Acompañamos a un rapero de bus en su viaje por Bogotá

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Música

Acompañamos a un rapero de bus en su viaje por Bogotá

La calle es una selva de cemento donde, a punta de rimas, muchos se la juegan por el rebusque. Esta es una de esas historias.

"A pesar que estudié, en los buses me subo a rapear
y no es por alardear, sino por necesidad,
si tuviera un buen empleo dejaría de fastidiar"

*Todo Copas -"Experiencias"

Quizás fue esa una de las pocas veces que no sentí el impulso de guardar mi celular ante la presencia y el saludo de un personaje que, armado con su parlante en la mano derecha, se preparaba para darle las buenas tardes a un público difícil. "¿Cómo estamos mi gente, bien o excelente?", preguntó. "Excelente porque tenemos salud y libertad", se respondió a sí mismo, ante el silencio característico de la gente. Aparentemente su presencia generaba más fastidio que emoción.

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Esta vez el personaje que estaba siendo ignorado ante los ojos de su audiencia se llama Vlady. Spoon, el fotógrafo de esta nota y yo lo veníamos acompañando durante el día mientras botaba rimas en Transmilenio desde el portal del Tunal hasta el Centro de la ciudad por toda la troncal de la Caracas. Estaba difícil. No era el primero ni el último en pararse en frente a ofrecer algo; a relatar una conmovedora y dolorosa historia de desplazamiento o de algún familiar en el hospital, a vender dulces, sudokus o sopas de letras. Con un parlante azul marca Nanotec apenas un poco más grande que la palma de su mano, una memoria USB recién cargada con pistas de hip hop y un poco de "rap conciencia" para repartir, buscaba ganar algo entre la competencia del rebusque.

Ese día lo seguí con la mirada atento. No le subí el volúmen a la música de mis audífonos, ni detallé la troncal de la Caracas por la ventana. Lo escuché y analicé la manera como capturaba en su canción la rutina de alguien que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar. Gritaba su rima en el vagón trasero de aquella ruta B13. Enérgico, trataba de llamar la atención de sus espectadores. Entre las estaciones Restrepo y Tercer Milenio, este tipo de trenzas largas, camiseta verde y jean azul que había conocido horas antes, se transformaba con su voz visceral en un efímero cronista.

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Vlady vive en una casa ubicada en las montañas que encierran la localidad de Ciudad Bolívar al suroccidente de Bogotá en un barrio, según me cuenta, asediado por bandas criminales, paramilitares y guerrilleros en búsqueda de personas. Incluso recuerda la vez que un paramilitar le ofreció dos millones de pesos para que le tirara una bomba a unos niños que le habían robado una bolsa de leche. No fue capaz ni le interesó la propuesta desde el principio. El 21 de marzo del 2017, Blu Radio registró una denuncia impuesta por David Flórez, integrante de Marcha Patriótica, en la cual se señalaba que en esta localidad se han quemado varias sedes comunitarias sociales haciendo referencia a actos de grupos al margen de la ley. Según Flórez, "el paramilitarismo está haciendo una vasta presencia en la capital del país en el alto comercio y zonas empobrecidas del país".

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Vlady recorre su barrio con precaución. Carga una navaja, no precisamente para robar, me dice, sino para "cuidarse de las deudas que tiene pendientes". Hay gente que le echa el ojo mientras camina con nosotros: sabe que se tiene que mover. En un artículo publicado por el diario El Tiempo en enero del 2017, se afirma que al finalizar el 2016 se registraron en esta localidad un total de 244 asesinatos. Vlady me comenta que no está seguro de sus enemigos ni siquiera frente al CAI de Policía.

Ese 9 de junio Vlady estaba de cumpleaños. En ese momento vestía una camisa rosada, jean oscuro y zapatos grises. Luego se cambiaría. Lo acompañaba una chica de piel morena, ojos chiquitos y una de esas sonrisas estáticas que brotan después de que los plones de marihuana ingresen al cuerpo. Vlady se le había llevado la guitarra a aquella chica hace unos meses en el centro de Bogotá y cada que se la cruzaba en la calle por casualidad le pesaba la conciencia. No era un robo, era más bien una travesura. Luego me explicaría que se le había cogido porque "quería volver a ver esa sonrisita".

Todo un romántico. O un ladrón romántico. En el día de su natalicio la había citado para devolvérsela y quitarse ese peso de la cabeza. Y para volverla a ver, claro.

