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Capítulo 8: Vuelo adentro

El octavo capítulo del viaje de Robert Young Pelton y Tom Freccia por Sudán del Sur en la proeza de buscar al líder opositor Riek Machar.

Un incendio forestal quema una vasta extensión de tierra del sur de Sudán. 

Machot, Amos, Tim y yo caemos en la rutina. Machot sale a vagar afuera del hotel en las mañanas. Al vernos a Tim y a mí disfrutar nuestro café, esige saber por qué no nos vamos. Entonces Tim y Machot se enfrascan en una furiosa discusión, usualmente acerca de lo mucho que le disgusta Nairobi a Machot, mientras Amos se retrae y no dice casi nada. Yo juego a ser el pacificador, calmando a todos al final. Peleamos nuestra pequeña propia guerra para intentar salir de Kenia. Contábamos con una pista aérea en Akobo; sólo necesitábamos que alguien nos sacara de aquí.

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Después de muchos callejones sin salida, nuestro contacto, Edward, tropieza con la pista de un piloto que tal vez podría llevarnos a la selva para encontrar a Riek Machar. El contacto de Edward, hombre que resulta también ser un keniano blanco, piensa que puede organizar un vuelo, por medio de un piloto, hacia el interior de Sudán del Sur. Nos dice que el piloto no puede ser identificado ni fotografiado. Todo lo que sabemos es que el piloto es una mujer y que el vuelo de ida nos costará 17,200 dólares. Es casi el triple de la tarifa normal de alquiler de cuando el país no está a punto de canibalizarse a sí mismo.

Edward nos transmite los detalles de su contacto: “Los va a dejar —ni siquiera va a detener los motores— y cuando todo su equipo esté desembarcado, despegará”. Accedemos. Más tarde recibimos el llamado: “Estén en el aeropuerto a las 6AM”.

Exaltados, nos preparamos con compras de comida, accesorios de campamento y regalos para los nuevos amigos que conoceremos en nuestro viaje. Machot parece obsesionado con la compra de cosas que Machar necesita, según le dijeron sus socios: una casa de campaña, botas, cebollas, fórmula de leche para bebé y otras mierdas. Yo le entro comprando candelabros, especias y salsa Tabasco. Machot afirma que necesita ropa, a pesar de que empacó su ropa normal de calle y una camisa de vestir, pants y mocasines de piel. Amos, como siempre, se retrae calladamente.

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Tan pronto como se enteran nuestros contactos de que iremos, nos llueven peticiones para llevar gente y equipo con nosotros. Nada como un vuelo de 17,200 dólares al culo de un país para atraer nuevos amigos. Nuestro equipaje se hincha con un nuevo teléfono satelital Thuraya, dos cámaras de video, tripiés, más comestibles y botas.

En este punto Tim y yo empezamos a sospechar que Machot está metido en otros asuntos. Desaparece por largos periodos de tiempo, quemando minutos en nuestro Thuraya, y luego pidiendo que llenemos de crédito a los teléfonos satelitales de comandantes al azar. Ignoramos estas peticiones. Nos promete que estaremos en el frente de batalla. “¿Le parece bien el frente de batalla?” pregunta. Tim y yo nos volteamos a ver.

La mañana de nuestra salida nos reunimos bajo el fresco amanecer en el Aeropuerto Wilson, la pista comercial de Nairobi. Los pilotos fuman sus cigarros mañaneros. Aviones nuevecitos se mueven en la pista antes de despegar para llevar productos frescos a Somalia.

Robert y Machot se abrazan antes de subir a la avioneta rentada en Nairobi. 

Arriba, en la oficina, el contacto de Edward cuenta cuidadosamente el fajo de efectivo que le di. Lo cuenta una segunda y una tercera vez. Mira nerviosamente a Tim, quien apunta a una cámara, y nos recuerda que no debemos filmar a nuestro piloto. ¿Ya por fin volábamos? Me negaba a creerlo hasta que estuvieramos en el aire; por segunda vez. Primero, teníamos que volar hasta la piloto que nos llevaría hasta nuestro destino final.

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Después de arrastrar nuestro equipo a través de una línea improvisada de seguridad, abordamos el avión. Machot sonríe ampliamente. Jamás ha volado en un avión pequeño. Las ruedas están pronto en el aire y volamos con dirección norte mientras el paisaje se vuelve arrugado y montañoso, finalmente aplanándose en una llanura. Conforme descendemos, abajo la pista comienza a aparecer. Está llena de restos de aviones de carga chocados y abandonados, nos metemos entre ellos para aterrizar. Tan pronto como aterrizamos, nuestra piloto llega, la mujer del momento. Ella vuela un enorme Cessna Caravan, el caballo de batalla de África para 12 pasajeros, de un solo motor. El equipaje está apilado en una cápsula del tren de aterrizaje. El interior cuenta con cartón enlodado en el piso y cubiertas de algodón manchadas en los asientos.

