Me fui a un viaje medicinal con LSD en Boyacá

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EL NÚMERO DE TOMARSE LA SOPITA

Me fui a un viaje medicinal con LSD en Boyacá

CRÓNICA | Tres días de retiro colectivo y dietilamida de ácido lisérgico con fines terapéuticos

Esta crónica fue publicada en la edición de julio de 2017 de la revista VICE. Para ver todos los contenidos de la publicación, haga clic aquí.

Contando cuerpos, somos dieciséis. Catorce yacemos en el suelo, acostados en esteras. Los dos restantes, de pie, atentos, dirigen el ritual: uno se encarga de la música, y el otro, el Dr., baila sobre la tierra amarilla de la maloca y se toca el torso al ritmo de la canción como si fuera un instrumento de cuerda.

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La maloca está hecha de barro y caña. Hace media hora, las catorce personas en el piso consumimos cada una 300 microgramos de LSD, como parte de un retiro colectivo que usa el ácido lisérgico con fines terapéuticos. Nos encontramos en las montañas de Boyacá. Más no puedo precisar, porque a pesar del fin medicinal que nos congrega lo que hacemos es ilegal, en Colombia y en el mundo.

El Dr. nos sugiere penetrar en el interior de nosotros mismos. "Es un momento para ser. Sólo ser", dice.

Mi oído derecho se concentra en el bajo que acompasa la música. Luego su alcance se expande, y siento una serie de ondas nítidas rebotar en las paredes de barro que encierran la maloca. Mientras tanto, mi oído izquierdo se ha vuelto uno con el viento. Me impresiona el golpeteo de la brisa contra el techo, como si fuera intencional, como si el viento supiera lo que hace.

Mis ojos observan las intersecciones entre las cañas y siguen a una luz naranja que flota en el espacio. El techo cónico se eleva y se hace inmenso, luego se repliega y gira 45 grados, y la choza ahora es una nave espacial: motores encendidos, lista para despegar.

Mi piel se estremece, en los brazos, en el vientre, en las piernas: un cosquilleo similar al que he sentido poco antes de salir de viaje. Cierro los ojos y un chorro de aire me entra por la nariz. Los átomos de oxígeno adoptan la forma de diminutos conejos, recorren mis vellos nasales y se convierten en franjas de colores que se mezclan con mi torrente sanguíneo. Corro detrás de ellos. Salto al vacío.

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El LSD No. 25

Aquello que llamamos LSD, el papelito que llega a nuestras manos en una fiesta, es un derivado del cornezuelo, un hongo que se da en hierbas y cereales, pero sobre todo en el centeno. El hongo contiene alcaloides como la ergotamina, aislada en 1918 por el bioquímico suizo Arthur Stoll. Este la usó para tratar la migraña, la vasoconstricción y la enfermedad de Parkinson. El laboratorio Sandoz, donde trabajaba en Suiza, experimentaba también con otras drogas vegetales como el digital y la escila, y así, como cuenta Albert Hofmann en el libro Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo (1978), el uso del cornezuelo fue relegado por unos años.

Precisamente Hofmann le dio una nueva oportunidad al cornezuelo en los mismos laboratorios en que Stoll había iniciado su estudio. Hofmann había llegado a Sandoz en la década de los treinta para estudiar la escila, pero pronto se interesó por el cornezuelo del centeno y en 1935 pidió retomar las investigaciones previas de Stoll. Recibió el aval y se dio a obtener más alcaloides por vía sintética. Así logró en 1938 aislar de una serie de derivados del ácido lisérgico la sustancia No. 25, que abrevió con el nombre LSD-25. La idea era utilizarla para estimular la circulación y la respiración, pero Hofmann primero se dedicó a otras sustancias obtenidas del cornezuelo, y debieron pasar cinco años antes de volver al LSD-25.

