Monólogo de una fotocopiadora Xerox
Ilustraciones de María Conejo.

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especial de ficción 2016

Monólogo de una fotocopiadora Xerox

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina. Republicamos este texto en el marco de Bogotá 39, el listado con los mejores escritores jóvenes de Latinoamérica.

Ilustraciones de María Conejo.

El escenario está a oscuras, alguien carraspea entre el público, tose, vuelve a carraspear, se aclara la garganta. Otro responde una llamada, alguien destapa una lata de refresco, alguien más ríe al ver la pantalla de su teléfono. Las luces iluminan tenuemente al público, se apagan al tiempo que surge un haz de luz que viene de la parte superior del escenario, el haz de luz ilumina una fotocopiadora grande, vieja, espaciosa, beige, al centro del escenario. Una voz en off, una voz masculina, que es, en realidad, la voz de la fotocopiadora, se escucha:

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El único amor de Diego fue Dana. Su historia no fue producto del azar sino de la crueldad, como pasa con algunas historias de amor desdichadas, y el resultado de esa historia de amor fue la transformación de Dana en una computadora, la primera computadora, tan comunes hoy. Pues bien, antes de las computadoras, nosotros, los descendientes de Xerox, teníamos un lugar protagónico en las oficinas. Diego presumía la nueva fotocopiadora que había comprado para la oficina, el bastión de la modernidad, una máquina lista para sacar copias de todo cuanto se cruzara por la mente. Como ustedes saben, nosotros, los descendientes de Xerox, somos el resultado de esa antigua y desafortunada metamorfosis de Fotos, el hermano menor de la ninfa Eco, ambos hermanos condenados por los dioses a reproducir palabras mas nunca a crearlas. La nueva fotocopiadora —y su predecible repetición de palabras— supuso un antes y después. Todo en esa oficina tenía original y copia, en ocasiones varias copias, incluso siete cuando se trataba de contratos. En cualquier caso, se hacían fotocopias de todo tipo de documentos y en casi cualquier ocasión. Informes, notas, facturas, diplomas, identificaciones, apuntes. Se pagaba una cuenta: ahí había una fotocopia. Se hacía un pedido: ahí tenía un par. Se saldaba una deuda: ahí estaba su doble. Más vale tener un respaldo de todo lo que hacemos, le dijo Diego a su secretaria al tiempo que le extendió un duplicado de las cuentas, en carpetas anilladas, de los cinco años que llevaba en operación la empresa de seguros.

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Era tal el furor de las fotocopias que una noche, cuando todos ya se habían ido a casa, Efraín, el empleado de limpieza, vio desde el pasillo que Diego sacaba copias de sus dos manos extendidas, abiertas, sobre el vidrio de la fotocopiadora, y el tubo de luz verde le iluminaba de izquierda a derecha las mangas y el rostro, reflejando, como una pantalla, la intensa luz. Efraín llevaba una cubeta roja de plástico con un trapeador dentro, un trapo amarillo pendía de la cubeta y un Windex colgaba, por el atomizador, del bolsillo de su uniforme azul marino. Dudó en prender la luz para llamar la atención de su jefe, comenzar su quehacer, pero era claro que estaba absorto. Dejó la cubeta roja de plástico en el piso, sacó el trapeador y recargó su peso sobre el trapeador, y decidió empezar por la primera planta. Cuando subió más tarde a trapear y sacudir, se encontró en la bandeja algunas fotocopias de ambos perfiles de la cara de su jefe. Levantó la tapa de la fotocopiadora, en el vidrio vio una silueta grasosa. Nariz, cachete y pestañas delataban el perfil de Diego en el vidrio. Atomizó tres veces, tres círculos intensos de Windex al centro que se difuminaban hacia los extremos y que fue desapareciendo con el trapo amarillo.

