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ser millennial y pobre

La pesadilla del millennial: buscar pieza en Chapinero

El sueño de nuestros papás de que tuviéramos vivienda propia se fue a la mierda. Bienvenidos a la eterna era del arriendo. Esta es la primera entrega de la serie 'La pesadilla del millennial'.
Ilustración por Alex Jenkins.

Este artículo forma parte de la serie 'La pesadilla del millennial'. Lea aquí las demás entregas.

Hace un par de meses tomé la decisión de irme de la casa de mi mamá e irme a vivir sola. Armar rancho aparte. Acababa de cumplir 25 años y ya estaba mamada de pasar dos horas al día metida en un bus de Transmilenio para ir de mi casa al trabajo y del trabajo a la casa. Nada grave: un problema más bien estúpido al lado de tantos otros asuntos (de casi todos). Igual, dentro de mi mundillo de preocupaciones inmediatas, estaba mamada y decidí que tenía que salir del lecho materno antes de llegar a los 26.

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Y aunque no son pocos los que en Colombia comparten mi edad y ya viven solos, sigo estando por debajo del promedio de años cumplidos en que los colombianos se van de la casa según un estudio hecho en junio de 2016 por Dada Room, un sitio web para compartir casa. La mayoría de mis coterráneos salen del nido a los 27, que sigue siendo ejemplar frente a los peruanos, que se van a los 29, pero aún un poco concha al lado de los brasileños, que parten a los 25, y obviamente de los gringos, que arrancan a los 20. Todo se reduce, dice el estudio, sobre todo a una cuestión de salarios.

En mi caso, por más de un mes, eso de "tomar la decisión" fue sobre todo una cuestión de recordarme, una vez a la semana: "Sí, definitivamente tengo que irme de la casa". Un mantra pataletoso más que una decisión concreta. En mi defensa, la situación dependía ante todo de la cuestión monetaria: ahora que tenía 25 debía pagar salud y pensión a título personal —si no sabe de qué estoy hablando le conviene averiguar— y mi sueldo todavía seguía siendo una cifra que se decía en secreto, con vergüenza y cara de preocupación.

Sin embargo, hace unas semanas, después de un aumento, tuve las condiciones para poder empezar la búsqueda de casa nueva y asumir los gastos que vienen con la vida de soltera. La idea era encontrar un lugar cerca a la oficina, en Chapinero, no muy viejo, con ventanas que preferiblemente no dieran contra una pared o a un patio de ropas, ojalá con luz amarilla —tengo una guerra declarada contra la luz blanca, señores— y con lo que creía era lo mínimo: una sala, un comedor, una cocina y un cuarto y un baño de tamaño decente. ¿Mucho? ¿Pedir algo así es imposible? Pues, al parecer, sí.

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En lugar de eso terminé encontrándome con tubos que hacían de ducha, pipetas de gas que sostenían lavaplatos, espacios estúpidamente angostos cuyas fotos ensanchaban burdamente a punta de Paint o Photoshop y con apartamentos más calientes que Neiva. La tarea que imaginaba era cuestión de sentarse y escoger entre las opciones, muy temprano probó ser un proceso jodidísimo, en el que lo único constante eran la incredulidad, la frustración y, ante todo, los precios imposibles.

En ese barrio de millenials y hipsters que es Chapinero, arrendar un hueco vale lo mismo que arrendar un apartamento entero en otros barrios clase media más alejados del centro de la ciudad. El arriendo de un apartamento en Kennedy vale lo mismo que una seudo pieza en la 54 con 19.

De entrada, la primera desilusión: sabía que ni a bate podía aspirar a arrendar un apartamento entero con mis reglas, mis muebles, mi ropa y mis caprichos. Tenía amigos y conocidos que vivían en Chapinero y ninguno de ellos pagaba menos de un millón de pesos. Eso sin contar administración ni facturas de luz, gas, Internet o agua. Ahí la cuenta subía por lo menos unos 150.000 pesos. Mi presupuesto era más hacia los 600.000 —tal vez 700.000 haciendo un esfuerzo optimista— con todo incluido, así que la única opción era arrendar una habitación.

Mi fuente de búsqueda, por supuesto, era Facebook. Nada de Metrocuadrado.com o salir a buscar ventanas con avisos y anotar los números. Hacer eso a la antigua reduce posibilidades y quita tiempo de oficina.

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Había por lo menos cinco grupos de gente que compartía sus apartamentos y que los arrendaba completos o parcialmente: Bogota Short Term Rentals, APARTAESTUDIOS Bogotá, Apartamentos compartidos Bogotá, Housing y Habitaciones & Roomates. En esas páginas empezaron las sesiones de horas-scroll entre fotos, precios y reglas de caseros en Bogotá.

Primero descarté las residencias universitarias. Después de todo, la idea no era involucionar a una especie de parche 'ocupa' con reglas de internado. Pero descartar las residencias también significó no contar con la mayoría de arriendos que, con todo incluido, oscilaban alrededor de los 400.000 pesos.

Pero unas por otras.

