Los futuros pulmones
Fotos por Luján Agusti.

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especial de ficción 2016

Los futuros pulmones

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

Todo empieza con el recorte del perfil de una chica de veinte años. Tiene el pelo por los hombros y un peinado desmechado hacia las puntas. Lo que se ve detrás es un bosque en blanco y negro, y bien en el fondo, entre árboles espesos, un redondel blanquito que debe ser el sol de la mañana. El paisaje es Bariloche, y ella mira hacia arriba porque sabe que la están retratando. Lleva puesto un suéter de cuello alto, y adivino que lo que hace con los brazos es agarrarse al árbol. No lo logra del todo. Su espesura lo vuelve inabarcable, como un humano de estómago rebalsado. Esto le da gracia, muestra los dientes. Esas son cosas que, los oriundos del Sur, suelen hacer. Personificar algunos puntos concretos de la naturaleza.

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Algunos años después, todavía en juventud pero con embarazo, la misma chica sujeta el tubo blanco de un teléfono típico de los años setenta. El peinado, esta vez, es a dos aguas y parece más corto. Es espeso este pelo. Tiene células sanas, la chica. Unos anteojos marrones de montura, enormes, marcan la época y sus ganas de estar a tono. Está sentada en un escritorio repleto de papeles que dicen cosas en castellano, y una máquina de escribir se quedó sin hojas. La chica está en pleno momento de trabajo, y algún compañero despiadado oprimió el disparador de la cámara para retratarla.

Del suéter blanco sin mangas, se le deja ver un torso grueso. Es que en esta época las mujeres se embarazan jóvenes, porque se unen con los hombres por ideales en común. Además, claro, trabajan. Me olvidé de una mano: la izquierda. Un lápiz amarillo anotará un número de teléfono que no podrá saber nadie, junto a una dirección. Esos datos, probablemente, le hayan salvado la vida a alguien.

El ambiente en el que trabaja está repleto de fantasmas ya. No falta ni siquiera una semana para que se suba a un barquito de larga distancia y abandone la llanura pampeana por un tiempo.

Algunos años en Portugal. Comprar un nuevo par de anteojos, demasiado parecido al anterior. Quién diría que en el culo del mundo hacen unos anteojos hermanos. Tomar sol en el balcón del departamento que le prestaron. Mucho sol. Camuflarse. Aprender apenas el idioma. Comprar en el supermercado de la esquina, ese que parece de los años cuarenta. Consumir mucho queso en Europa, porque es barato. Y tomar dos tazas de café a la mañana, para mantenerse despierta, para recordar que está con vida. Hospital portugués, la primera nenita. Se llama Susana. Susanita. Aunque haya nacido en Portugal, Susana siempre será argentina. Un vestido amarillo tejido a mano que mandó la madre desde La Pampa, con unos pesos para cambiar allá. Y un papelito que dice: ¿ Cómo estás?

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El hombre con el que vive en Portugal no aparece en el relato, pero preña, y aparece una segunda hija que nadó mucho en panza mientras su madre conocía a fondo los terrenos y terrenitos de las afueras de Lisboa. La segunda se llama Leticia, y es más pequeñita. Nace con problemas en los pulmones, Leticia: tendrá que estar siempre cerca de la naturaleza. Siempre cerca de un viento que sople sano, extraído directamente de algún árbol, o de alguna nube. Jamás viento de ventilador porque Leticia así se muere, y nadie quiere un bebé muerto en Portugal. Nadie quiere un bebé nena muerto en un país ajeno, que habla idioma con redondeces. Joao Gilberto en un bar. Bailan la chica joven que fue madre dos veces y el marido. Él le acaricia el final de la espalda, el comienzo de lo otro. Sobre la tela de ese vestido, todo contacto parece amigable. El pelo de ella está inflado como si una avioneta se posara, constantemente, sobre ellos dos armando un revuelo. Tienen los ojos cerrados. No están pensando en sus pasos sobre ese suelo. Si ponen atención, pueden oír que afuera de ese bar, entre los matorrales del clima europeo, algunos animales todavía no han comido.

La pareja se fue desenamorando.

Llega otra encomienda. Un saquito bordado a mano, esta vez turquesa. Un cartel que dice: "Acá ya no bombardean más, querida. Lo hice turquesa porque no sabía si era nena o varón. Ya pueden volver. Argentina las quiere asimilar a las tres".

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Pasa un año, entonces, las tres embarcan. El hombre que supo ser padre en Portugal, decide quedarse allá porque abre una fábrica de alpargatas. Adiós a los cordones de atar para siempre, adiós a la complicación a la hora de extraerse los zapatos.

Bariloche. Susana tiene diez años, Leticia, nueve. Los pulmones siguen sin funcionarle del todo bien. Bebe un remedio blanco con gusto a leche. Dulcísimo. Habrá que succionarlo todas las mañanas, le dice la madre. La abuela les trae el desayuno. Dialogan sobre la succión.