Algunas plantas-animales se vuelven negras, abren sus bocas y enseñan sus colmillos de piraña

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En la primavera de 1943, cuando ya había vuelto a la sustancia, Hofmann se sintió extraño y detuvo su labor. Se fue a casa e intentó tomar una siesta, pero unas figuras de orden caleidoscópico bajo sus párpados no lo dejaron dormir. Supo que el efecto se debía a la sustancia No. 25. Días después hizo un autoensayo y consumió 0,25 miligramos de LSD-25 disueltos en diez centímetros cúbicos de agua. Al cabo de un rato sufrió accesos de risa y, al advertir que no podía hablar, le pidió a una asistente acompañarlo a casa. Montaron sus bicicletas y pedalearon, y así, en aquel crepúsculo de abril de 1943, el científico suizo de 37 años experimentó sobre las dos ruedas de su bici el primer viaje de LSD de la historia en su máxima expresión.

El Dr.

El papelito del tamaño de un confeti que el Dr. me entregó en la maloca de barro y caña tenía pintada una bicicleta sobre dos tonos: uno color verde bosque, otro color naranja atardecer. El Dr. sugirió masticarlo con paciencia, deshilachando el sabor algo amargo del ácido que poco a poco penetró las mucosas y la sangre.

A los 19 años, el Dr. había intentado arrancar un par de carreras en la Universidad Nacional. Una de ellas, ingeniería forestal, en la sede de Medellín. Al mismo tiempo, se encontraba inmerso en la lectura de Hermann Hesse. Siddhartha, Demian y El lobo estepario, recuerda, lo llenaron de preguntas sobre sí mismo. Abandonó la universidad, donde no encontró respuestas, y viajó a México en busca de los indígenas tarahumara, con el firme propósito de comer peyote. No dio con ellos, pero halló en la Sierra Madre a los indios pima y tuvo la primera experiencia enteógena de su vida. Se sintió conectado con la Tierra y el universo, y esa conexión se convirtió en una certeza existencial, en una forma de vida.

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Un año más tarde, hacía autostop en Estados Unidos. Lo recogieron unos hippies en una camioneta y en el recorrido le ofrecieron LSD. Experimentó la comunión ancestral que ya había vivido con el peyote y se interesó por el ácido. En esos años estudió Filosofía y Religiones Comparadas, luego Psicología y después Psicología Transpersonal en dos universidades estadounidenses. Desde hace 25 años es psicoterapeuta de familias, parejas e individuos. Organiza los talleres con LSD, porque, como él mismo dice, "es un espacio para abrir cuerpo y alma a lo sagrado a través de la Medicina L, la cual induce la capacidad de ver las cosas con tal fondo y lucidez que tú te recostarás y permitirás a la trama profunda de tu vida manifestarse. Será un encuentro profundo contigo mismo".


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El Dr. nos entregó el papelito impregnado con 0,3 miligramos de LSD, poco más de lo que Hofmann consumió en la primavera de 1943. Unas horas antes de la toma, nos dijo que el efecto en la psique era tan fuerte como el del yagé, el peyote o los hongos alucinógenos. Él prefería trabajar con 'L' porque conocía exactamente la dosis que nos suministraba, a diferencia del botón del cactus a la intemperie, el hongo en el potrero o el preparado de la ayahuasca. Además, dijo, el LSD es una sustancia noble con el cuerpo pues no produce vómitos ni diarrea.

Ofrece otra ventaja. Al ser ilegal, es vendida en cartones del tamaño de una mano, en donde hay varias dosis, y esto facilita su transporte sin ser detectado. En este aspecto el Dr. no se hace líos: "La política antidrogas funciona porque hay un monopolio y un gran negocio. Estas sustancias llevan siendo usadas de manera ritual y terapéutica por varias culturas durante miles de años. Es medicina sagrada y se encuentra en la naturaleza para usarla".

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Y este tipo de medicina, ancestral y terapéutica, es el que he tomado este fin de semana en las montañas de Boyacá, junto a trece desconocidos.

