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Editorial

Malas noticias, millennials: la corrupción también es asunto suyo

OPINIÓN // No es algo de viejos, ni va a desaparecer por arte de magia cuando nuestros amigos lleguen a la Casa de Nariño

Uno coge una página de un periódico, ve un noticiero, oye el avance informativo de una emisora, y lo mismo: treinta noticias al día que mencionan la palabra "corrupción", seguidas ellas de un espeso palabrerío contractual que uno no termina de entender completo. Así es, ha sido y será en este país: la corrupción en las narices, el elefante metido en el mismo cuarto donde el presidente de turno estampa firmas.

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Muchas veces esas noticias diarias nos parecen redactadas por viejos, que no es el caso propiamente, y al tratarse de corrupción, parecerían solo tener que importarles a los viejos, cuando tampoco. La corrupción en Colombia puede ser muy antigua (recordemos que hace cuarenta años el intrépido Turbay quiso reducirla "a sus justas proporciones"), pero es un asunto de hoy, de los jovencitos que desde ya juegan a ser presidentes. Querámoslo o no, de tajada en tajada, heredamos el mal como un cáncer que no cede al tratamiento.

Colombia es peculiar: aquí unos han sido enseñados a ser pilotos, otros a ser mecánicos de barrio y otros a ser presidentes. Y los que no han sido criados para esto último, pues se lo proponen desde chiquitos. Y ahí están, uno tras otro. Están los de apellido: Martín Santos, Carlos Fernando Galán, Simón Gaviria, Miguel Uribe Turbay. Y están los que a falta de nombre ya empiezan a luchar por uno: el gobernador de Boyacá, Carlos Amaya, el secretario de Transparencia de la Presidencia, Camilo Enciso, o el viceministro del Interior (el de los tenis), Luis Ernesto Gómez, por solo nombrar algunos.

Pues habrá que empezar a echarles un ojito a estos milllennials, de los cuales (por ahora) no puede decirse que sean corruptos, pero que no están, digamos, montando tabla, tatuándose o arrendando apartamentos en Chapinero Alto. Son, pues, nuestros representantes, el futuro, el llamado a renovar (los Santos, los Gaviria, los Galán, bueno).

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Los millennials que ya entraron a la arena política, y aquellos que hacen cola para ello, tienen en sus manos una tarea decisiva: la de evitar que esta generación, también, termine en el pantano de la corrupción. Y los que no estamos en la política tenemos asimismo la responsabilidad no solo de estar a la altura moral (y no ser corruptos en nuestras propias vidas), sino también de exigirles y vigilarlos.

Tenemos que tener la mirada atenta. En primer lugar, porque maestros han tenido, y de sobra. Revisemos las declaraciones de los personajes públicos que hoy le hincan el diente al término, como chacales que son, y luego se relamen con las sobras de su propia moral para saber a qué nos enfrentamos: Alejandro Ordóñez (su elección, anulada porque los magistrados de la Corte Suprema que lo ternaron y los senadores que lo eligieron tenían familiares en la Procuraduría); Álvaro Uribe (su exviceministro Gabriel García Morales, primer hombre en el escándalo de Odebrecht, habría recibido 6,5 millones de dólares en un soborno), y Ernesto Samper. ¡Ernesto Samper, háganme ustedes el favor!

Ahí lo vimos (lo padecimos) la semana pasada, retrechero como el que más, sin pudor ni vergüenza por una elección presidencial comprada con billetes manchados de sangre del Cartel de Cali, pidiendo que no hubiera impunidad en el caso de Odebrecht, recordándonos de paso el refrán de que "es tan pecador el que peca por la paga que quien paga por pecar". ¡Maldita sea! Pobre este paisito del Tercer Mundo al que nadie sabe pronunciarle el nombre.

La corrupción, así esté de moda por estos días en la prensa, es una cuestión más de nuestra republiqueta. Tanto en esas conductas pequeñas de colarse en Transmilenio o piratear consolas de videojuegos, pasando por usanzas, tan comunes como graves, de evadir el pago de impuestos, hasta el delito de grandes ligas como lo es defraudar al Estado recibiendo plata por debajo de la mesa. Unos crecieron robando chocolatinas en la tienda y otros pensando en amañar contratos del Estado. Eso somos: por eso así nos va.

Y así podría seguirnos yendo. Pongamos por caso a David Zuluaga, el hijo de Óscar Iván: un millennial por definición. Para quien no sepa, hoy no es que esté Zuluaguita precisamente concentrado en buscar pareja en Tinder o en mandar un Snap con un filtro de perritos. No: la revista brasileña Veja lo acaba de mencionar como parte de una comitiva de la campaña de su papá, "Zuluaga presidente", que se reunió con el publicista Duda Mendoça y con un funcionario de Odebrecht. Ahí, se presume, se habrían definido los términos de la financiación de la campaña (a cambio de supuestos favores). El Consejo Nacional Electoral está detrás del asunto.

Entonces, no: esto, la corrupción, no es algo de viejos, no es algo que vaya a desaparecer por arte de magia cuando nuestros amigos lleguen a la Casa de Nariño o que sea incompatible con el estar conectado todo el día a Facebook. Es compatible, por supuesto. Se ve y se siente en todas partes y en todas las generaciones. Y ya produce asco.

Ojo atento con el de al lado. Es lo mínimo que se puede esperar de una ciudadanía.