Combatiendo los incendios en Idaho

FYI.

This story is over 5 years old.

Viajes

Combatiendo los incendios en Idaho

Veinte días de fuego, cansancio crónico e historias de hombres solos.

Mientras manejamos junto al arroyo de la carretera McKenzie, a través de los campos de lava que se extienden como cicatrices rocosas en ambos lados de la carretera, la luna está casi llena. Su brillo resplandece sobre el negro terreno volcánico. Estamos sucios y cansados después de combatir un incendio en el centro de Oregon, cinco hombres apretados en una camioneta, con las cabezas recargadas sobre vidrios y sudaderas, cabeceando entre sueños. Mientras nos hundimos en nuestros sueños, escuchamos el crujido de la radio en el asiento de enfrente. Es la voz de Chris Snortland, jefe de cuadrilla y uno de los cuatro conductores de nuestro caravana. Necesita detenerse un momento. Mientras las camionetas F-250 Super Duty se salen del camino, nos enteramos que no está cansado, sino que no está en condiciones para manejar. Snortland está atravesando por un episodio de estrés postraumático, recordando su tiempo como marine, cuando una bomba improvisada enterrada en la carretera explotó bajo su vehículo en Afganistán. Esto fue en 2008, el único verano en los últimos nueve años que Snortland no pasó combatiendo incendios. En cierto modo, recibió su primer entrenamiento militar trabajando en el bosque.

Publicidad

Estamos en camino a un nuevo incendio en Idaho occidental, una pandilla de 20 bomberos silvestres, quienes reciben menos de mil dólares a la semana por subir las empinadas montañas en la zona oeste de Estados Unidos en medio de un bosque en llamas. Algunos lo hacen por la aventura, otros por el dinero; yo lo hago para probar que puedo, tras una interrupción de nueve años. Terminé con mi novia en Brooklyn y necesitaba regresar al bosque. Necesitaba mover una herramienta y pararme en un bosque remoto y hermoso en algún lugar alejado. Todo ese romanticismo sobre el regreso a la montaña me hizo olvidar lo doloroso y difícil que es este trabajo.

Nos despertamos a las seis de la mañana para sacudir el hielo de nuestras tiendas, ponernos nuestros pantalones cargo Nomex y nuestras botas sucias, mientras maldecimos el frío de la mañana. Nos formamos e intentamos calentarnos bajo sudaderas y gorros, frotando nuestras manos para mejorar la circulación. Cuando nos llega el llamado para “movernos”, comenzamos nuestra marcha.

Estamos instalados en medio del Parque Nacional Payette en Idaho, en un pequeño campamento lejos del principal centro de operaciones, y cerca del fuego. Las comodidades son pocas en este lugar: no hay desayunos calientes, no hay regaderas y no hay señal de celular. Comemos cereal frío, fruta y tomamos café, usando troncos como sillas. Llevamos barras energéticas y plátanos en los bolsillos, como ardillas que se preparan para un largo invierno y quieren tener consigo toda la proteína y calorías posibles. Metemos nuestra comida y agua a las mochilas (ocho botellas, tres cantimploras y un Gatorade) y nos arrastramos hasta la plataforma para calentarnos.

Publicidad

El humo cuelga de los árboles por la mañana, una capa de frío lo atrapa junto a la tierra, y esto resulta en un amanecer rosado mientras manejamos por la montaña. Media hora sobre la carretera del campamento, a través de un rebaño de vacas que nos miran una pandilla de niños grandes y estúpidos. Pasamos junto a un letrero que dice: “Camino cerrado. Peligro de incendio” y a través de una reja sobre la cual el otro equipo colocó el cráneo de un alce; todavía hay restos de piel sobre los ennegrecidos huesos, una cómica e inquietante invitación a “la montaña”.

Descargamos después de estacionar las camionetas junto al camino. “Tomen sus herramientas y hagan una fila”, grita el jefe, y todos lo repetimos. John Seaman, es un hombre alto y apuesto de 29 años. Tiene un corte de cabello a la Hitler; un mechón de pelo largo que atraviesa su cabeza de un lado a otro, y que cubre con la manga sucia de una playera para absorber el sudor. Reparte órdenes con una autoridad incuestionable.

Tomamos nuestro equipo contra incendios y sacamos nuestras herramientas: pulaskis, palas, azadones, sierras; y nos preparamos para trabajar. Es una empinada caminata de dos kilómetros hasta el helipuerto que hemos estado intentando fabricar durante los últimos días. Yo llevo un contenedor de gas en la agarradera de mi Pulaski. El olor a combustible para la sierra eléctrica se vuelve casi insoportable tras unas horas de trabajo. Menos de un kilómetro después todo el equipo comienza a jadear, y sentimos ese enorme alivio que acompaña la orden de “Detenerse y rehidratarse”, lo que implica una pausa de unos minutos. El sabor a tierra en la boquilla de mi cantimplora es ya muy familiar y siento un pequeño ardor en mis ojos por el sudor, mientras todos nos detenemos a descansar un minuto.