Cargamos las cosas mientras nuestra piloto toma Nescafé y fuma Marlboro rojos. Sugiere que nos apuremos y nos alejemos de los curiosos ojos de trabajadores del aeropuerto detrás del edificio.

“¿Qué tal?” pregunta nerviosamente acerca de la pista. Digo que está bien, que hemos estado hablando con la gente de tierra y que nos esperan. Luego, después de sacudir mi bruma nairobiana, me doy cuenta que ha sido Machot quien ha hablado con la gente de tierra todo el tiempo. Admito que no tengo idea de cuál podrá ser la situación. Le pido a Machot que les llame de nuevo y él marca mi teléfono satelital.

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Nuestra piloto está nerviosa porque, previo a nuestro vuelo, trató de cobrar un favor de un general que conoce en Yuba, de quien ella esperaba el permiso para aterrizar en Akobo. Su respuesta había sido que bajo ninguna circunstancia podría aterrizar ni siquiera cerca de Akobo. Significaba que si era detectada en la pista, se acabaría su negocio en Sudán del Sur.

Así que en vez de eso nos ofrece llevarnos a Pochalla, una pequeña población cerca de la frontera con Etiopía. Bajo mi dirección, Machot hace una rápida llamada a los rebeldes, nos dicen que Pochalla está en manos de enemigos. Tiene que ser a Akobo o Waat. Ella escoge Waat, alejándonos 160 kilómetros de nuestro destino. Pronto Machot está de nuevo en el teléfono gritando y pasándonos información del otro lado: “Tienen 300 personas y la pista es segura”.

La piloto se prepara para aterrizar en el pueblo de Waat, tomado por los rebeldes, en Sudán del Sur. 

Después de colgar dice: “Preguntaron también si podíamos traer cuatro heridos”. Nuestra piloto se eriza. “No, no puedes pedirme eso”, dice. “No lo haré. No puedo traer gente herida aquí. ¿Sabes cuántos problemas ocasiona, cuánto papeleo, cuántos dolores de cabeza?”.

Machot se enoja y responde: “Manejaron todo el camino desde Akobo. Tienen que ser trasladados”. “¿Cuáles son sus heridas?” pregunta la piloto.

“Tienen estrés postraumático”.

“¿Estrés postraumático? Pensé que habías dicho que estaban heridos”.

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“Han sufrido por tanta lucha intensa”, protesta Machot. “Un hombre dirigió el escape de Yuba a Riek, no ha dormido en 14 días. Tienen que ser trasladados”.

Está a punto de arruinar el único viaje que tendremos jamás. Cuidando no alterarlo aún más, le intento explicar a Machot que el estrés postraumático no se considera en realidad una herida fatal, ni amerita una evacuación médica.

La piloto se niega: “No, volaré a Yuba después. No llevaré a esas personas de regreso”. Discutimos con Machot y le decimos que llame de nuevo a los rebeldes y les informe que llegamos para no volver. Le decimos que podemos arreglar algo después si es necesario. Le mentimos. Machot se está convirtiendo en una responsabilidad.

La piloto no la pasa bien. Mientras Machot grita en lengua nuer al teléfono, exclama: “He hecho esto antes. Se amontonarán alrededor del avión, sacarán sus armas y amenazarán con secuestrarme. Lo he visto muchas veces con esta gente. No creo que sea buena idea. Yo sólo me alejo y fumo un cigarro. Digo, ‘Si quieres volar el avión… adelante’. Si alguien me reporta a Yuba podría perder todo mi negocio”. Agita la cabeza. “No, esto no es bueno. Si llevo a esa gente de regreso a Yuba, los matarán”.

Un soldado sentado en la parte trasera de una Toyota Land Cruiser llena de soldados desertores del Ejército de Liberación Popular de Sudán. 

Machot cuelga el teléfono, ella pregunta qué dijeron. “No están contentos”, responde.

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Ella intenta negociar con nosotros. “Puedo regresar después”, dice. “Hay un hotel barato aquí, pueden pasar la noche”.

Le dejamos claro que sí vamos para allá. Le pedimos a Machot que llame de nuevo y asegure que no habrá ningún maldito problema. Lo hace y nos asegura que todo está bien. Han despejado a toda la gente de la pista. Le digo a la piloto que es ahora o nunca: Si quiere el dinero tenemos que volar hoy mismo; no tendremos los fondos para seguirlo intentando. Ella necesita el dinero. Al negocio le ha ido de la mierda las pasadas dos semanas. Exprime otro cigarro y dice: “Vámonos”.