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Vlady siempre ha sido intermitente. Estuvo un tiempo en rehabilitación donde un cura lo recogió, terminó el bachillerato y aprendió locución, ornamentación y a hacer bicicletas. Hizo también cursos de caligrafía, animación, audiovisuales, pintura, escultura, artes, electrónica y hasta after FX, pero nunca lo ha puesto en práctica. *** Para Vlady el problema con cantar en los buses hoy en día es que desde que llegaron los parlantes chinos y los MP3 todo el mundo quiere rapear y subirse a los buses. "Ahí es donde se empieza a dañar el trabajo para los verdaderos artistas, porque antes eran pocos los que lo hacían", manifiesta. "Yo recuerdo que estaba el Motas, un muy buen artista de Suba; estaba Smith de Todo Copas y Engendros del Pantano. Hampa Subterráneo, El Sombra…entre otros. Ahora toca trabajar las ocho horas para hacerse lo que se hacía hace dos o tres años en dos horas". Agrega que "el bus es más chimba que el 'transmi' porque hay que saltar la registradora, pedirle disculpas al conductor y saludar. Además la gente da más plata".

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Por su tono pareciera expresar que estar en Transmilenio es una pérdida de tiempo. A los buses del SITP no se atreve a subirse.

Durante la tarde nos encontramos con dos adolescentes integrantes de una banda de gypsy jazz que también tocaba en los articulados. Ellos aseguraron que un buen día de quincena se podían hacer hasta 100 mil pesos en cinco horas y 150 mil en ocho, mientras que un día normal entre 5:00 p.m. y 8:00 p.m. se pueden ganar 40 mil pesos. Y ese es otro problema para Vlady, su competencia ahora no es solo con otros raperos, pues tiene que repartirse el espacio con el del arpa llanera, con el de la guitarra que toca rock en español y baladas americanas, con el de la quena que toca temas indígenas, con el desplazado por la violencia, con el del familiar convaleciente, con el vendedor de chicles, chocolatinas importadas, toda clase de gomas, esferos, maní, galletas y todo tipo de antojos. Según Vlady, estos últimos se pueden hacer entre 20 y 30 mil pesos diarios y otros más persistentes llegan a completar hasta 120 mil pesos en toda una jornada.

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Caminando entre las calles empinadas de Ciudad Bolívar, Vlady me cuenta que siempre le dio miedo cantar en los buses, que cuando se inició, a eso de los 14 años, se montaba a vender inciensos, repartiéndose las ganancias 50/50 con la mujer que lo había metido al negocio. Luego cambió de sociedad y, aprovechando su fluidez en el beatbox, sus colegas lo cogían de grabadora para improvisar a lo largo de la Caracas, en esos buses cebolleros que inundaban el paisaje antes de existir Transmilenio. Me dice, un poco emputado, que un buen día se cansó de ser utilizado y lo empezó a hacer por su cuenta, usando sus puños y su boca para improvisar bases de bombo y caja, scratches al estilo Grandmaster Flash y botar rimas de sus vivencias.

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Luego de eso reemplazó su beatbox con el boombox, aquellas caseteras grises enormes que generalmente uno veía en las series ochenteras y en los videos de hip hop del bronx neoyorkino en las manos de unos tipos de afros frondosos. Aquel boombox marca Silvano y los casetes con pistas de Dr. Dre que a falta de Internet tenía que comprar en La Casa del Karaoke, un sitio en el centro de Bogotá donde vendían pistas de cualquier género, se convirtieron en su herramienta de trabajo. Esto le generaba un gasto de 7.000 pesos, lo que costaba un paquete de catorce pilas que a duras penas alcanzaba para un día de labores. Para ahorrar plata en pilas nuevas, rebobinaba manualmente el casete con un esfero y machacaba las pilas contra el piso para extender su duración. Después vino el discman, después el MP3 y el MP4, hasta paulatinamente llegar a los mini amplificadores y parlantes de hoy en día. En todo este proceso pasaron más de siete años en los que la principal fuente de ingresos de Vlady fue rapear en el transporte público.

Durante sus primeros años recuerda cómo en la primera Alcaldía de Enrique Peñalosa (1998-2000) era prohibido subirse a los buses en el tramo entre la calle 45 y la calle 72: "Eso lo controlaba la policía, ordenado por ese man de Peñalosa en su gobierno. Los manes lo cogían a uno y le daban 24 horas en la UPJ", me dice. Según un artículo de la revista Semana, publicado en los primeros 100 días de aquella primera alcaldía del burgomaestre, "gran parte del énfasis de su administración (estaba) puesto en el espacio público. Por eso entró como un buldózer y sus medidas para desalojar a los vendedores ambulantes terminaron en enfrentamientos con la policía". Y en todo este enredo estaba incluidos, según Vlady, los raperos que se subían a trabajar en los buses.

