Volver a comer del árbol de la ciencia

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especial de ficción 2016

Volver a comer del árbol de la ciencia

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina. Republicamos este texto en el marco de Bogotá 39, el listado con los mejores escritores jóvenes de Latinoamérica.

Ilustraciones por Simón Zarama.

Después de enviar este cable, el señor Bradshaw sale de la oficina de correos y se sube rápidamente al carro por una de las puertas que Pacho, su chofer, le abre con una leve inclinación de cabeza. A las pocas cuadras, el motor nuevo del Ford Modelo A corcovea, tose y se para. Pacho trata de arrancarlo, lo chancletea como él sabe, pero nada. Bradshaw, que acaba de pasar tres horas discutiendo con el general Cortés Vargas, hace todo lo posible por ocultar su irritación. Lo que faltaba, se atreve a protestar para sus adentros. Bradshaw ha sido educado para no mostrar sus sentimientos en público, mucho menos delante de esta gente. Siempre consigue parecer sereno y rígido, como en un estado de beatitud.

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Mientras Pacho abre el capó para revisar el motor, Bradshaw, envuelto en una espesa voluta de calor, se afloja la corbata, se desabrocha los primeros botones y piensa en las cifras que ha estado discutiendo con el general Cortés Vargas. ¿Nueve? ¿Quinientos? ¿Tres mil? El número es importante, piensa, pero el calor diluye la aritmética en un rancio sopor de inmoralidad que Bradshaw trata de espantar con una mano indolente. El cónsul francés ya dijo que su estimación oficial era de cien. Además Bradshaw sabe que Cortés Vargas nunca dice la verdad. Los delegados de la compañía hablan de más de mil muertos depositados en los vagones del tren y arrojados al mar. Habrá que indagar más y mejor, aunque lo mejor será alimentar rumores para que la confusión impida esclarecer el asunto.

En la calle, a pesar de lo sucedido en las últimas semanas, cunde un aire de fiesta. Todo el mundo se prepara para celebrar la Navidad. De las seis cantinas que hay en la cuadra sale un revoltijo de ruidos, una jalea viva y oscura, sin forma, a lomos de un ejército de serpientes de cascabel. La música del infierno, piensa Bradshaw, Dios nos proteja.

Como el chofer sigue sin dar con la causa de la avería, Bradshaw, cansado de esperar, se quita el saco de mezclilla y se baja del carro para echarle un vistazo al motor. Mientras se arremanga la camisa, algo en el espacio demanda su atención, un movimiento que altera la superficie del tiempo. En el interior cochambroso de una cantina ve dos cuerpos que bailan al son de esa música demoníaca, una cosa que quizás en otro momento le habría parecido vulgar, indigna de sus ojos. How graceful, se descubre pensando Bradshaw, hipnotizado por la pareja de bailarines en la penumbra.

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***

El único fruto del amor es la banana, es la banana. El único fruto del amor es la banana del mio cuor.
"La banana", Chachachá de Ben et sa Tumba (1960).

En un pasaje de su breve y enigmático ensayo "Sobre el teatro de marionetas" (1810), Kleist introduce una anécdota, casi una parábola, acerca de cierto joven cuyo encanto natural era alabado por todos. Un día, sin embargo, hallándose en un balneario, el joven apoya el pie en un banco para secárselo y al contemplar su propia figura en un enorme espejo, toma conciencia de su parecido con la pose de una estatua muy de moda en la época. El joven sonríe y busca la complicidad del narrador, quien, a pesar de haberse percatado del parecido en el mismo instante, se niega a reconocerlo. El joven insiste y trata de repetir la pose una, dos, diez veces, pero la similitud con la estatua se desvanece en cada intento hasta rozar el ridículo. "Desde aquel día, desde ese mismo instante, un cambio inexplicable tuvo lugar en este joven", escribe Kleist. "Empezó a posar frente al espejo todo el día y sus virtudes, una tras otra, lo abandonaron. Un poder invisible, inexplicable, como una red de acero, parecía haber capturado la espontaneidad de su talante y al cabo de un año no quedaba ni rastro del encanto que tanto había deleitado a quienes lo conocían".