Publicidad

Seguimos nuestro camino colina arriba y las piernas de otro miembro se acalambran y comienzan a temblar. Yo mantengo la cabeza agachada y me concentro en mi respiración, mientras veo las botas delante de mí para planear mi siguiente paso. No mires hacia arriba. Intenta no pensar en el peso que cargas sobre tu espalda mientras tu mochila te atraviesa los hombros. Sólo sigue caminando hasta que te digan que te detengas. Cuando llegamos al arroyo, el bosque se abre sobre un claro y vemos cómo el valle se extiende frente a nosotros. Un humo verde y azulado cubre las colinas hasta donde podemos ver. El fuego no ha consumido el arroyo, y la mañana se siente fría y serena.

El helipuerto es del tamaño de un campo de futbol, con tres grandes árboles apilados como palillos chinos sobre un caos de ramas y troncos. Nuestro objetivo del día es cortar los árboles en piezas pequeñas y llevarlas al otro lado de la colina. Yo soy uno de cuatro swampers, lo que implica que mi trabajo es cortar la maleza y los árboles lejos de los sawyers, aquellos con las grandes sierras.

Allá afuera, los peligros con muchos: árboles que caen, incendios que te rodean, deshidratación, pero lo único en lo que me puedo concentrar es en la cuchilla que gira frente a mí. Uno de los sawyers acaba de recargar la sierra contra sus pantalones de Kevlar, lo que dejó una marca de cinco centímetros sobre su pierna. No hay sangre, el Kevlar amortiguó el impacto, pero esto es una señal de fatiga, y por órdenes de la compañía, debe dejar su sierra por el día. Todos nos tomamos un momento para descansar y observar nuestro alrededor; es fácil perderse entre el ruido de los motores.

Publicidad

Comemos bajo la sombra de la zona “verde”, aquella sección del bosque que no ha sido quemada. Comemos arándanos deshidratados y sándwiches de carne de nuestras bolsas de papel y bebemos agua. Observamos la serie de árboles muertos que dejamos detrás, sorprendidos por la destrucción que dejamos en nuestro camino.

Nuestro trabajo está diseñado para salvar bosques y proteger a la vida silvestre, pero gran parte de nuestro trabajo en tierra es, en su mayoría, destructivo. Empezamos incendios con nuestras antorchas y quemamos miles de hectáreas de bosque, talamos zonas completas de árboles intactos y nos abrimos paso a través de lugares hasta es momento intactos.

Todo es parte de un plan para contener y controlar el fuego. Una serie de estrategias diseñadas en los setenta, y que todavía usamos hoy en día. Estas tácticas todavía existen porque funcionan y el elemento humano es clave.

Después de comer, nos llaman para trabajar en “lo negro” o lo quemado. El fuego acaba de arrasar con otra sección cerca de la línea y tenemos que asegurarnos de que no se extienda. Caminamos hasta la nueva zona de bosque recién incendiado y comenzamos a excavar. Trabajamos sobre agujeros calcinados, cortando raíces con nuestras hachas y atizando las brasas con nuestras azadas. El agua sube desde el arroyo al final de la colina con ayuda de la bomba Mark 3, y sólo se escucha el zumbido del generador en la distancia. El agua sube por una manguera de una pulgada, hasta una línea de mangueras laterales de media pulgada cada 30 metros.

Publicidad

El agua cae sobre el terreno en llamas y se evapora en una nube de cenizas y polvo que cubre nuestros lentes mientras excavamos como locos. Esta parte del trabajo se llama “limpiar”, y es una de las peores, pero necesarias, tareas para combatir incendios.

Después de algunas horas, nos detenemos para observar las llamas en la cresta, del otro lado de la cuenca. El sol está en el cielo y la temperatura comienza a subir. Los árboles se prenden con un destello, y se consumen cual cerillos, escupiendo fumarolas de humo negro y gris sobre la cresta. El viento ha cambiado de dirección y empuja el fuego hacia nosotros. Es en este momento del día cuando la humedad relativa está en su punto más bajo y el fuego se vuelvo más activo e impredecible. Estamos en estado de alerta, y si las cosas se salen de control tenemos órdenes de evacuar de inmediato.