Al día siguiente, Diego encontró a un joven empleado que sacaba fotocopias de un libro. Me está retando, pensó. Miró cómo el joven sacaba con destreza las fotocopias del libro, con una técnica para pasar, veloz, de una página a otra sin abrir la tapa de la máquina. Esto es un duelo, pensó. Más tarde Diego sacó fotocopias de todas las facturas del año en curso, y como subrayando su ventaja en el duelo, sacaba otra ronda de copias de las copias cuando el joven empleado llegó con otro libro en mano. Diego le dijo: "¿Qué harás con tantas fotocopias inútiles? Traje esta máquina para potencializar el trabajo de la oficina, para tener un respaldo de todos los movimientos, no para reproducir libros. Los libros son para el ocio y a pocos importan. A partir de ahora tendremos copias de todo, esta máquina nos permitirá tener un registro total, nuestro día a día quedará registrado en fotocopias, podremos acceder a la memoria de todos nuestros movimientos por pequeños que sean. Estoy creando un historial día a día: un archivo sin precedentes. A ti te satisface fotocopiar novelas de amor mientras yo escribo historia, porque así, replicando los hechos, tal como sucedieron, es como se escribe la Historia. Tú, en cambio, escribes los márgenes que a nadie importan". El joven empleado, harto de su jefe, selló el duelo: "Tus fotocopias llevan un registro de los hechos, son una réplica de todo lo que pasa diariamente en este lugar, pero lo que yo fotocopio te traspasará a ti: cuanto más vayas cediendo a la realidad, cuanto más te entregues a la realidad, más claro será que la ficción sale victoriosa, mis fotocopias son más gloriosas que las tuyas, desconoces el poder de los libros. Yo te venceré". Y, el joven empleado, sin perder el tiempo, regresó a su cubículo, puso los dos libros fotocopiados sobre su escritorio: una novela de desamor que ahuyenta y una novela de amor que hace que nazca. El libro que hace brotar el amor era una edición de portada roja con letras doradas, el que lo ahuyenta era una edición de papel revolución y una austera portada bicolor, sin embargo, los libros fotocopiados son idénticos en blanco y negro, ponen a los textos al mismo nivel, es el grado cero de la igualdad de las palabras, y en idénticas condiciones el efecto del texto no merma. Al contrario. Así es como el joven empleado hizo el conjuro, escribió el nombre de Dana, una hermosa mujer de la primera planta que destacaba por los hoyuelos en su sonrisa, sus carnosos labios y voluptuosa fi gura, con la que más de uno había fantaseado, porque era tremenda la belleza de esa sonrisa y esos senos que temblaban cuando reía, y ese nombre, Dana, lo anotó en la primera página del libro fotocopiado que ahuyenta el amor. En la primera página del libro que hace nacer el amor, escribió el nombre de su jefe. Al cabo de un rato, Diego y Dana se cruzaron en las escaleras que unían las dos plantas: él se deleitó al mirar cómo sujetaba su pelo desordenado con una liga roja y ella despreció incluso su olor al pasar.

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Muchos la pretendían en la oficina, pero ella no podía soportar el baile de la conquista, sus desagradables contorsiones verbales, sus variantes la aburrían y el bamboleo de uno que otro compañero de trabajo le oprimía el estómago. Dana entraba y salía de la oficina sin preocuparse del amor ni del matrimonio, no le importaba en absoluto una cosa ni la otra. Al entrar a casa esa noche, cuando el conjuro del joven empleado ya había surtido efecto, su anciano padre le dijo: "Hija, a mí y a la memoria de tu madre nos debes unos nietos". Ella, temiendo la cama nupcial como si de un matadero se tratara, rodeó el brazo de su padre, le dio un beso en la frente y dijo: "No hagas, papá, que mi máxima aspiración sea casarme, hay muchas otras cosas que pueden enorgullecerte de mí más que tener nietos". El anciano, aunque de acuerdo con su hermosa hija, añadió: "Tu belleza y tu inteligencia, Dana, se opondrán a tu deseo, jamás vas a estar sola, hija".

Diego está flechado, Diego está enamorado, resumió la secretaria en una llamada telefónica. En su oficina, Diego pensaba en Dana, deseaba salir con ella, pero no sabía cómo acercarse. Imaginó lo que podrían hacer juntos la tarde de un sábado, la noche de ese mismo sábado, mientras enganchaba una cadena de clips —en la antigüedad, esas minúsculas flores hechas para cortarse en momentos de ocio, ahora metamorfoseadas en minúsculas piezas de metal—, Diego estaba seguro de lo bien que la podrían pasar si salieran un sábado. Rodeado de las transformaciones hechas por los dioses, ahora cosas útiles en cualquier oficina, Diego no imaginó siquiera lo que le deparaba el oráculo. Y así, mientras jugaba con un montón de ligas de goma —nacidas de la tormenta sobre un melancólico árbol de finas y delgadas hojas—, se preguntó: "¿Qué no descubre el amor? El amor es lo único capaz de descubrirlo todo". Y, en un impulso, decidido invitarla a salir, se dirigió a la planta baja. No le bastó con mirarla en su escritorio mientras trabajaba, sacaba cuentas con una calculadora grande, pesada, ruidosa —uno de los hijos bastardos de Ábaco—; no, nada saciaba su deseo: admiraba sus dedos, sus manos, sus brazos, su nuca, su cuello, sus labios, los hoyuelos que se le marcaban, incluso, sin que sonriera. Dana llevaba un vestido discreto, pero todo lo que se oculta la imaginación lo embellece. A los ojos de Diego, ese vestido la hacía más hermosa. Ella se dio cuenta de que Diego la observaba y, abruptamente, dejó su lugar de trabajo. "Dana, déjame acompañarte a dónde sea que vayas", le dijo, yendo tras ella, sin que ninguno de los dos percibiera el largo alcance que tendría esa frase en la historia.

