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El puente

Los primeros atardeceres del incendio

Las fuentes dicen que la infección vino de China, de un pueblo diminuto llamado Dachang, cerca de la costa. Allá sucedió el primer contagio y llegó a Estados unidos en avión y al final cruzó la frontera. Zombi. Esa es la palabra mágica.

La fotografía fue tomada alrededor de las once horas. En ella, en primer plano y a la izquierda. Morena tiene los dientes hincados en el brazo de Saldaña. Su expresión es tibia, es la expresión de alguien que presencia un accidente automovilístico en la distancia. El brazo de Saldaña se ha convertido en un retazo de carne. Un pedazo de algo que está perdiendo calor, algo que antes funcionaba para sujetar, saludar o bañarse. Los ojos de Morena están vacíos, cierta automaticidad en ellos nos dice que es una máquina de comer. En la mirada de Saldaña hay sorpresa y su boca abierta lo confirma. De alguien más es el brazo que están mordiendo, de alguien más la piel que cede bajo el filo del hambre. En segundo plano se encuentra un aparador del mercado Juárez, ese mismo mercado que ha sido incendiado trece veces y que no ha muerto, como si se tratara de un zombi. En ese aparador está mi reflejo, porque soy yo quien ha tomado la fotografía y estaré ahí sosteniendo la cámara por los siglos de los siglos.

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Las fuentes dicen que la infección vino de China, de un pueblo diminuto llamado Dachang, cerca de la costa. Allá sucedió el primer contagio y llegó a Estados unidos en avión y al final cruzó la frontera. Así dicen las fuentes, así lo pude constatar con la agencia de noticias EFE unas horas después de haber perdido a Morena y Saldaña.

En Ciudad Juárez, los primeros cuerpos que se encontraron regados por la ciudad, descabezados, sin brazos, sin entrañas o sin piernas, fueron atribuidos a una guerra entre los distintos cárteles de drogas que buscaban el control de la plaza. Tal vez así haya sido al principio, pero conforme pasaron los meses, esa versión tuvo que ser reescrita. ¿Qué humano pudiera hacer tales destrozos a un cuerpo? ¿Quién?

Mi nombre es Luis Kuriaki. Soy periodista. Hasta hace unas semanas trabajaba en el Diario de Juárez. Crecí en uno de los viejos barrios de la ciudad donde los primeros contagios sucedieron. Parece que fue ayer cuando solía lanzarle piedras a los gatos que paseaban por el muro alto que dividía mi casa de la casa de Patricia. Patricia era mi vecina, tres años mayor que yo, y la espiaba cuando se cambiaba de ropa después de llegar de la escuela. Ella fue quien me llevó al cine a ver Indiana Jones y el templo de la perdición, y nunca olvidaré la escena donde a Indy lo obligan a tomar sangre para convertirlo en zombi.

Zombi. Esa es la palabra mágica.

En una película que vi empezada hace poco, uno de los personajes, una muchacha que no tendrá más de veinte años, es mordida por un zombi que ha estado en observación en una base militar en Nuevo México. Entonces ella se transforma en un muerto viviente, lo que significa que tras vomitar un líquido negro y morir, su corazón vuelve a palpitar y expresa con elocuencia tener demasiada hambre. Un hambre sin límites, dice otro de los personajes. En la película le preguntan qué se siente morir. Ella mira el atardecer y dice que es como recordar cosas que han pasado hace mucho tiempo. Recuerdo a mi madre que murió cuando nací, dice y se sujeta el estómago para agregar que tiene mucha hambre, y mira fijamente a la cámara, lo que significa que está clavando la mirada en el personaje principal, un joven, largo y flaco de cabello castaño, hijo de un oficial que trabaja en la base militar.

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En cuanto a la cantidad de cadáveres adjudicados a los sicarios narcos en Ciudad Juárez, contra las víctimas del virus proveniente de China, las autoridades no se han puesto de acuerdo.

Hace tres semanas, el 9 de mayo para ser exactos, me llamaron del diario para cubrir un asesinato en el fraccionamiento La Fuente. Recuerdo bien la fecha porque ese día mi prometida, Cecilia, cumplía años. Lo recuerdo bien porque Patricia, mi vecina de infancia, también. Le pedí al fotógrafo Adrián Morena que me acompañara a la escena del crimen.