El mismo día que navegué en los grupos concerté citas. Ese día solo seleccioné lugares que estuvieran no más abajo de la carrera 20, no más al sur de la calle 40 y no más al norte de la 56. El paraíso hipster. En resumen, el polígono donde los precios explotan y los espacios se encogen.

Concreté tres citas: una frente a la Javeriana, otra en la 53, arriba de la Séptima, y otra abajo de la Caracas, apenas media cuadra, sobre la 54. A las 6:00 p.m. ya había dejado todo mi trabajo listo para salir corriendo a cumplir las tres citas con la emoción ingenua del novato que lleva en esto apenas un día.

El primer y más letal golpe (porque no podía ser de otra forma) vino con el primer sitio que visité. Lo había encontrado en un post que anunciaba un apartaestudio completo por 700.000 pesos con todos los servicios.

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¿Apartaestudio? ¿Setecientos? ¿Todos los servicios?

El post, sin embargo, no tenía fotos (primer error mío). Contacté al que había hecho la publicación y me dio el número de un señor que podía mostrarme el apartamento. Con eso anotado, llegué a una casona de tres o cuatro pisos, de doble portón, en un barrio oscuro mitad residencial, mitad comercial. Por fuera, la casa tenía pinta de ser una especie de inquilinato. Mi visita coincidió con la llegada de un par de tipos con pinta de estudiantes que también iban a ver el lugar.

Entramos los cuatro, incluyendo un amigo que me acompañaba, guiados por un viejito adorable. Por el camino de cuatro pisos de escaleras apretadas pasamos al lado de una puerta abierta que dejaba ver el interior de otro de los apartaestudios: adentro, un tipo en sus 30, estaba de pie frente a una lavadora, sin camisa, con la barriga al aire.

Cuando llegamos al tercer piso, el viejito abrió la puerta. Lo primero que vimos fue un espacio de no más de 15 metros cuadrados: sala de estar, comedor y cocina en un ambiente. Las paredes estaban pintadas de un azul cielo desvencijado y varias esquinas daban cuenta de lo viejo y descuidado del lugar. En el extremo izquierdo había dos muebles tipo "cómoda", tan viejos como la casa. Uno de ellos, blanco, sostenía "la cocina": una cocineta eléctrica de dos reverberos. Al lado, medio caído, un lavaplatos sostenido por una pipeta de gas pequeña y rechoncha. Al extremo derecho estaba la entrada al cuarto: un espacio de seis metros cuadrados en los que de forma casi exacta cabía una cama semidoble y un televisor (este era del año 1970) sobre una mesita. El baño, al que había que entrar pasando por el mínimo espacio que quedaba entre la cama y el televisor, tenía un olor penetrante a orines. Aunque, hay que reconocérselo, era un baño grande.

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El "recorrido" por el apartaestudio tomó menos de un minuto. Cuando ya no había nada más que ver, le di las gracias al viejito, con algo de tristeza por no poder corresponder a su amabilidad con una respuesta entusiasta, y salí espantada a la siguiente cita. En el camino, entendí por qué la publicación no tenía ni una foto y aprendí la primera lección: no ir nunca antes sin haber visto al menos un par de fotos. Si no están en la publicación, hay que pedirlas. Y si no las dan, probablemente es porque el sitio no aguanta ni en fotos maquilladas.

La segunda habitación, de 550.000 pesos, estaba en una casa de familia, ya de por sí una mala señal, al menos para mí, y para lo que estaba buscando al salir de la casa de una familia. Quiero decir lo obvio: no me voy a ir de la casa de mi familia para ir a vivir a la de otra.

Un señor y sus dos gatos me dieron la bienvenida a un apartamento inmenso: solo el espacio de la sala era más grande que muchos de los apartaestudios que vi anunciados en Facebook. El cuarto, por otro lado, era diminuto: una camita sencilla contra la pared y un armario contra la otra (había que caminar de lado para pasar entre los dos); una ventana que daba a un muro de ladrillos y un cuadro de la virgen encima de la cama. Al lado de la puerta de entrada estaba el baño: de frente un lavamanos y a la derecha un inodoro. Eso parecía ser todo. Luego vi un tubo que salía de la pared y un sifón en el piso. Ahí estaba la ducha.

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"¿O sea que si abres la ducha se moja todo?", me preguntó mi papá cuando le conté de los cuartos que había visto ese día. Le respondí que sí con una mezcla de risa, frustración e indignación. ¿Ese era el tipo de baño y de cuarto que se conseguía por un precio tan alto: 550.000 pesos?

Antes de salir de ahí le pregunté al señor si había un límite de hora de llegada —una pregunta que no volví a hacer en ningún otro sitio pero que ahí parecía apropiada—, y él me respondió que no, que no sabía, que su hermana era la que sabía eso, pero que lo normal, ¿no?: hora de llegada normal y las visitas en la sala. Segunda lección: eso de casa de familia definitivamente no era una opción y, bonus, no había que confiarse de la promesa de "baño privado".