En el ensayo, esta parábola ilustra un fenómeno según el cual "la conciencia provoca desórdenes en la armonía natural de los hombres", que es precisamente lo que el interlocutor del narrador, un aclamado bailarín, viene explicando en su elogio de las marionetas. Para él, en lo que al movimiento se refiere, las marionetas son superiores a los humanos pues no tienen alma que interfiera en la inercia natural con la que los miembros mecánicos obedecen a la sencilla geometría rectilínea que se traza desde el centro de gravedad del cuerpo del muñeco. La conciencia, sugiere el bailarín del ensayo, se interpone en esa geometría divina, se sube al pescuezo, entorpece las caderas, hace pesados los miembros. Y para sustentar su teoría, añade otra parábola acerca de un oso entrenado para detener cualquier golpe o estocada de esgrima. "Traté de hacerlo bajar la guardia con fintas", declara, "pero el oso ni se inmutaba (…) No solo era capaz de desviar todas mis estocadas como un campeón mundial de esgrima, sino que todos los amagues —y esto ningún esgrimista habría podido replicarlo— eran ignorados por el oso. Ahí estaba, mirándome a los ojos, como si pudiera ver dentro de mi propia alma, la garra lista para el combate y cada vez que yo amagaba con embestir, el animal sencillamente no se movía".

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La marioneta y el oso, carentes de conciencia, poseen por ello mismo el don de la gracia.

Todas estas consideraciones, curiosamente, aparecen recortadas contra un fondo teológico, pues el bailarín declara que fue en el Jardín del Edén, al comer del árbol del conocimiento, donde perdimos esa gracia de los animales y los seres inanimados.

Sin duda todos hemos experimentado alguna vez esa profunda impresión que genera el movimiento cuando no aparece como efecto de una voluntad, de una conciencia. ¿Quién no se ha estremecido al ver la cola recién segmentada de una lagartija agitándose por sí sola? ¿Y los aguijones de las abejas, que pueden permanecer bombeando veneno minutos después de que se han desprendido del resto del cuerpo? A veces basta observar lo que sucede con los cuerpos en algunas discotecas para comprobar hasta qué punto, siguiendo de cerca a Kleist, el movimiento de algunos cuerpos tal vez demasiado gordos, nada atléticos, nada gráciles, resulta tanto más deslumbrante cuando se activan con el ritmo.

En 1940, un grupo de científicos soviéticos dirigidos por el profesor Sergei Briujonenko se propuso demostrar que era posible revivir organismos clínicamente muertos. En un ominoso corto cinematográfico [1] utilizado para exhibir los resultados de sus investigaciones se ve cómo reaniman la cabeza cortada de un perro, mediante un rudimentario sistema hidráulico que restablece la circulación de la sangre. Poco a poco los ojos empiezan a abrirse y se le practican distintas pruebas de sensibilidad lumínica, auditiva y nerviosa. La cabeza responde como si no estuviera separada del cuerpo. Incluso mueve las orejas.

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La sensación que producen estas imágenes dignas de una pesadilla de Lovecraft es terrorífica pero también milagrosa. Lo muerto que vuelve a la vida. Lo inerte que, contra todo pronóstico, es capaz de reanimarse, moverse por su cuenta. Dándole la vuelta a Rilke, podemos decir que aquí lo bello no es el comienzo de lo terrible, sino un mero accidente posterior a la crueldad desencadenada por el procedimiento científico. Un subproducto del horror controlado.

Al final del ensayo de Kleist, el bailarín hace una analogía entre la óptica y la geometría para acabar, milagrosamente, en la escatología teológica. Según él, la gracia solo regresa después de que el conocimiento alcanza la infinitud, "como la intersección de dos líneas a un lado de un punto que, tras pasar por el infinito, se presenta de nuevo súbitamente al otro lado"; o como la imagen de un espejo cóncavo que se pierde en el infinito para volver a aparecer de repente ante el observador. Estas analogías en las que se dibuja la necesidad de cumplir con el gran ciclo de la creación llevan a Kleist a formular una última pregunta: "¿Habrá que volver a comer del árbol del conocimiento para caer de nuevo en el estado de inocencia?". La respuesta del bailarín no es menos estremecedora: "Así es", dice, "ese es el último capítulo de la historia del mundo".