Eran las siete de la noche. El cuerpo pertenecía a un joven en sus veintes que se dedicaba a la distribución de anfetaminas. Ahora que veo la ciudad en llamas desde este pequeño búnker en Samalayuca, invoco los días que yo mismo esnifaba coca. Dos veces estuve a punto de morir. Después de lo que está sucediendo a mi alrededor me pregunto si yo no seré uno de esos cuasi humanos que también se le detuvo el corazón para luego comenzar a bombear con furia una sangre ya infecta. En estricto orden también soy un muerto viviente. Estuve declarado muerto médicamente tres minutos la primera vez que tuve una sobredosis, y dos minutos con quince segundos la segunda.

Desde aquí, con un agua mineral en la mano, veo el sol tostar la piel de un zombi herrando por el desierto. En cuanto lo distingo, escucho un trueno y al zombi lo veo caer. Hasta entonces me percato de que García Ponce está a pocos metros de mí, con un rifle de largo alcance descansando en su hombro. Listo, es lo único que escucho salir de su boca para darme la espalda y avanzar hasta la otra orilla del búnker.

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García Ponce fue quien me rescató de la emboscada que sufrimos Morena y yo frente al mercado Juárez.

Y aquí es donde todo se vuelve complicado, como si estuviera viendo esa película donde la mujer enferma explica a su novio qué se siente estar infectado de algo tan desconocido e irracional.

Después de fotografiar al joven asesinado, Morena me miró a los ojos y dijo algo como pinches putos. —¿Quiénes?—, le pregunté y Morena no dijo más, sólo oprimió el obturador de su cámara un par de veces, como si tomar fotografías fuera su manera de comunicarse. Morena medía casi dos metros de alto. Era de hombros anchos y había aprendido a manejar la cámara fotográfica en la universidad. Sus palabras preferidas eran pinche y mamar. No mames, pinche Luis, me decía cuando lo asignaban a la nota roja y tenía que ir conmigo o con Raúl Velázquez a las escenas de los crímenes, luego a Raúl lo encontramos embutido en un tambo de cemento con el cuello rebanado.

—Pinche mamón, ese puto sí está pasado de vergas— me dijo Morena ya de regreso en la oficina, refiriéndose al joven muerto.

—¿Te parece?—, le pregunté.

—ta cabrón, pinches putos— dijo y se dejó caer en la silla frente al jefe de redacción.

—Al parecer no podrán quejarse por falta de trabajo— nos dijo el jefe, y nos tendió una servilleta doblada por la mitad. —Me acaban de hablar de Infonavit Aeropuerto, hay tres muertos más.

—Chingado, no mames— dijo Morena y yo miré el reloj, eran casi las diez de la noche.

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Entonces nos subimos a mi auto y tomamos la Panamericana hasta llegar a Infonavit Aeropuerto. Los cuerpos habían sido descubiertos por un par de niños que se metieron a jugar en el campo de futbol de la primaria Óscar Flores. Un par de niños asustados que sus padres no querían que hablaran con nadie.

El velador de la escuela, un hombre acercándose a los cincuenta años, nos dejó pasar. —Es allá, dijo al mismo tiempo que señalaba la oscuridad al fondo.

—No mames— murmuró Morena.

—¿Tienes miedo?— le pregunté.

—No seas mamón— arguyó de inmediato y sin decir más emprendió el camino.

La noche estaba cerrada. No había luna que al menos diera un poco de luz, los arbotantes parpadeaban y cuando alguno alcanzaba a encenderse la iluminación era débil y fría, podía distinguir los acordes fantasmagóricos provenientes de muy lejos de una canción de Leonardo Favio, revuelta con la prisa de los autos y los esporádicos rugidos de sus escapes. En ese momento no lo pensé, pero ahora me imagino que la película de zombis que vi tal vez hubiera empezado igual, pero en lugar de Leonardo Favio, hubiera estado sonando alguna canción country, o un rock setentero.

—¿Estás bien?— le grité a Morena que iba unos cien metros más delante.

—Esta es una pinche mamada, Luis— me contestó pero no desaceleró el paso.

Franqueamos los primeros salones, luego hubo un pequeño escampado donde se localizaba la cancha de básquetbol, y así llegamos a la segunda hilera de salones, al fondo, a unos doscientos metros de nosotros, estaba el galerón que servía de talleres de mecánica y electricidad, al pie de la puerta pude notar las siluetas de los cuerpos que los niños habían descubierto.

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Al llegar, Morena comenzó a tomar fotografías. Cada flashazo iluminaba cosas que ya conocíamos muy bien. Cuerpos vaciados de entrañas, ojos hundidos y sin brillo, bocas secas y torcidas. La lluvia de flashes se detuvo y nos quedamos mirando la ciudad con los brazos en jarras y escuchando los ruidos de los camiones y las risas muy lejanas de chicas, la música ya no era de Leonardo Favio, era una cumbia y al retener la respiración adiviné que era de la Sonora Margarita.