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"Camina más despacio, te lo pido. ¿De quién huyes? No huyas de mí, tampoco huyas de ti, no puedes huir del amor ni puedes huir de ti. No corras, mejor pregúntate a quién le gustas. No soy un joven empleado con aires de poeta; soy un hombre de acción, informado, lector de periódicos. Soy el jefe de la oficina, me obedecen en la primera y segunda planta, y don Efraín, el hombre de la limpieza, también sigue mis órdenes, es mi responsabilidad el porvenir de sus familias, es por eso que cuido mi negocio y ahora lo tengo minuciosamente respaldado. Soy un hombre estable y fuerte. Pero hay algo más fuerte que mi carácter y mis acciones, y eso es lo que siento por ti, Dana".

Dana huía de Diego y sus infames palabras. Cuando él estaba a punto de decir algo más, las frases inacabadas quedaban en el aire y se disipaban. El viento, en sentido contrario, resaltaba sus curvas. La huida la hacía más deseable para Diego, que no lograba alcanzarla al doblar en las esquinas de la calle, entre las casas y edificios. En el parque, cuando uno ve un perro, el perro siempre parece estar persiguiendo una rama, incluso parece estar a punto de atraparla, él esperaba atraparla como el perro que se apresura; así se conducía Diego. Dana, como todo lo que se desea, estaba pasos adelante. Sin embargo, el que persigue amor no necesita ni busca descanso. Dana consiguió regresar a la oficina, cruzó la recepción, Diego se inclinó, y lanzó su aliento sobre su nuca. Ella, sin fuerzas, pálida, vencida, pidió en voz alta: "Transfórmame, haz que pierda esta figura por la que he sido deseada".

La súplica de Dana, dirigida, tal vez, al cosmos, pero escuchada por los antiguos dioses, generó una súbita pesadez que se apoderó de sus extremidades, sus curvos y deliciosos senos se fueron ciñendo a una plana pantalla, sus cabellos se acortaron, se fueron destiñendo, se tornaron primero beige para transformarse en finos hilos de plástico que tomaron la forma de un marco alrededor de la pantalla, y sus brazos se convirtieron en el teclado; las piernas, antes tan rápidas y bien torneadas, se transformaron en un ligero mouse cuya flecha se mueve, presto, a la izquierda, ahora a la derecha, en cuestión de segundos. De Dana permanece apenas el brillo de la pantalla y la posibilidad de conocer el mundo sin salir de una habitación.

También así la amaba Diego y, aún abrazando la computadora beige, todavía sintió el último aliento de Dana, dio besos a la pantalla; la pantalla se puso en screensaver, desdeñando, incluso en ese momento, sus besos. Diego le dijo: "Ya que no pudiste ser mía, serás mi computadora; tú acompañarás a todos los hombres en su vida diaria, extenderás sus capacidades, magnificarás sus virtudes y hundirás a los ociosos en el fango de la procrastinación. Tu memoria, a partir de ahora, será más prodigiosa que la de cualquiera que haya pisado esta tierra. Hombre y máquina nunca podrán compartir lecho, y esa será la sentencia de este amor no correspondido. Yo moriré algún día, pero tú has de perpetuar nuestra historia de unión imposible". Diego no acababa de hablar cuando la pantalla se encendió, como en respuesta, en un gesto de desdén o de aprobación, pero eso no lo sabemos nosotros, los descendientes de Xerox, que ahora, en nuestro retiro, repetimos esta historia, entre otras historias de amor y sus transformaciones en las cosas que nos rodean.

Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981) ha publicado las novelas Todo nada (Tusquets, 2009) y Cuaderno ideal (Alfaguara, 2014). Edita en la revista literariaMAKE de Chicago y es parte de Señal en Ugly Duckling Presse de Nueva York.

*** Como apéndice de nuestro Especial de Ficción 2016 dedicado a la literatura de América Latina, los 21 autores publicados fueron invitados a contestar un cuestionario de 20 preguntas sobre los usos y costumbres, rituales y obsesiones que suelen acompañarlos en el oficio de escribir. Lee las respuestas de Brenda aquí.