuerpo. Cicatrices de quemaduras, de noches en las que no ha logrado descansar.

Huele a yerba crecida en esta casa. Hay un patio con plantas silvestres que no han sido podadas en años. Su aroma se distribuye y se impone a pesar de que se fuma tabaco, mota y cristal.

Las palabras se resbalan torpemente en su boca antes de lograr salir. Uno de ello usa playera y tiene tatuajes en el torso. Su pelo es corto y de vez cuando emite algo parecido a una sonrisa. “Después de un loquerón ocupo unas pingas, unos Clonazepam, pues. Luego un toque para hacer hambre y poder comerme un taco”.

El otro dice que lleva entre 13 y 18 años fumando. No recuerda cuándo fue exactamente la primera vez que fumó. “Si pruebas esta madre es porque te gusta andar en el vuelo. Así es la farandula, ¿guachas?” Ríe antes de darse su siguiente dosis. “A los tres días de andar en cristal ya se te nota en el físico. Porque con esta madre no comes y te gasta un chingo de energía. Adelgazas a la verga”.

Le preguntó cómo se inició en el cristal: “Pues dije, esta madre pone bien machín. Dura un verguero, y te trae acá. Y si se baja, pues te vuelves a pegar un acá. Y otro acá”.

La versión original de este artículo fue modificada a petición de los entrevistados. Sus nombres y rostros fueron retirados para proteger su identidad.