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Hoy en día, con el burgomaestre de vuelta y, según el Manual del Usuario de TransMilenio, prácticas como la de los vendedores ambulantes y los músicos no solo están prohibidas, sino que según el artículo 146 del nuevo Código Nacional de Policía "quien perturbe la tranquilidad de los demás en los medios de transporte público, mediante cualquier acto molesto, recibirá una multa por $99.000". Lo cual indica un rechazo y una política de cero tolerancia con estos actos tan cotidianos en los medios de transporte público. ***

Hace un año largo que Vlady no se sube a cantar en los buses. Se le ve nervioso. Antes de salir de su casa empacó varias mudas de ropa, supuestamente para que le hagamos fotos en diferentes locaciones. La verdad es que es jueves, llega el fin de semana y posiblemente se va a quedar por fuera algunos días. Abordamos un Alimentador que nos bajó de la montaña al Portal del Tunal. Son las cuatro de la tarde. Vlady nos mira desafiante y nos advierte que nos vamos a colar en Transmilenio. Yo finjo una sonrisa como si se tratara de una broma, él la nota y me dice "¡El pasaje cuesta dos lucas, ñero! Yo con eso me compro una pola, una bolsa de leche o una libra de arroz". Al entrar en el sistema salta el torniquete, una de las personas que trabaja en Transmilenio lo queda mirando, él responde con una sonrisa importaculista, le echa una picada de ojo y se sube al biarticulado.

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El acto aquí tiene su ciencia, sus reglas. Apenas se cierran las puertas y arranca el Transmilenio un personaje obeso se para en frente a vender galletas y maní, luego de pasar por todos los puestos se sienta de nuevo. Unos segundos después, un grupo folclórico andino se levanta a hacer lo suyo. El bus rojo no ha parado en una sola estación y ya dos actos se le adelantaron a Vlady. Me mira y me explica que cuando hay tanto vendedor, y el bus no ha parado, es mejor abortar para no fastidiar a la gente.

Nos bajamos a la siguiente parada, en la estación de la Calle 40 Sur.

En la estación, Vlady se saluda con una pareja de vendedores: se miran como en un duelo de vaqueros. Llega el nuevo bus, se abren las puertas y nos montamos. Ellos ganan y a Vlady le toca esperar su turno. Finalmente lo hace, saluda a su público, nervioso pero energético, canta su canción durante tres minutos, remata diciendo que no es un desplazado y que afortunadamente él y su familia gozan de buena salud, que él hace esto porque es un artista buscando apoyo. A la gente parece no importarle. Luego de pasar por los puestos nos bajamos en la siguiente parada. Ahí cuenta las monedas. Hay apenas 500 pesos y la tarde empieza a caer. La operación se repite: segundo bus, misma canción, misma introducción, una sola parada, 500 pesos.

Nos bajamos en la estación de la Calle 22 con Caracas. Con 1.000 pesos más en su bolsillo y con cara de quien no quiere la cosa, Vlady recuerda que hace años, cuando apenas empezaba a funcionar Transmilenio, se hacía entre 80 y 100 mil pesos entre 7:00 p.m. y 9:00 p.m. Una persona que se gana el salario mínimo hoy en día en el país se estaría ganando por jornada laboral alrededor de $24.600. Suena injusto para unos y muy buen plan para otros. Vlady sigue su reflexión aparte: "la noche es la mejor hora porque la gente ya va para la casa, están cansados y tienen las monedas que le sobraron del día, entonces ya no les duele tanto darlas".

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Vlady siempre ha sido intermitente.

Nunca le ha gustado trabajar en los buses, pero a veces lo hace porque toca. Cuando no está rapeando frente a un público que lo ignora de frente, se dedica a vender mercancía, o como dice él "prácticamente se trabaja lo que es la estafa, el iPhone chino, la mercancía coreana…". Lo que se ganaba en un día trabajando en los buses le duraba lo que a un niño un dulce, eso sí, dormía en los mejores hoteles de la 19 con 13, "los más pupis donde la noche cuesta siete lucas. Los más caros", dice, y andaba con las mejores viejas. A duras penas una de sus compañeras lo incentivaba a ahorrar 20 mil pesos diarios, el resto lo distribuía en farra, drogas y alcohol. A veces al despertar tenía lo suficiente para desayunar, otros días se levantaba sin un peso.