El Árbol de la Vida

Te encuentras en un jardín cuyo centro es un árbol. Tienes los ojos cerrados y experimentas el LSD en su máxima potencia. El tronco es muy ancho y las innumerables ramas que le salen se hunden en la amplitud del cielo. Es un cielo de todos los colores, una suerte de prisma cuyas iridiscencias salpican el suelo del jardín. Las plantas más pequeñas son tan altas como tú. Tienen rostros como los de la mantis religiosa, y son mitad vegetales, mitad animales: parecen husmearte desde la distancia. Se mueven con una gracia acuática, como si sus tallos y hojas fueran médanos de agua. Te adentras en el jardín y las criaturas se recogen, formando arabescos luminosos. Sientes sus enredaderas pasando por tu torso, tus axilas y corvas. Algunas plantas-animales se vuelven negras, abren sus bocas y enseñan sus colmillos de piraña. El jardín cede a una penumbra que devora la luz.

Las criaturas se tornan amenazantes, como sombras ominosas. La metamorfosis se te antoja siniestra. Sientes miedo. Sientes que las enredaderas de las criaturas se lían con filamentos que provienen de tu cuerpo. Sientes una luz que emerge del árbol, disuelve los contornos y lo ahoga todo en una blancura enceguecedora.

Estás en otra habitación.

Una caverna de piedras largas. La tierra amarilla, y en la mitad un pozo donde cae agua. Alguien más está en la cueva. Te volteas. Es tu expareja que te abraza, te acaricia la cabeza, te hace saber sin palabras que juntos vivieron años hermosos. Hermosos a pesar de las peleas, los desacuerdos y la mierda. Entiendes que es una lección de amor. Te sonríe, te dice adiós, desaparece. El amor duele. Lloras por su ausencia y, aunque ha pasado un año desde la separación, aún la retienes, no la dejas ir. Entiendes que eso te hace daño. Lo entiendes con una lucidez profunda, luminosa. Entonces lo sabes: debes soltar y continuar con tu vida. Allí, en un viaje que parece haber puesto al mundo patas arriba, la dejas ir, le dices adiós. Te sientes libre y de nuevo feliz. La Medicina L te ha ayudado. "Bendecir, amar y soltar", te dirá más tarde el Dr., cuando le cuentes tu visión.

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Abres los ojos.
Vuelves.

Estás acostado sobre la estera en la maloca. Quieres levantarte y salir de la choza. Escuchas las carcajadas de varios compañeros que iniciaron el viaje contigo, todos admiran los colores de la montaña. Cada uno tuvo su viaje íntimo y la mayoría regresó. Miras a tu alrededor. Algunos todavía están en sus esteras, doblados en sí mismos, metidos en sus sacos de dormir, experimentando quién sabe qué cosas en sus crisálidas privadas. Quieres levantarte, pero tu cuerpo no responde. Te sientas y observas la puerta de la maloca. Te parece lejana y experimentas una soledad arrasadora. Te sientes tan frágil como un recién nacido.

Un animal negro entra a la maloca moviendo la cola. Lo reconoces: es una de las perritas del lugar, se llama Chía. Se abalanza sobre tu regazo. La acaricias y observas sus ojos enloquecidos de amor. Te conmueve y te llena de calor vital. Le besas la cabeza, le abrazas el cuello, sientes sus gemidos, y el amor fluye hacia ti. Un cariño inmenso te colma los rincones, te barre los miedos, te calienta el corazón. Juegas y retozas con el animal. Eres feliz. Te pones de pie y recuperas tu estado habitual. Puedes caminar. Atesoras esa sencilla certeza como si fuera un don extraordinario. Lo es. Pones con cuidado un pie sobre la tierra amarilla. Luego el otro. Vas hacia afuera, quieres compartir con los demás. Ya no estás solo. Chía, la perra negra, vino por ti. Te vinculó con los otros. Te salvó con el amor que le rebosaba por todo el cuerpo.