Según algunos comentaristas del Corán, y en particular del verso veintinueve de la sura Al-Waqia, que se traduce habitualmente como "El Acontecimiento", quienes se encuentren a la diestra de Alá en el Paraíso, además de disfrutar de toda clase de placeres, atendidos permanentemente por jovencitos puros, tomando vinos que no emborrachan y manjares exquisitos en compañía de hermosas vírgenes, hallarán sosiego a la sombra de una platanera y con un suministro permanente de sus frutos [2]. Asimismo, una tradición apócrifa del Islam afirma que el fruto del árbol del bien y del mal que comieron los primeros hombres no era otro que el banano, pues solo las grandes hojas de esta planta les habrían servido para cubrirse después de cometer el Pecado Original. Se sabe también que la palabra árabe para referirse al banano era mawz, que provenía de un vocablo del persa antiguo ( mo ˉ z) y, más atrás, del sánscrito ( mocˇa). En la Edad Media la palabra pasaría al latín como musa para extenderse a varias lenguas vulgares de la cuenca mediterránea en los siglos siguientes [3].

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Mucho se ha especulado sobre el nombre científico Musa paradisiaca , asignado al plátano por Carlo Linneo en su portentosa obra taxonómica Species plantarum (1753). En una biografía reciente del naturalista sueco [4] se dice que Linneo fue la primera persona que pudo cultivar plátanos en Holanda, mientras se encontraba al servicio de un mercader hipocondriaco que había traído una planta de Surinam. Al parecer, Linneo encontró muchos usos médicos para el fruto del banano (curas para el mal de la próstata, para la tos, para las inflamaciones del globo ocular) y observó además que si se practica un corte transversal en la pulpa, aparece una pequeña figura similar a un crucifijo.

Lo cierto es que Linneo era un hombre religioso, muy creyente y devoto que, además de dedicar su vida a las ciencias, tuvo tiempo de redactar una especie de compendio de parábolas moralizantes. La obra, titulada Némesis divina, "es un libro sombrío y poderoso", resume Claudio Magris, "en el que el genio del sistema construye una torva y perfecta economía de la existencia. Recogiendo y volviendo a contar historias sacadas de la Biblia y los clásicos, de la vida de la corte de Suecia, el ambiente académico sueco o las crónicas locales de sucesos, Linneo quiso demostrarle a su hijo, igual que se demuestra un teorema, que al mal cometido le sigue indefectiblemente un castigo" [5]. Linneo creía que había un sistema causal en el ámbito moral que era fiel reflejo de la cadena de causas y efectos que gobernaba las leyes naturales. Por tanto, para él no había calamidad que no tuviera su origen en un pecado previo. Según ese esquema, cada quien se merecería lo que le ha caído en suerte, pues Dios no puede haber creado un mundo injusto.

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Con estos antecedentes es muy improbable que la nominación de Musa Paradisiaca por parte de Linneo haya sido ingenua o casual, sin ningún vínculo con el arabismo musa y con la doctrina apócrifa que identifica el banano con la fruta del Jardín del Edén. Linneo no dejaba nada al azar o al capricho. Ya en su Systema Naturae (1735) había incluido un guiño enigmático al nombrar a otra especie singular. En el espacio que tendría que haber dedicado a la descripción del hombre, escribió simplemente: Nosce te ipsum. Conócete a ti mismo.