—Esto está bien pinche raro— me dijo Morena y con un pie señaló uno de los cuerpos. Me acerqué y entendí lo que decía. No había sangre en las heridas, estaban limpias y secas, sólo en los jirones de ropa se apreciaba la sangre y en algunos puntos aún parecía estar fresca.

Vi mi reloj y pensé en Cecilia, le dije a Morena que me adelantaría a la puerta principal, porque la policía estaba por llegar. Comencé a caminar hacia la entrada.

Al pasar la cancha de básquetbol escuché un grito a mis espaldas, luego un quejido proveniente de Morena. Me detuve. Traté que mis ojos se ajustaran a la poca luz que había, se escuchó un nuevo grito, seguido de un par de gruñidos. Entonces corrí hacia mi compañero que estaba hincado sobre la tierra.

—¿Qué sucedió?

—Esos putos— me dijo Morena y señaló con una mano a donde deberían haber estado los tres cuerpos.

—¿Cómo que esos putos?

—Puta madre, pinche Luis, ¿qué no ves?— me dijo y seguí con la mirada adonde señalaba su mano. Los cuerpos habían desaparecido.

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—¡Se pinche levantaron y se pinche fueron!

—¿Cómo que se fueron?

—Así como lo oyes, pinche Luis.

—¿Sin vísceras, se levantaron y se fueron?

—Simón.

Y fue cuando vi que su brazo sangraba un poco.

—¿Qué te pasó?— le dije.

—Uno de esos putos me mordió—. Escuchamos que algo se movía y gruñía detrás del bodegón.

No nos esperamos a ver lo que podía suceder y corrimos hasta la puerta principal.

De aquí en adelante las cosas han sucedido muy rápido.

Esa noche, después de discutir con Morena sobre ir o no ir al hospital para revisar la herida en el brazo y dejarlo a regañadientes en su casa, fui a ver a Cecilia. Cené en su departamento un sándwich de jamón de pavo ahumado, me tomé una cerveza Guinness y le dije que me iría a dormir, pero no le conté de los cuerpos destrozados y desaparecidos frente a nosotros. Ella me pidió que no me fuera, que tenía un mal presentimiento. —Todo el día estuve pensando en accidentes— me dijo. —Imaginé que a tu carro se le tronaba una llanta y te volcabas. Luego pensé que te levantaba un sicario mientras cubrías una nota—, hizo una pausa y agregó: —¿Quién sabe de dónde vinieron esos pensamientos?— yo no dije nada, tan solo me dediqué a beberme la cerveza y mirar la noche por la ventana de la cocina. Me despedí sin saber que sería la última vez que la vería. Porque tras el primer ataque de los infectados, le llamé por teléfono y le pedí que empacara una maleta con lo necesario y se fuera a El Paso. Desde entonces he tratado de comunicarme por celular con ella sin ninguna suerte. Hay veces que pienso que hubiera sido mejor haberla traído conmigo a Samalayuca. Ella fue de las últimas personas que pudieron cruzar la frontera antes de que quedara clausurada.

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Cinco horas después de la mordida que había sufrido Morena, mi celular sonó. Era él. Me pidió que fuera a su casa de inmediato. —Tienes que venir a ver esto, pinche Luis— me dijo y colgó. Eso fue suficiente para que me levantara y en menos de diez minutos estuviera en su casa.

—Mira— me dijo y extendió el brazo. La mordida estaba limpia, no parecía infectada, no había inflamación de ningún tipo.

—¿Qué quieres hacer?— le pregunté y él me alargó la cámara. Tómame una foto, me dijo. Estaba sentado a la barra de su casa donde desayunaba todos los días. Vi algunos paquetes de carne vacíos, regados en la cocina, pero no vi ningún sartén usado. Morena, estaba un poco pálido.

—Toda la noche tuve fiebre— me dijo.

—¿Qué sientes ahora?

—Hambre—. Y después de pensárselo un minuto agregó que pensaba en un niño. —Él fue el primero— dijo, y me contó que había soñado con ese niño sumergido en las aguas de una presa cuando algo lo mordió y quedó infectado.

—¿A qué niño te refieres, qué presa?—, le dije y entonces, sin querer, tomé la foto que me pedía.

—No sé nada. Sólo sé que tenemos que encontrar a Saldaña.

Saldaña era uno de nuestros informantes y vivía cerca del mercado Juárez.

—¿Por qué?

—No sé, es un presentimiento—. Se pasó la mano por el rostro.

Rumbo al centro, le volví a preguntar por Saldaña.