La última cita de ese día fue la que empezó a acercarse a un escenario más real pero no por eso menos deprimente: un cuarto de tamaño decente y con baño propio en un edificio donde parecía que solo vivían javerianos. La sala era donde estaba el problema: no había sala, solo un sofá en un espacio de tránsito entre la puerta y la cocina, justo al frente de la lavadora: el otro mueble de la sala que podía taparse con una puerta tipo persiana de techo a piso. Es decir, el apartamento era básicamente un mini pasillo con una cocina y dos puertas que daban a dos habitaciones. Eso valía poco más de 700.000. Tercera lección: todo era carísimo, hasta lo más mísero, y había que empezar a buscar más allá de las fronteras iniciales. Ahí amplié mi búsqueda hipster, estiré la pita: La Soledad, Teusaquillo, el Park Way, máximo hasta la calle 29 y hasta la carrera 25.

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De cualquier forma, los desastres del primer día me sirvieron para entender cuáles eran mis límites, para tener una dimensión real de los precios y las desfachateces con que la gente podía salir y para definir las cosas con las que definitivamente no podía convivir: de ninguna forma podía aguantarme una habitación en la que solo pudiera estar acostada o tuviera que desplazarme de lado; y los espacios comunes eran clave: sé que estaba arrendando un cuarto, pero eso de no tener ni una sala donde sentarse o que la cocina sea solo un fogón era absolutamente claustrofóbico.

Durante los días siguientes se irían sumando otras cosas, y entre más habitaciones miraba, eran más los detalles que no soportaba que los que me gustaban. A veces, cuando salía de un apartamento de precio justo y más o menos bien ubicado, pensaba que tal vez lo que estaba mal era yo, que tenía muchas exigencias, que a cualquier otra persona menos quisquillosa le importaría cinco el color del piso, el tamaño del baño o el diseño de las cortinas.

Pero, ¿y qué? Después de todo era el lugar donde iba a vivir, podía exigirle lo que se me diera la gana. Lo mismo con el roommate: había apartamentos en los que lo único que me agradaba era la persona que me mostraba el apartamento, y otros donde el apartamento era casi perfecto pero el roommate ya en esa primer encuentro probaba ser complicado y mamón. Su apartamento, sus reglas, sus adornos, sus visitas.

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Hasta la fecha, en apenas dos semanas y algo más de búsqueda seria, le he escrito a 36 personas en Facebook y he hablado con al menos otras seis por teléfono o Whatsapp: más de 40 habitaciones que han pasado el primer filtro y de las cuales he visitado cerca de 15.

El más caro y lindo de todos lo vi en la calle 65: habitación gigante, sala amoblada, cocina con cuanto aparatejo de cocina se pueda imaginar e incluso varias imitaciones de pinturas de Zhang Xiaogang (adelante, piense que soy una floja y pretenciosa, pero fue un gran y fino detalle), todo por 800.000 pesos sin incluir servicios ni el pago de la empleada del servicio. O sea, en total, algo más cercano a los 900.000 o 950.000 pesos.

El más barato, pero paradójicamente no el más feo, un apartamento de tres cuartos con una temperatura constante de 10 grados por encima de la temperatura ambiente —de verdad, no exagero, parecía Neiva— y un cuarto chiquitico con el piso de madera medio podrido y un cuadradito de ventana que daba, de nuevo, a un muro. Ahí eran 470.000 con todo. Y en la mitad del espectro, de todo: cuartos sin ventana, apartamentos donde la sala era la cocina, hippies, mamertos, psicorígidos, gatos, perros, huertas marchitas, cuartos con "ventanas" en el techo por donde "entraba la luz natural", hijos chiquitos, repisas que se caían, vecinos que molestaban, vecinos a los que les valía verga.

Y al final, después del brevísimo tiempo que llevo en la búsqueda, se hace más evidente lo que yo ignoré: es una cuestión de paciencia pura. De meses. Que, salvo un primer golpe de suerte, y si uno es quisquilloso, como yo, no se consigue en dos visitas.

Durante los primeros días quise mudarme sin pensarlo dos veces al primer apartamento que me agradaba con un arrebato estúpido que me hacía hacer cuentas alegres y pensar que podía pagar 800.000. Luego, dos días después, veía algo más chiquito pero completamente aceptable por 200.000 pesos menos. Al siguiente día, encontraba una habitación un poco más cara pero mejor ubicada. Y entre más miro, escribo más mensajes y visito más casas, la búsqueda pierde un poco más de sentido. A veces, solo queda la saturación de haber visto muchas cosas y haber hecho las mismas preguntas una y otra vez y no recordar las respuestas.

Algunas recomendaciones extra: tener certificado laboral , de pronto tener un fiador, buscar con paciencia por lo menos en dos citas diarias, no tener afán, no solo buscar en Facebook.

Última y mejor lección: hay que darle tiempo y hacerlo con calma. Bastante obvio, pero no está de más recordárselo seguido. Y más si a usted —como a mí— ni si quiera lo están echando de la casa.

***

Si tiene una propuesta de cuarto para Tania que la ayude a salir de la pesadilla, puede escribirle a tania.tapia@vice.com.