***

Cada quien tiene lo que se merece, piensa el señor Bradshaw mientras el Modelo A avanza a trompicones por la carretera que divide en dos el paisaje uniformado de platanares. Todos somos iguales ante Dios y es el trabajo lo que pone a unos en una situación ventajosa respecto a otros. Quien se niega a trabajar es artífice de su propia desgracia, piensa en momentos en que el carro baja la velocidad. En sentido contrario viene un camión del ejército que resulta estar cargado de alborotadores de la huelga, hombres, mujeres y niños desarrapados, algunos con la cara inflamada por los culatazos. El soldado que viene manejando se detiene a saludar, pero el intercambio de frases es torpe y breve porque el señor Bradshaw está ansioso por llegar al campo. Antes de iniciar los preparativos para la fiesta de Navidad que se celebrará esa noche, debe reunirse con el ingeniero agrónomo.

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Cuando reanudan la marcha, Bradshaw trata de apartar las imágenes del camión y vuelve mentalmente al trabajo. Hay cierta preocupación por el cabildeo de los competidores en el congreso. La solución, ha insistido muchas veces el señor Bradshaw, pasa por la publicidad. Anuncios más bonitos, que cautiven a la gente. La gente tiene que enamorarse de las bananas, piensa, dándole rienda suelta al desfile de ocurrencias. Menos palabras y más imágenes. Anuncios a todo color que hagan que los niños babeen con solo mirarlos.

El viento que entra por la ventanilla no basta para mitigar el calor pegajoso y el señor Bradshaw no puede evitar cerrar los ojos para entregarse a sus imaginaciones. Anuncios a todo color, masculla a medida que se va hundiendo en el sueño. Y sueña. Sueña que camina junto al ingeniero agrónomo por un platanar. Sueña que examinan un extraño racimo. Esto no lo había visto nunca, dice el ingeniero. Sueña que miran con detenimiento el racimo, que no es un racimo. Es un bulto hecho de miembros humanos, brazos, piernas unidas artificialmente, una cosa que pende como una marioneta sin vida.

***

Una antigua teoría médica que puede remontarse al menos hasta Dioscórides (c.40-c.90), y que aparece descrita en su Materia Médica, sostiene que cada planta es capaz de curar aquellos órganos del cuerpo con los que guarda alguna semejanza morfológica. Es lo que en la Edad Media y el Renacimiento se conocía con el nombre de Doctrina de las Firmas o Doctrina de las Signaturas. Al crear el mundo Dios dejó inscrita en todas las formas naturales una señal, una firma que permitiría a los hombres reconocer los usos médicos de cada planta, animal o mineral: aquella enredadera cuyos frutos se asemejan al bazo, esa hoja que asume la forma del hígado, los bulbos gemelos de esa orquídea que cuelgan como un saco escrotal (orquídea, del griego orchis, que quiere decir testículos). Más allá de la curiosidad médica, lo cierto es que tendemos a buscar una correspondencia entre nuestro cuerpo y el mundo natural, en especial con las plantas y los frutos. La poesía de todos los tiempos abunda en ejemplos en los que el elogio del objeto amado o el escarnio de los enemigos pasa por encontrar la semejanza adecuada con un animal o con una hortaliza. Separados como estamos de la naturaleza desde que comimos del árbol del conocimiento, diluida la gracia divina en la aparición de la conciencia, buscamos zanjar la brecha a través de la metonimia con el reino vegetal. La manzana y el corazón, las ramas retorcidas y las articulaciones, el higo cortado a la mitad y la vulva, las raíces y los nervios. Sabemos que este arte de la imitación puede alcanzar un elevado nivel de perfección. Pero ¿qué sucede cuando la semejanza se insinúa más allá de la simple correspondencia morfológica? Esto es lo que parece ocurrir cuando nos enfrentamos a los plátanos. El parecido del fruto con el pene o con los dedos de una mano es evidente, por supuesto. De hecho, algunas etimologías señalan que la palabra banana provendría de un vocablo árabe que significa precisamente dedo o falange. Pero quien ha tenido ocasión de pararse delante de uno de esos voluminosos y pesados racimos de plátano que cuelgan de la planta sabrá a qué me refiero. Aquí el reconocimiento no se da tanto por la morfología como por la presencia imponente de aquella criatura que, a pesar de su monstruosidad, a pesar del capricho de sus floraciones, antenas y capullos, a pesar de la profusión de "dedos", exige ser percibida como un igual. La figura exagerada del plátano hace pensar en una cosa vagamente humanoide cuyos órganos internos, tras un repentino acto de violencia, hubieran quedado expuestos, vueltos del revés. Al mismo tiempo el racimo de racimos, la mano de cien manos está ahí a la manera de un bulto capaz de dormir, capaz de esperar como una persona. ¿Y qué es lo que espera esa criatura? Nuestra intuición metonímica de reconocer el plátano como un otro radica tal vez en ese reposo dramático, en la ausencia total de movimiento, en su incapacidad para evocar cualquier atisbo de gracia y, por ello mismo, en la sugerencia implícita de que, tal vez, una rara forma de conciencia podría estar incubándose allí. Como si, al comer del árbol prohibido, no solo nosotros sino el propio fruto hubiera captado la ciencia del bien y del mal. El hecho de que en esta planta la producción de frutos esté totalmente desligada de las funciones reproductivas, haría surgir una conjetura donde se funden la fantasía teológica y la ciencia ficción, esto es, que el racimo, al igual que nosotros, no tiene en principio ninguna obligación natural y por tanto puede dedicarse a una existencia reflexiva y ociosa, posterior a la expulsión del Paraíso, posterior a la Caída.