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Sustancias proscritas

Entre 1950 y 1970 terapistas e investigadores emplearon el LSD para tratar el alcoholismo, la depresión y la ansiedad. En los años cincuenta se creyó que podría revolucionar la psiquiatría, debido a sus profundos efectos en la psique. Psiquiatras como el británico Humphry Osmond experimentaron con LSD bajo la premisa de entender mejor a sus pacientes porque el ácido produce alucinaciones y trastornos en la autopercepción, síntomas de la esquizofrenia. Para que entendieran mejor a los esquizofrénicos, Osmond propuso incluso usar el LSD en médicos y enfermeras.

En el psiquiátrico de Weyburn, en Canadá, Osmond experimentó con el LSD para tratar el alcoholismo. Su método consistía en frenar la adicción, provocando a los alcohólicos una suerte de delirium tremens mediante el LSD, con el fin de producir estados de introspección que les permitieran reconocer errores y encontrar soluciones. Ensayó con más de mil personas y logró la recuperación de la mitad de ellas: una tasa de éxito superior a la de las terapias tradicionales.
La Ley de Sustancias Controladas que promulgó el Congreso de Estados Unidos en 1970, sin embargo, declaró ilegal al LSD. Se convirtió en un enemigo público, y así los estudios científicos con dietilamida de ácido lisérgico terminaron prohibidos durante décadas.

Ni parecía importar que antes de la prohibición varios estudios clínicos con LSD hubieran concluido que el ácido administrado de manera terapéutica y controlada ayuda a los pacientes con depresión y ansiedad en la medida en que los conecta consigo mismos al enfrentarlos a sus problemas emocionales y de salud. Sostenían, en otras palabras, que el LSD es una terapia de auto reconocimiento.

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Recientemente, la Multidisciplinary Association for Psychedelic Studies, M.A.P.S., publicó un estudio sobre el uso terapéutico del LSD en seres humanos, algo que, según la página oficial de la asociación estadounidense, no se hacía desde principios de los años setenta. M.A.P.S. completaba así la fase dos de un estudio piloto con doce personas que, tras dos psicoterapias asistidas con LSD, lograron reducir su ansiedad. El estudio también demostró que la terapia puede ser administrada de manera segura y que por ello se justifica continuar investigando. Según M.A.P.S., la capacidad del LSD de catalizar experiencias místicas facilita sentimientos de interconexión, incrementa la creatividad e impulsa el crecimiento personal.

M.A.P.S. surgió en 1986 gracias a un grupo de científicos interesados en desarrollar médica y legalmente investigaciones que le permitieran a la gente beneficiarse de los usos cuidadosos e informados de los psicodélicos. La asociación lleva a cabo ensayos clínicos con personas de conformidad con los lineamientos de la Administración de Alimentos y Drogas de Estados Unidos (FDA), la Agencia Europea de Medicinas (EMA) y la Conferencia Internacional para la Armonización (ICH).

Pero las reacciones al LSD varían de persona en persona, y por ello debe usarse bajo la supervisión de terapeutas. Rick Doblin, presidente de M.A.P.S., dijo en una entrevista publicada en el portal Alternet: "La belleza de los psicodélicos es que en realidad no tenemos experiencias psicodélicas, sino que tenemos experiencias de nosotros mismos catalizadas por los psicodélicos. Lo que experimentamos depende de lo que somos. El LSD es como soñar. No se trata de un contenido uniforme, es una forma de procesamiento de contenido interior".

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Mientras desayunábamos la mañana antes de la toma, el Dr. había dicho que el LSD es delicado porque las muertes asociadas a la sustancia no se deben a envenenamiento (no hay informes de muertes documentadas por sobredosis de LSD), sino a la distorsión de la realidad. Si alguien toma LSD en un octavo piso durante una fiesta, puede ocurrir que salte por la ventana, convencido de estar en otra realidad. O si está en las calles, la sobreestimulación de la ciudad puede alterarlo y ocasionarle un ataque de nervios. El Dr. insistió en que un espacio donde el silencio y la tranquilidad de la naturaleza estén presentes resulta clave para el desarrollo de la terapia con Medicina L.

