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Identidad

Lo extraordinario de ser una mujer vieja en un pueblo colombiano

Hoy, 17 de noviembre, se estrena Jericó, un documental que sigue la rutina de varias mujeres antioqueñas que viven sus años de vejez entre la soledad, la religión y las dinámicas sencillas de un pueblo en las montañas.
Foto cortesía de Black Velvet.

La carretera a Jericó es empinada, angosta, plagada de verde y no perdona mareada. El pueblo, que tiene poco más de 10 mil habitantes, se erige en la punta de una montaña antioqueña a tres horas de Medellín. Al final de la casi última media hora de trayecto sinuoso, Jericó se abre con casas de ventanas y puertas pintadas de colores extravagantes, el rasgo que lo ha hecho popular. El pueblo es el escenario de Jericó, el infinito vuelo de los días, el último documental de Catalina Mesa, quien después de haber estudiado y vivido entre Nueva York y París, volvió a Jericó a rendirle homenaje a la tierra de su tía después de su muerte.

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El documental, que coquetea con la ficción, es protagonizado por varias mujeres jericoanas que recorren sus años de vejez entre la soledad y la compañía ocasional de otras mujeres en su misma situación. Mientras unas cosen, otras se dedican a cocinar, a comerciar, a adorar santos. Otras simplemente a recordar sus días de viajes o de oficios pasados. La cámara de Catalina Mesa se vuelve un visitante invisible de sus rutinas sencillas y un testigo de las conversaciones que de otra forma se extinguirían en lo cotidiano y ordinario. Jericó, el pueblo, es el telón de fondo que sirve de excusa para explorar los momentos en que surge lo extraordinario de lo que es más corriente y olvidado: la vida de una mujer vieja en un pueblo colombiano.

Jericó tiene los rasgos de muchos pueblos paisas: lugares donde la religiosidad se vive en cada esquina y que se autodescriben como la cuna de los grandes logros de la humanidad: el primer pueblo con luz eléctrica, dicen, el pueblo con la primera emisora radial, dicen, o uno de los primeros con laboratorio de biología. Así lo describe el director del Centro de Historia de Jericó. Una forma muy paisa de sentirse orgulloso de una tierra y ver en ella la expresión última del trabajo y el progreso. Pero tal vez la característica que más destacan los jericoanos es que ese, su pueblo, es la cuna de la Madre Laura, la única santa de Colombia.

La religión juega un papel importante en la vida del pueblo y de las mujeres que Catalina Mesa filma. Una de ellas, en una de las escenas más poderosas del documental, le habla a una imagen de la santa mientras le pide, entre lágrimas, que le ayude a superar sus dolores y que se compadezca de ella desde el sufrimiento que ella misma, la Madre Laura, sufrió en vida. En la escena, y en el llanto de quien la protagoniza, se alcanza a sentir la forma en que en la idiosincrasia antioqueña de las generaciones más viejas la religión está instalada en un nivel afectivo que es tal vez imposible encontrar en generaciones más jóvenes. El llanto y el amor por esa santa, en esa escena, es completamente auténtico, y resulta casi extraño para una generación en la que lo común es sentirse alejado de la religión.

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Sin embargo, Jericó sí parece un pueblo especialmente imbuido en la religión: las iglesias y las tiendas de artículos religiosos están regados por todo el pueblo y es difícil encontrar una calle en la que no haya por lo menos una imagen de la Madre Laura. La casa en la que se asegura nació la Madre Laura se ha convertido en otro punto de rezo y adoración además de las más de 15 iglesias que hay en el pueblo: la casa tiene su propia capilla, la historia de la comunidad a la que perteneció la santa, y una pared llena de piso a techo con placas de agradecimiento por los favores y milagros recibidos.

El primer acercamiento a Jericó y a sus particularidades que tuvo Catalina Mesa fue a través de su tía, Ruth Mesa, a quien la directora evoca en cada entrevista, intervención y cada presentación de su documental, y cuya muerte fue la que motivó la realización del documental. "Yo había visitado antes Jericó, de jovencita. Cuando murió mi tía volví, pero ahora caminaba de una forma más contemplativa. Miraba por las ventanas y veía que había unas realidades y espacios congelados en el tiempo. Ahí empecé a pensar que ese capítulo familiar no se iba a repetir y decidí que en algún momento, cuando estuviera lista, tenía que hacer un trabajo con mi familia extendida de Antioquia. Dejar un retrato de esa generación que en 20 años no va a existir. Todo ese mundo de santos, papeles y rosarios", cuenta Catalina.

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Se fue a vivir a Jericó por dos meses. Se acomodó en una casa y por un tiempo estableció una rutina al lado de la rutina de sus personajes: por la mañana se dedicaba a leer poesía de autores jericoanos en el Centro de Historia; por la tarde visitaba a las que se convertirían en las protagonistas de Jericó a charlar, tomar tinto y comer arepa. Una combinación entre lo lírico y lo íntimo que se convirtió en la columna vertebral de su documental y que se mezcló con la intención que tenía de contar algo personal con lo que estaba emocionalmente vinculada.

"Antes de hacer la película, me senté con mi productora en Francia y le dije: 'Quiero hacer esto, ¿pero a quién le va a interesar una historia de mujeres grandes?. Voy a pasarme tres años de mi vida haciendo esto pero, ¿hasta dónde va a llegar? Ella me respondió que esto era un recurso limitado y que muchas veces dejábamos lo realmente importante para nosotros para después. Me dijo que lo hiciera por mí. En ese momento tomé la decisión de hacerlo por el amor y el respeto que sentía por mi cultura. Por mi intención personal de querer honrar una generación de mujeres independientemente de lo que suceda con la película".

El resultado de darle la espalda al público, y de centrarse en lo que ella quería contar por ella misma, es un retrato contemplativo de la esfera más femenina y hogareña de la sociedad antioqueña y colombiana: de las matronas que cuidan, que cocinan, que viven a veces en la sombra de una sociedad patriarcal pero que desde el silencio son las que jalan a todas las otras generaciones. Y aunque la intención personal y singular de Jericó terminan convirtiéndose en un relato universal, al final, tal vez por el mismo apego de la directora por la historia, el documental se extiende demasiado en una escena con la que Catalina busca transmitir un mensaje más allá de la unidad estética y narrativa del resto de la película.

Sin embargo, lo auténtico y personal del espíritu de Jericó es una experiencia que sólo parece ser accesible a través de un ojo juicioso y de una experiencia cinematográfica. Como parte de la promoción de la película, los productores, patrocinadores y creadores de Jericó invitaron a varios periodistas y promotores de lo audiovisual a Jericó, el pueblo, para el estreno del documental. El propósito era ofrecer una experiencia para conocer la esencia del pueblo que había inspirado la película. El resultado fue un itinerario de actividades por los sitios turísticos del pueblo que fallaron en reflejar el espíritu íntimo de la película. De repente, los invitados terminamos almorzando en una calle del pueblo que había sido cerrada en sus dos extremos por cintas desde las que los jericoanos miraban con curiosidad a la gente que irrumpía en medio de sus calles y su cotidianidad.

Pero, tal vez, incluso pretender tener cercanía con el carácter íntimo de Jericó, del pueblo, es un ejercicio que no se puede hacer en un tiempo tan corto, y que requiere el tipo de ejercicio riguroso e incluso afectuoso del que partió el largometraje. Ese, en últimas, es el valor de la experiencia cinematográfica y documental: meterse en el corazón de un espacio, y una vida, a la que de otra forma es difícil acceder y contarla desde la cara más íntima y singular de la historia.