Caminamos a través del solitario detector de metales del aeropuerto y abordamos el avión. La piloto tiene buenas razones para estar nerviosa. Nos cuenta que el día anterior el avión había sido cargado con los cadáveres de tres guardaespaldas de Kiir. La habían contratado para llevar los cadáveres de regreso a su aldea natal.

Para las 11AM no hay nada en tierra que nos indique haber cruzado hacia Sudán del Sur, excepto por los racimos de chozas tukul que aparecen cada tanto. Nuestra piloto fuma y lee un libro mientras el avión está en piloto automático. Conforme nos acercamos a Waat nos asomamos ansiosamente en busca de nuestros anfitriones. El poblado de Waat es pequeño, está partido en dos por una pista desvastada, una parada técnica para los etíopes en su camino a la frontera. Al acercarnos todo lo que vemos es un grupo de gente al azar, rondando la pista. No hay evidencia de seguridad ni hombres con armas para protegernos de lo que podría rápidamente convertirse en una multitud. Conforme descendemos hasta 30 metros, el grupo se dispersa. Aterrizamos.

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Incluso dentro del avión el frío de Nairobi se ha ido. Estamos a unos 32 grados. El sol es enceguecedor y un viento abrasador revuelve el polvo. A niños curiosos los siguen mujeres que nos reciben con productos cargados en sus cabezas. No hay señal de fuerzas rebeldes.

Vigilando cualquier señal de peligro, la piloto nos grita que saquemos todo. En cosa de minutos nuestro equipo es apilado en la pista. “Tengan cuidado”, dice ella, montando de vuelta en el avión. Luego, tras una áspera rociada de polvo y rocas, se ha ido.

A Robert le dan un aventón. 

El avión desaparece. Miramos a los locales, quienes también nos miran. Tenemos una impresionante pila de equipaje y ningún lugar donde ponerla. Pronto una camioneta con hombres armados aparece y nos da la bienvenida. No son los 300 hombres armados que prometió Machot pero es mejor que nada. La caja de la saqueada Toyota tiene a bordo sangre coagulada. Aventamos nuestras cosas a bordo, y nos llevan a un recinto cercano.

Cuando llegamos ahí el ambiente no es muy agradable. Nos ofrecen sillas de plástico para sentarnos mientras los hombres se reúnen alrededor de una mesa de plástico para decidir nuestro destino.

Una avispa excavadora de dos pulgadas de largo está ocupada haciendo un hoyo bajo la mesa. Una gran águila marrón sobrevuela mientras cuervos de pescuezo blanco buscan comida. Un soldado pasa de lado con un chaleco antibalas de las brigadas de paz de la ONU.

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Hay problema de espacio. Los cuatro hombres que supuestamente sufrían síndrome postraumático no se fueron en nuestro avión, así que no había suficiente espacio para que todos fuéramos a Akobo. ¿Rentaremos un coche? Tal vez.

Una lagartija beige corre a través del polvo barrido.

Nos sentamos amablemente.

Una vandalizada pero funcional ambulancia de la Cruz Roja es ubicada. El dueño nos la quiere rentar en 700 dólares. La rechazamos, sólo para descubrir más tarde que en realidad era una ganga.

El comandante Dieu Koang Bangot analiza la situación con sus hombres. Se decide que simplemente nos apilaremos todos en la aporreada Toyota Land Cruiser verde que nos trajo y manejaremos los escasos 250 kilómetros hacia el este rumbo a Akobo. El problema es que somos 17. Nos sentamos de cuatro en fondo, con dos en el techo y encontramos de alguna forma lugar para nuestro equipo.

El camino es un tiro directo a través de la seca sabana. La cubierta de algodón negro es una plancha y está profundamente ajada de grietas. Cuando las lluvias vengan, este será un pantano impenetrable. Por ahora es un camino brutal, hasta el final.

Pasamos al lado de más gente que camina con productos en sus cabezas. Estamos en territorio nuer y no deberíamos temer al enemigo. Fuera de la pick-up, AKs, y uniformes, este paisaje ha cambiado muy poco desde que la gente comenzó a vivir aquí.

Machot y soldados desertores del Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán cargan un antílope muerto. 