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En últimas, ¿con qué sueñan los racimos de la Musa Paradisiaca? Al verlos dispuestos en hileras de diez o veinte, colgados uno junto al otro casi como en formación militar, con su uniforme verde, en medio de la penumbra, los enormes racimos parecen hablar entre ellos en voz muy baja. Se susurran secretos mientras flotan por encima de las imágenes de una pesadilla. Son como esos soldaditos de La casa grande, la novela de Álvaro Cepeda Samudio que se desarrolla en torno a la matanza de las bananeras, bultos sin nombre que hablan en la oscuridad de los cuarteles donde se prepara la tragedia:

Viste que nadie se asomó cuando pasamos. Ni siquiera los pelaos.
Es que ya saben para qué estamos aquí: ya nos tienen rabia.
Por qué nos van a tener rabia: no es culpa de uno.
Quién sabe.
Es culpa de los huelguistas.
De los huelguistas no: de la Compañía.
Bueno, pero de nosotros no es.
Quién sabe.
¿Viste la casa de al lado? Es grande, da hasta la otra calle: por ahí nos podemos volar esta noche. Y está toda cerrada; ¿tú crees que hay gente?
Sí hay.
No importa: el patio da con el patio del cuartel y la paredilla es bajita; por ahí nos podemos volar.
Yo no, no tengo ganas.
Yo sí, yo me vuelo esta noche.

***

El chofer se ve obligado a despertar al señor Bradshaw cuando llegan a las instalaciones de la Compañía. Incluso tiene que sacudirlo un poco para que abra los ojos. Gracias, Pacho, dice el gerente, tratando de recuperar la compostura.

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Al entrar a su oficina Bradshaw se encuentra con el ingeniero agrónomo, que lleva un buen rato esperándolo. Lo siento, tuvimos un problema mecánico, se disculpa y le ofrece un habano al ingeniero, que lo rechaza con cortesía. Nunca se han caído bien pero ambos saben simular maneras caballerosas. Bradshaw no lo diría en voz alta, pero en el fondo opina que la rentabilidad a futuro no está en el desarrollo de mejores especies de banano, sino en la publicidad, en anuncios más grandes y más bonitos. El ingeniero, por su parte, ve a Bradshaw como un burócrata sin talento, alguien que solo sabe medrar y decir lo que los jefes quieren oír, aunque reconoce en él cierta ambición, cierta astucia.

Me gustaría que pudiéramos revisar estos asuntos del modo más eficiente, dice Bradshaw. Como sabe, estas semanas han sido difíciles. El ingeniero se muestra de acuerdo. Yo tampoco quisiera hacerlo perder su valioso tiempo, dice. Además, hoy es Navidad.