Los sawtooth hot shots son un equipo de 20 personas del servicio forestal del sur de Idaho. Ellos trabajan delante de nosotros, creando una brecha en la parte más empinada de la cresta del otro lado del cañón, con la esperanza de contener esta sección del fuego y dirigirla hacia la región deshabitada en el suroeste. Hasta ahora han tenido éxito, cortando una línea del ancho de una carretera, derribando árboles que sacuden el suelo cuando caen, y creando un camino para que las herramientas de mano rompan la tierra en suelo mineral. Esta es una de las estrategias principales para controlar un fuego, abrir un brecha en el suelo y extraer los restos de posibles combustibles.

Publicidad

Esto asumiendo que el fuego esté restringido a la parte baja del bosque cerca del suelo. Pero hoy no es así. El fuego ya subió por las escaleras de combustible, una capa de matorrales secos, y ahora se dirige a las extremidades de los grandes perennifolios, calcinando un grupo completo de árboles de una sola llamarada. Escuchamos ese grave estruendo que nos llena de terror mientras presenciamos todo ese poder fuera de control. El fuego arde cerca de la línea, y el viento transporta las brasas y la cenizas hasta la sección intacta que los hot shots intentan proteger.

Hay un pequeño incendio y varios de los sawtooths corren a apagarlo. Las brasas siguen cayendo, y prenden fuego por todos lados. Al poco tiempo la línea se pierde y el valle se llena de humo. Podemos ver la colina en llamas desde donde estamos. Distintas áreas del bosque estallan como fuegos artificiales, una tras otra. Entonces llega la llamada de nuestro supervisor de división, un pequeño hombre asiático con pantalones Nomex color kaki y un rostro desgastado: perdieron la línea, tenemos que evacuar de inmediato. Agarramos nuestras herramientas y hacemos una fila. Mientras bajamos por la colina a paso apresurado, vemos cómo más secciones del bosque se incendian, escupiendo llamas de seis metros sobre las copas de los árboles, seguidas de columnas de humo y ceniza que se elevan hacia el cielo azul. Llegamos a los vehículos llenos de adrenalina, guardamos nuestras herramientas y salimos del lugar.

Publicidad

Es nuestro día 14 de trabajo, el límite impuesto por el gobierno antes de tomar dos días de descanso, pero dada la situación con el incendio y los escasos recursos, nos enteramos de que hemos recibido una extensión. Mientras bajamos por la colina, absorbemos el hecho de que debemos soportar otros siete días de cuerpos cansados y mentes desgastadas.

Manejamos durante una hora hasta el campamento principal a través de un valle de viejas granjas, junto a un huerto de manzanas abandonado y a través de la única calle principal en el pueblo de Council, Idaho. Pasamos junto a campos de maíz amarillos y crocantes que cuentan la historia de una sequía como nunca antes. Hay dos granjeros parados junto a sus camionetas, sus gorras de béisbol apuntan en dirección del horizonte cubierto de humo, buscando esas nubes de lluvia que no han llegado en meses.

Llegamos al campamento principal y nos asentamos por el día, comemos, llamamos a nuestras madres y novias, a quienes no hemos podido contactar en una semana, y nos damos un baño. El pueblo es más cálido de lo que estamos acostumbrados en las partes altas de la montaña, así que sacamos nuestras bolsas de dormir y nos instalamos una noche estrellada en la zona rural de Idaho. Reímos mientras se desata un coro de gases, algo a lo que estamos acostumbrados tras semanas de comer en el campamento.

Los muchachos vienen de todo tipo de lugares y orígenes, pero la mayoría ha pasado al menos una parte de su vida al margen de la sociedad, en hogares disfuncionales plagados de familiares abusivos y drogas. Jesús nació en Medellín, Colombia, y pasó su infancia en un orfanato. Él, sus dos hermanos y su hermana fueron adoptados por una familia de mormones en Idaho Falls cuando tenía seis años. La familia los hacía trabajar limpiando letrinas y trapeando pisos en su centro de cuidados para adultos con problemas mentales. El abogado que Jesús contrató para conseguir años de pagos atrasados por sus labores, dejó el cargo por presiones de la iglesia. Jesús usará el dinero que gane este verano para regresar a Colombia y buscar a su familia. Duerme en un sillón en un departamento en Eugene, Oregon.

Publicidad

Cole es un joven de 21 años, pequeño pero determinado. Parece más un niño de 15, flaco y malnutrido pero con una admirable determinación de acero, forjada por haber dormido en parques y tenido que luchar por comida casi toda su vida. No ha dormido en su propia cama desde que tenía 17.