—¿Este líquido puede salvarme?

—Sí, querida.

—¿Y por qué haría eso?

En el patio de la casa de Bariloche, la mujer ahora tiene treinta y dos años y una malla entera azul de Sergio Tacchini. Es Argentina, por eso. La reposera de madera la aguanta cómoda y detrás están paradas ellas: Susana y Leticia. Las dos con mallas enteras también, corre el año ochenta. Hay pasto en el suelo y detrás un corralón con treinta y cuatro gallinas que después hubo que sacrificar porque jamás de los jamases pusieron huevo.

La mujer se levanta de la reposera, probablemente, y le pregunta a quien sostiene la cámara, que cuántas fotos le quedan a ese rollo.

Visitan alguna que otra montaña y Leticia puede llenar sus pulmones de aire claro. Carga batería que le dura semanas. La montaña la pone así.

Regresan las tres de Bariloche. Llegan cansadas después de diez horas de viaje en micro. Dentro de uno de los bolsos se derramó un pote de crema de ordeñe. La mujer alquila un departamento en Buenos Aires para ella y sus nenas.

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En las afueras, cerca de Campo de Mayo en la Localidad de San Miguel, vive un hombre que una noche entra a un bar con una cadena de Jesucristo colgada al cuello y la ve a ella, a la que ahora es mujer y tiene dos hijas. La ve y se quedan hablando un rato, hay otros amigos también. Se gustan porque se ven bronceados, a tono con la madera del lugar. Se entran por los ojos. El rosario de él se clava en el cuello de ella. Se piden disculpas. Sonríen.

En una esquina desierta, la mujer y el hombre se besan y se babean los mentones de las caras. Tanto se babean que después se pasan los puños de las camisas por esa parte del rostro, un poco sonrojados por haber puesto tanta pasión en el medio de la avenida.

A los meses, por pedido de ella, el hombre acata sacarse el rosario que le había regalado su vieja madre. Luego, conoce a Susana y a Leticia. Las dos le caen bastante bien, así que las invita a las tres a pasar el día en su lancha que se llama Furia.

En el Delta del Río Tigre, lo que parece una familia tipo navega en una lancha rapidísima. El hombre les enseña trucos a las chicas, y los pulmones de Leticia esta vez están mejor por el contacto con la arboleda. Es que el departamento en el que viven es demasiado urbano, aunque la madre haya poblado el balcón con potus y alegrías del hogar. Leticia le pide al hombre que le enseñe, y hay un rato largo en el que la única que maneja a Furia es la niña de doce años. También malla entera todas acá. No les gusta mostrar el ombligo. El principio de las cosas.

La mujer que ahora cumplió treinta y cinco decide casarse con el dueño de la lancha. Lo hacen. Están en un salón revestido de madera y hay unos afiches en cartulina, hechos a mano que dicen: "Felicidades a los recién casados". A la mujer se la ve feliz. Lleva hombreras. Un fotógrafo contratado la retrata justo cuando se está sacando una lágrima del ojo.

En este casamiento las que más bailan son Susana y Leticia, las que nadie entiende que aunque hayan nacido en Portugal, son argentinas. Bailan y bailan, porque la madre las vistió de gris. En un momento le falta el aire a Leticia. Y Susana le avisa a la madre, que está enamorada, mirándose en el botiquín del baño del salón. Dice que "esperen, que ya sale". Y en ese momento, un hombre le saca una foto. al fotógrafo

Toda la familia alrededor de Leticia deseando: que la nena portuguesa se mejore. Que sobreviva. Que le entre un hilito más de aire. El recién casado la saca a upa del lugar. La coloca al lado de un árbol. La nena queda quieta y recostada un rato así, con el vestido gris revistiéndole las partes. Susana está al lado. Pasa un rato que no pasa nada. El árbol hizo su trabajo, porque Leticia recupera la actividad del pulmón. El recién casado la regresa al salón. El casamiento sigue. La mujer recuerda la espesura de ese árbol en Bariloche. El tronco inabarcable. El reflejo vital. La nena no se asfixió. Todo comienza otra vez. Se trata, sencillamente, del aliento que quitan los primeros bailes. Camila Fabbri (Buenos Aires, Argentina, 1989) ha escrito las obras Brick, Mi primer Hiroshima y Condición de buenos nadadores. Los accidentes (Editorial Notanpuan, 2015) es su primer libro de cuentos.

Como apéndice de nuestro Especial de Ficción 2016 dedicado a la literatura de América Latina, los 21 autores publicados fueron invitados a contestar un cuestionario de 20 preguntas sobre los usos y costumbres, rituales y obsesiones que suelen acompañarlos en el oficio de escribir. Lee las respuestas de Camila aquí.