—Él nos explicará—, me dijo y miró por la ventanilla del auto. —Estamos todos conectados, Luis. Él y yo somos parte del mismo enjambre.

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Entonces le volví a preguntar qué sentía y me murmuró que las puntas de sus dedos tenían hambre.

—¿Qué recuerdas de la mordida?— le pregunté.

Él apretó los labios y ya no dijo nada.

Las calles a nuestro paso eran las mismas de siempre. La misma gente esperaba el mismo camión de todos los días. La gente conducía sus autos y hablaba por celular igual que ayer.

Saldaña fue fácil de encontrar. Miraba el cielo en una de las esquinas del mercado Juárez. Cuando avanzábamos hacia él, Morena me volvió a poner la cámara en las manos. Me pidió que la sostuviera.

—¿Qué pasó, Saldaña?— le dijo Morena y los dos se miraron y en esa mirada hubo más que un reconocimiento, era como si estuvieran sosteniendo una conversación.

—Ayer también soñé con ese niño—, le reveló Saldaña de pronto.

Yo no sabía qué hacer. Morena dio un paso al frente y Saldaña dio un paso hacia atrás y repitió aquello del enjambre.

Por primera vez me dio miedo lo que presenciaba. Algo no iba bien. El ambiente se enrareció. Las calles me parecieron vacías. Por instinto miré hacia la derecha y un tropel de mujeres venía a nuestro encuentro. Fueron segundos los que pasaron, como vagones de un tren a toda velocidad, fue en un momento que Saldaña quiso morder mi brazo, un momento en que yo salté hacia atrás, y vi que su brazo derecho estaba lleno de mordidas, limpias y sin ninguna señal de inflamación, fue tan solo un momento en que Morena lo sujetó para hincar su hambre en él, y yo tomar la foto que he cargado en mi cartera desde entonces.

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Las mujeres que se iban acercando eran una pesadilla, unas tenían la ropa destrozada, otras iban desnudas, unas más corrían hacia mí sin brazos o con tan solo uno, haciendo aspavientos. Mujeres de todas las edades, niñas y ancianas y adolescentes, niñas desnudas o con uniformes llenos de tierra.

Y ya cuando me veía parte de esa afluencia mortal, apareció García Ponce en un Nissan negro y pidió que subiera de inmediato. Atrás quedó mi amigo, rodeado por algo que no concebía.

Luego la frontera fue cerrada.

Ciudad Juárez comenzó a incendiarse hace cuatro días. Las llamas a más de cien kilómetros de distancia nos despertaron. Nadie de los que vivimos en el búnker sabe cómo sucedió. Hay teorías que incluyen locos o fanáticos que suponen el fin del mundo. Tal vez todo acabe como en la película, donde al final la mujer zombi camina hacia una hoguera que ella misma provocó para terminar calcinada. Entre los que sobrevivimos aquí, está la mujer de un paciente contagiado por un trasplante de corazón que al parecer venía de China. También conozco a Manuel, un doctor en letras; Susana, una enfermera y Héctor, un detective privado, y cada vez somos más. Justamente el día que comenzó el gran incendio, en una de las habitaciones del fondo encontré a una jovencita de quince años llamada Laura. Su rostro me pareció familiar y mi sospecha fue confirmada en cuanto me mostró la fotografía, era la hija de mi amiga Patricia. Tuve que tomar asiento. Con serenidad le dije que yo la había conocido y que la última vez nos habíamos visto en una fiesta cerca de la facultad de Humanidades. Ella se encogió de hombros para luego retirase al comedor. Después de aquella fiesta Patricia ya no quiso verme más. Luego me enteré del embarazo y de su casorio apresurado. Se rumoraba que el bebé no era del marido. Traté de comunicarme con ella en tantas ocasiones sin ninguna suerte y al final le perdí la pista.

De vez en cuando los zombis llegan hasta acá, pero García Ponce es muy eficiente con el rifle. Un día le pregunté si sabía quién era Juan García Ponce. —Claro que sé quien es— me dijo, —soy yo— completó sonriendo y sujetando el rifle por el cañón. Procuro a Laura, durante el atardecer trepamos al techo del búnker y hablamos de su familia y de Cecilia, y le cuento que su madre y yo íbamos la cine cuando éramos adolescentes. —Éramos muy unidos— le digo y guardamos silencio para contemplar el fuego en la distancia. Laura tiene los ojos de su abuela.

De vez en vez marco al celular de Cecilia sin tener respuesta, tal vez esté en un búnker bajo tierra, donde la señal de los celulares es débil. No sé, tal vez.

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