Hans es uno de los pocos hombres con familia. Creció al norte de Idaho, en una región dominada por la supremacía blanca, pobre, con un cabrón como padre, quien más tarde se suicidaría con una escopeta. Hans solía salir al bosque en otoño con un amigo, un cartón de cerveza y una sierra eléctrica para talar pinos y venderlos como leña. Es por mucho el más trabajador del equipo, sonríe todo el tiempo y cuenta historias de cacerías, peleas y problemas con la policía de Idaho. Trabaja para pagar la quimioterapia de su hija de seis años con leucemia.

Hans sabe más del bosque que cualquier otra persona en el grupo. Al día siguiente, de regreso en la montaña, señala todas las variedades de árboles en el hiperdiverso Parque Nacional Payette: “abeto blanco, abeto de Douglas, alerce, pino ponderosa, picea azul, álamo, abedul”. Me enseña una planta de saúco y jala el tallo fibroso para enseñarme las bayas de vincapervinca. “Solíamos hacer vino con ellas”, me cuenta, mientras pruebo la fruta agridulce por primera vez y siento cómo se revientan cual semillas de granada entre mis dientes.

Esta parte de Idaho es una mezcla de desierto alto y bosque templado, cubierta de una vida silvestre que desconozco. La artemisa crece en las zonas más altas y se aferra al terreno rocoso. Los arroyos de agua fría salen del suelo rodeados por las hierbas del bosque; un agradable aroma, una mezcla de hierbabuena y mariguana. Una vistazo rápido al suelo revela fresas silvestres, escaramujos, tagarninas, suculentas, pequeñas flores amarillas de papel y líquenes verde fluorescente.

Publicidad

Mientras cruzamos un arroyo en uno de nuestros últimos días de trabajo, nos advierten que mantengamos la cabeza en alto. Hay un oso negro bebé escondido en las ramas de un abeto de Douglas y es muy probable que su madre esté cerca. Nunca vemos a la madre y el bebé parece ser indiferente a nuestra presencia y al incendio que nos rodea. El animal permanece en el árbol, con un brazo colgando, más aburrido que nada.

Esta parece ser la historia de nuestra temporada, cerca del peligro, en el centro de un bosque en llamas, pero saliendo ilesos. Por lo tanto, nuestra temporada es un éxito. Fuera de algunos tobillos desguinzados, deshidratación y algunos pasos en falso, salimos de la colina sin un rasguño. Hemos trabajado un total de 21 días corridos con cinco días de viaje, y nos sentimos fuertes físicamente y agotados mentalmente. Lejos de nuestras novias y esposas durante casi un mes, la única excitación sexual viene del Gold Bond que nos aplicamos en las bolas para evitar rozaduras, estamos listos para salir de esta montaña, de esta ropa sucia y correr a los brazos de una mujer.

Las espigas en los alerces se tornan doradas mientras recorremos la colina en nuestro último día, es una de las pocas coníferas que pierde su follaje en el invierno. Las hojas de las plantas de moras negras ya están rojas y anaranjadas por el otoño. Las camionetas avanzan despacio por la terracería con nubes grises sobre nosotros. La lluvia se suelta con fuerza a las cuatro de la tarde y buscamos un lugar para escondernos del agua. Avanzamos por el bosque humado, sobre árboles caídos cubiertos de musgo y a través de viñedos de maple. Para cuando encontramos un grupo de abetos suficientemente grandes para cubrirnos a todos, estamos empapados.

Publicidad

Dos hombres y yo avanzamos otro poco para buscar el arroyo que corre por ahí. El arroyo fluye con fuerza mientras nos paramos bajo un gran árbol de maple y hablamos de drogas: salvia, hongos, DMT, lo que hemos probado, lo que nos gusta. La lluvia llegó e hizo nuestro trabajo, apagando en un solo día un fuego que no pudimos controlar con un mes de trabajo. Cuando llega la orden para salir de la montaña, tenemos los pies empapados y retomamos nuestro camino, primero las sierras eléctricas, seguidas de las pulaskis, azadas y palas, de regreso a las camionetas.

Manejamos hasta el campamento por última vez, donde nos secamos la cabeza con sudaderas y gorros, del otro lado de ese bosque donde trabajamos durante casi dos semanas, todos esos árboles amputados y derribados que tiramos, todo en preparación para un incendio que nunca veremos. El resultado de nuestro trabajo permanecerá escondido. No reconstruimos casas ni arreglamos bardas, sólo dejamos nuestro sudor y esfuerzo tirado en el bosque. Después de nuestra partida, el bosque quedará en silencio una vez más, listo para que los osos y los alces regresen a tomar agua, y los árboles crezcan de nuevo. La naturaleza prevalecerá. Al final, sólo cavamos hoyos en la tierra, intentando domar, dirigir o influir la fuerza de la naturaleza.