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Pasó una semana hasta que nos volvimos a ver. Esta vez íbamos a probar suerte en los pocos buses tradicionales que quedan en Bogotá. Esos que cargan el título de provisionales hace más de un año. Llegamos a la Carrera 10ma con Av Jiménez. Me dice, con toda su sabiduría, que el bus ideal es que no esté ni muy lleno con gente de pie porque es incómodo, ni muy vacío porque entonces nadie da. "Lo mejor es cuando todo el mundo está sentado y no hay gente de pie", afirma.

Paramos uno, yo me subo primero, luego el fotógrafo y luego Vlady. Me senté como si no viniera con él. La mujer al lado mío escondió su celular, cerró la ventana y agarró con todas sus fuerzas su bolso. Vlady saltó la registradora, llamó a un amigo a través de la ventana del bus en movimiento y esperó hasta que se montara para empezar a cantar. Supongo que todos esperaban lo peor. Sin planearlo, dos viejos conocidos terminaron improvisando con fraseos de rimas que ya tenían en la cabeza.

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La canción duró lo que dura el trayecto hasta la Carrera 10ma con Calle 22, ahí nos bajamos los cuatro. Solo en esas aproximadamente 10 cuadras reunieron 1.000 pesos que se repartieron entre ambos. Siendo casi las 5:00 p.m. su amigo sumaba como 40 mil pesos en una jornada que había arrancado a las 9:30 a.m.

Vlady me explica que hoy en día también hay mucha competencia en estos buses y por eso dejó de camellar. Hace unos años un trayecto entre la Avenida Jiménez y la Torre Colpatria ida y vuelta le daba lo suficiente para sobrevivir el día. Ahora, para hacerse entre 40 y 60 lucas, le toca irse hasta la 127 y montarse en unos 20 buses. Se rinde de nuevo y decide internarnos en el Santa Fe para buscar porro.

Luego de caminar varias cuadras y preguntar en varios lados, decide abandonar también ese plan. Terminamos en un callejón cerca a la Calle 19, una cuadra abajo de la Caracas. Alguien llega con suficiente marihuana para todos. En medio de la 'traba' Vlady es enfático en criticar a la gente que se sube hoy a los buses a cantar, dice que son unos facilistas, que solo hacen rimas tipo "rosado con osado" y se sienten los putas, cuando en realidad no están diciendo nada. Le dan fastidio al igual que los que se paran a improvisar puesto por puesto y le tiran sátira al man de gafas, a la oficinista de falda, al ejecutivo emputado, a la universitaria buenona. Empieza a cantar una canción suya que nació en una 'taquilla' del desaparecido Bronx. Es una crónica detallada del lugar, los excesos, los vicios y la gente. Él nunca ha grabado nada porque lo quiere hacer a su tiempo y a su modo, sin chambonadas.

Nos interrumpen dos personajes, una mujer y un tipo que no superan los 28 años. Les pregunto si también son raperos de bus y ambos me contestan que sí, pero que el camello está duro. Uno de ellos, que se hace llamar Gambito, me dice que cuando el rap es bueno la gente apoya. Recuerda que había días en los que se hacía 100 mil pesos y se podía relajar tres días sin hacer nada. Ella por su parte me dice que un día promedio, trabajando de 2:00 p.m. a 8:00 p.m. desde Patio Bonito hasta Fontibón, se puede hacer en promedio 40 mil pesos.

Después del porro la jornada termina con Vlady y un grupo de no más de 20 personas repartiendo chocolate y pan a los cientos de familias e indigentes lo largo y ancho del Santa Fe.

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Vlady siempre será intermitente.

Un día en Bogotá y al otro en Bucaramanga, totalmente desconectado. La última vez que hablamos me dijo que estaba aburrido de la ciudad y que se iba a ir un tiempo a hacer unas vueltas. Me contó que Bucaramanga era la machera, que allá sí tocaba pedir permiso para subirse a los buses pero que había más aceptación, que se subió como a cuatro busetas en el transcurso de una hora y se hizo 50 mil pesos. Estaba dichoso. Luego de eso arrancó para Taganga, ahora está estudiando Cine y Televisión y Producción Audiovisual, huyendo de sí mismo y al tiempo buscando su camino, uno que para este nómada del asfalto seguirá siendo esquivo.