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La camioneta se detiene abruptamente y uno de los hombres que va en la parte trasera señala. Un rebaño de antílopes está pastando a la derecha. Uno de los soldados salta de la camioneta y apunta con cuidado. Pum. El rebaño se dispersa. El animal está herido, sus cuartos traseros inmovilizados. Nos apresuramos al lugar y vemos sangre brotar de su herida. Aún está consciente, así que los rebeldes le golpean la cabeza y se trepan a su pescuezo. Luego está muerto. El cadáver es amarrado al cofre. Esta será la comida después, ya que ninguno de los rebeldes lleva agua o provisiones al campo. Los hombres son todos nuer. Esta es su tierra natal.

Aunque llevan uniformes del Ejercito de Liberación del Pueblo de Sudán su batalla actual es contra el gobierno de Salva Kiir. Están conscientes de los ataques a sus compañeros de tribu, una situación que ha enfrentado a los nuer en contra de sus hermanos dinka.

Al caer la noche llegamos a Akobo. Estamos definitivamente con los rebeldes ahora. Largas procesiones de oficiales se detienen en nuestra choza de lodo para darnos la bienvenida. “Escucharán disparos esta noche”, dice uno de los caballeros. “No se preocupen, ¡son disparos felices! No se alarmen”. Dormimos bajo las estrellas, con disparos estallando en la distancia. En la mañana hay dos grupos de rebeldes uniformados llevando a cabo una reunión casual y tomando lista. Llevan lo que parecen ser armas nuevas, con cinturones de municiones para metralletas PK envueltas en sus cuerpos. Nos dicen que los disparos aleatorios son para asegurar que los cañones de las armas no se hayan doblado al ser lanzadas desde el avión. Pregunto quién las envió. Me dicen que son cortesía de Sudán, vía una aeronave eritrea.

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Akobo dice mucho de Sudán del Sur. La ciudad sigue al río, el cual ha cavado un sinuoso y acuoso bulevar. Barcos de río metálicos, canoas y lanchas de motor delinean la ribera, pero el combustible es escaso. El nicho social es una arbolada calle central donde la gente pasea de un lado a otro, saludándose entre sí innumerables veces al día. Grandes y vacías escuelas yacen junto a edificios gubernamentales. Los extranjeros y las ONGs se han ido hace mucho. No hay electricidad, y la gente aún se baña en el río y caga en los campos. Donde nos alojamos hay una letrina, pero una contorsionante masa de gusanos la ocupa al punto de la inanidad.

Justo afuera de la entrada yace una triste colección de camionetas Toyota nuevas, sobre tabiques, despojadas de sus partes.

La cena es amarrada al cofre de la camioneta. 

Una bandera de Sudán del Sur desteñida aletea débilmente en la plaza del pueblo. Se oye el zumbar de la electricidad desde la oficina del comisionado; me contaron que alguien de las fuerzas armadas de Estados Unidos instaló paneles solares y baterías. Aunque hay electricidad, la oficina está cerrada con llave, y sólo a ciertas personas se les permite entrar y cargar sus teléfonos celulares. A pesar de que ya no hay cobertura en el área, a la gente aún le gusta caminar por ahí con sus teléfonos como si tuvieran alguien con quién hablar o algo de qué hablar.

Telarañas y redes eléctricas cableadas a mano conectan las chozas circundantes. Dos enormes generadores yacen ociosos, con las baterías de encendido muertas. Las viejas estructuras coloniales están cubiertas de graffiti y deshechos humanos, los locales prefieren sus construcciones de adobe y barro a los bloques de cemento y techos de metal corrugado. Por alguna razón el mercado local está cerrado hoy, y la policía ordena a los grupos de jóvenes que vayan a casa. El “mercado” es una colección de chozas instaladas por ONGs que anuncian productos secos importados de Etiopía. Un hombre opera una máquina de coser de pedal y los niños deambulan vendiendo paquetes de glucosa y cepillos de dientes.

Justo debajo de la base de la ONU, en el río, hay una tienda. Un camión blanco descarga lo que sólo puede ser harina y grano recién saqueados. Su carga también incluye una impresionante colección de sillas de plástico y productos varios. El hombre que maneja el lugar está bien vestido y un poco incómodo con nuestras cámaras. Vende sorgo de un gran saco a las amas de casa.

Nos encontramos con los soldados que viajaron con nosotros desde Waat. Están orgullosos de su pueblo. Están también bastante orgullosos de que una misión de la ONU en Sudán del Sur se ha mantenido asegurada después de que estallaron los enfrentamientos en el área hace unas semanas. De alguna forma el hecho de no haber sido saqueada indica su control en el área.

Nos hace preguntarnos nerviosamente cuándo podremos salir de aquí para que continúe la función. La última cosa que queremos es agotar nuestra bienvenida.