Medicina L

El taller terapéutico con ácido lisérgico constó de tres días de aislamiento del mundo. Es un ayuno de la comodidad: dormimos en esteras, sin luz eléctrica, los baños eran letrinas de madera donde depositábamos baldes de aserrín después de usarlos. Un ayuno de la palabra: se nos pidió silencio en varios momentos del taller. Un ayuno con el fin de propiciar las condiciones para un encuentro óptimo con nosotros mismos.

La mañana de la toma de la Medicina L hicimos una fila india y caminamos por más de una hora por las montañas de Boyacá. Uno detrás de otro, en completo silencio, nos relevábamos el liderato para después ocupar la cola y nos preguntábamos por el motivo de la ingesta del enteógeno. ¿Por qué lo hago? ¿Qué deseo encontrar? Yo quería sanar mis heridas emocionales, ese era mi propósito: entender qué me hacía daño de mi anterior relación sentimental, cuáles eran sus rezagos, qué me impedía continuar con mi vida, qué me llenaba de odio y resentimiento. Y así ocurrió: lo viví con transparencia en la visión que reconstruí anteriormente. Salí transformado de la experiencia. Con claridad sobre los aspectos en que debía trabajar para sanar.

El Dr. nos recordó que 'humildad' viene de la raíz latina humus, que significa tierra, y en esos momentos, tras las postraciones, me sentí parte de ella

Después de la caminata volvimos a la maloca. El Dr. nos pidió sentarnos en las esteras y formar una círculo. Antes de la ingesta, ejecutamos una serie de postraciones de budismo tibetano que consistían en levantar los brazos separados sobre la cabeza y luego unirlos como recogiendo la energía alrededor. Luego, con los ojos cerrados, bajábamos las manos unidas en posición de plegaria, por la frente, el cuello, el corazón y el ombligo. En este punto había que separar las manos y abrirlas hacia el suelo en un gesto de entrega, acompañado del acto de arrodillarse y dejarse caer sobre los codos para después arrastrarse con los brazos en la tierra y el rostro pegado a ella. Luego volver arriba con las palmas de las manos, quedar arrodillado, ponerse de pie, levantar los brazos y repetir el ejercicio varias veces, cada quien a su propio ritmo. Las postraciones se hacen para entrar en un estado de humildad y entrega. Cuanto menos haya que luchar con el ácido, más gratificante es la experiencia. El Dr. nos recordó que 'humildad' viene de la raíz latina humus, que significa tierra, y en esos momentos, tras las postraciones, me sentí parte de ella.

Puse el LSD en mi boca. Lo mastiqué con paciencia y recordé, mientras la sustancia No. 25 de Hofmann hacía enlace con mis neurotransmisores, algo que vi en el documental Neurons to Nirvana (2013, Oliver Hockenhull): las medicinas sagradas usadas durante milenios por las culturas provienen de las plantas, y las plantas no se mueven, ni emiten sonidos; se comunican mediante la química. Entonces recordé algo que vi en otro documental, DMT The Spirit Molecule (2010, Mitch Schultz): su lenguaje, esencialmente químico, es una información que ha maravillado a personajes notables como John Lennon, Steve Jobs, Hunter S. Thompson y Albert Hofmann, y esa información, encriptada en la composición y la estructura de las plantas, está ahí para nosotros, por alguna razón importante.

Quizás, solo quizás, en ese código que nos revelan las plantas se encuentre la clave para ser mejores como especie. Tal vez, solo tal vez, en esas medicinas se encuentre el acceso a nuestro siguiente paso evolutivo.

Yo, por mi parte, asistiré a la próxima toma de Medicina L.