Sin más rodeos, el ingeniero pasa a enseñarle a Bradshaw los resultados obtenidos con las nuevas cepas. Cifras, gráficos, análisis de laboratorio. Como puede ver, estamos avanzando muy rápido. Dentro de poco tendremos bananos mucho más resistentes y con unas tasas muy elevadas de fructificación. Magnífico, magnífico, dice Bradshaw. Y como el ingeniero se da cuenta de que el gerente no está interesado en sus investigaciones, opta por la provocación directa. ¿No es maravilloso?, dice, socarrón. Bradshaw lo mira intrigado. ¿Qué cosa?, pregunta. Todo esto, prosigue el ingeniero, todo esto del plátano. Quiero decir, creemos que nos estamos aprovechando del plátano, lo explotamos al máximo, minimizamos costes de producción, nos deshacemos de cualquier riesgo, ni siquiera contratamos directamente a los empleados. Técnicamente, esta compañía no tiene un solo empleado local. Nos aprovechamos de todos los recursos disponibles. Pero ¿y si fuera al revés? ¿Me hago entender?

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Bradshaw enciende el habano que lleva chupando todo ese rato y se encoge de hombros, irritado por el parloteo del ingeniero, que no para:

Imaginemos por un segundo, por un solo segundo, que las cosas podrían ser totalmente al revés de lo que pensamos. Es decir, que no somos nosotros los que nos aprovechamos del plátano, sino que es el plátano el que nos tiene a todos esclavizados, trabajando para él, para su especie. Imaginemos por un segundo que toda esta estructura de la Compañía, todo este esfuerzo, toda esta gente que trabaja para nosotros, los barcos, las acciones, las inversiones, la publicidad, todo, todo, formara parte de un plan maestro del plátano para poner a los seres humanos a su servicio. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que lleva haciendo desde hace milenios? Usándonos para que lo sembremos, para lo que llevemos de un lado a otro, a lo largo de kilómetros y kilómetros, de una civilización a otra, por los siglos de los siglos. El plátano es como uno de esos negros holgazanes que no quiere trabajar. Y como no quiere trabajar nos obliga a nosotros a hacerlo por él. Habría que acabar con el maldito plátano antes de que este sistema se nos salga de las manos. Nadie quiere vivir para ser el esclavo de un negro perezoso, ¿no es así?

Bradshaw trata de no demostrar su molestia y suelta una bocanada espesa de humo gris por la boca. Creo que usted y yo nos merecemos un descanso por hoy, dice, conteniéndose al máximo, necesitamos una agradable cena de Navidad en compañía de nuestras familias. Lo de las últimas semanas nos ha enloquecido a todos un poco.

El ingeniero sonríe victorioso. Por supuesto, señor Bradshaw, a este paso íbamos a terminar en un manicomio, alimentados exclusivamente de bananas.

Después de un frío estrechón de manos, el ingeniero sale de la oficina y el gerente se queda fumando a solas, viendo cómo las volutas se retuercen en el aire caliente.

Ese ejercicio contemplativo hace que Bradshaw consiga poner la mente en blanco y recupere la calma. Dentro de unos días nadie se va a acordar de esto, piensa. Las cosas seguirán su curso natural y la Compañía estará a salvo. Que Dios nos dé paciencia.

* Lee los demás cuentos de nuestro Especial de Ficción 2016 aquí.

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[1] D.I. Yashin, Experiments in the Revival of Organisms. Disponible aquí.
[2] En las traducciones canónicas al español de este sura, sin embargo, no hay ni rastro del banano, solo azufaifos y liños de acacias. 
[3] Es interesante notar que en el inglés medio, hacia 1400, el término utilizado para llamar al banano era appel of paradis; es decir, fruto del paraíso. La palabra apple y sus versiones anteriores en inglés antiguo (appel, æppel) no se referían a la manzana sino simplemente a cualquier fruta de modo genérico.
[4] LANDELL, Nils-Erik, Doctor Carl Linnaeus, Physician, Londres, I.K. Foundation, 2008. 
[5] MAGRIS, Claudio, "Linneo y la divina Némesis", en Utopía y Desencanto, Barcelona, Anagrama, 2001.