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Lo qué aprendí creciendo como un negro albino

Eres más que tu discapacidad.
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Cuando los médicos entregaron lo que parecía ser un bebé blanco y lo pusieron en los brazos de mi mamá negra, ella no se sorprendió. Un año antes ella había dado a luz a mi hermana Cynthia, que también tenía albinismo, un trastorno congénito. Debido a que mis papás tenían el gen recesivo correspondiente, de tres niños, dos de nosotros éramos albinos. Cuando madre me miró por primera vez, imaginé la felicidad que sintió mezclada con su preocupación por criar a un niño afroamericano con piel clara, pelo rubio, sensibilidad a la luz brillante y pésima visión.

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En sexto grado, los niños comenzaron a notar las diferencias entre unos y otros, y entendieron cómo usar esa información para burlarse. Vivía en Huntsville, Alabama, donde los niños blancos y negros se quedaban solo con los suyos. Pero una vez que me presentaron, todas las razas se unieron para burlarse de mí. No me parecía a ninguno de ellos, y eso los unía a todos.

Los caucásicos me trataron como un paria, y los niños negros podían ser igual de pesados. Una tarde terrible, caminé fuera de mi barrio, y un niño que no podía tener más de ocho años corrió hacia mí gritando: "¡Fuera, niño blanco!" ¿Sabes lo difícil que es convencer a un niño de ocho años de que eres negro cuando tienes la piel pálida, el cabello claro y los ojos color avellana? Fue imposible. Tenía doce años, y la confrontación me hizo cuestionar mi origen étnico.

La primera vez que recuerdo que mi falta de pigmentación fuera positiva, fue cuando algunos de mis amigos de doce años y yo comenzamos a robar en tiendas. Nada loco. Éramos jóvenes, no teníamos mucho dinero y todos queríamos dulces. Yo era terrible en eso. Caminé alrededor de la tienda durante diez minutos antes de agacharme frente a las barras de chocolate y mirar cuidadosamente a ambos lados varias veces. Torpemente llevé los Snickers a mi bolsillo. El empleado nunca me notó porque estaba demasiado ocupado desconfiando de mis cómplices de piel más oscura.

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Mientras luchaba con sentimientos fragmentados por mi apariencia racial, tuve, además, problemas de visión. Mi mamá buscó la ayuda de consejeros de discapacidad patrocinados por el estado para evaluar mi capacidad potencial para vivir por mi cuenta con mis "limitaciones paralizantes". Una consejera me dijo que la mejor vida que podía esperar sería dentro de una comunidad de otros adultos ciegos. "Incluso podrías encontrar a alguien con quien quieras pasar el resto de tu vida", me alentó de manera indirecta. En Estados Unidos, aproximadamente un tercio de los ciegos vive en la pobreza, al igual que un poco más de un quinto de las familias afroamericanas. Yo era básicamente sinónimo de un eventual desempleo.

Mi familia tomó en serio la triste historia del estado de mi vida. Tenía gafas gruesas, mucho protector solar y libros impresos con letras grandes para recordarle a otros niños del colegio que yo era diferente, siendo evitado la mitad del tiempo, y generando pesar el resto. El primer día de clase de historia en bachillerato, mi profesora paró todo lo que hacía para preguntarme en voz alta si me sentiría más cómodo sentado al frente de la sala. Sin esperar mi respuesta, hizo que otro niño se moviera unas filas hacia atrás para poder caminar silenciosamente hacia el frente con un montón de ayudas de agudeza visual. Los otros niños me miraron con preocupación, una sonrisa burlona, o miraron fijamente al suelo hasta que terminé de arrastrar los pies.

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Pude ver la limitada trayectoria de mi futuro como un hombre negro parcialmente ciego que parecía blanco. Yo quería abandonarlo todo.

Foto: Victor Varnado | VICE US

La clase de educación física fue un recordatorio constante de mi discapacidad. Cuando una actividad requería la coordinación de la mano y del ojo, el profesor venía preparado con una actividad "más simple" para que yo hiciera en la esquina. Literalmente, mirar desde el costado en esa clase, hizo eco de la exclusión que sentía en todas las demás áreas de mi vida. Las razones por las cuales escogí ese día para "rebelarme" son una amalgama retorcida, en parte siempre notando gente desconocida observándome por el rabillo del ojo, nuevos amigos que no saben qué hacer o cómo actuar cuando descubrían que estaba limitado visualmente. En su mayoría, sin embargo, me daba miedo quién podía ser si no "hacía algo ahora".

Era hora de jugar dodgeball. Cuando el profesor de educación física me sugirió que dibujara en la esquina, le pedí el favor de jugar. En su defensa, solo se detuvo por unos segundos antes de gentilmente gesticular que me uniera a los otros niños. Los líderes de los equipos se turnaban para escoger entre la multitud reunida en el centro de la sala. Estoy seguro de que los niños más débiles estaban felices de que alguien más fuera escogido de último para un cambio.

La gigante pelota roja estaba puesta en la mitad de la cancha. Cuando sonó un pito, cada equipo se apresuró para ser el primero en cogerla. Llegué a la línea divisoria después de que Pedro, el chico más atlético de la clase, había cogido la pelota. Estaba parado a seis pies de distancia de él como un objetivo solitario. Él me lanzó la pelota. No era bueno para percibir la profundidad de los objetos voladores, pero fue excelente cuando paré la bola roja con mi cara. El sonido 'ping' que hizo mientras rebotaba en mi cráneo y hacia el techo se mezcló con la risa del resto de la clase.

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La siguiente ronda lo hice un poco mejor. Al final del período, tuve algunas heridas notables. Pero lo más importante fue que realmente había atrapado el balón y había puesto a más niños con capacidades en un segundo plano. Aunque era aterrador, me encantaba. No por el juego, sino por esforzarme por disfrutar del mundo como quería.

Continué ignorando el consejo de las personas protectoras y autoritarias y compré una patineta. Mis costillas se rompieron cuando no hice un salto en unos escalones de piedra. Mi muñeca se fracturó cuando golpeé la madera por el camino equivocado en la clase de taekwondo.

Foto: Victor Varnado | VICE US

Me obsesioné con vivir una vida más significativa que mis limitaciones percibidas. Mi inspiración fue trivial y directa, pero funcionó. Mi amor por los cómics y mi extraña obsesión infantil con la mitología griega representaban héroes que hacían hazañas terribles, y yo al mismo tiempo también anhelaba hacer algo increíble. No he logrado todas las cosas que temía que no podría o que no me dejarían hacer, hasta ahora, pero me he sorprendido a lo largo del camino con logros únicos que he alcanzado en la vida y algunos sueños cumplidos de la niñez.

Cuando me mudé a Los Ángeles a los treinta y dos años, no usé el transporte público gratuito que la mayoría de los estados ofrecen a las personas discapacitadas y me dirigí al DMV de California para obtener un pase de conducción. Con una discapacidad visual, aún puedes recibir la aprobación si un médico firma un documento que afirme que tu visión corregida está dentro de ciertos límites. Fui a un optómetra y pasé el examen.

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La respuesta a lo que podría ser su primera pregunta es "sí". He estado en un accidente de carros. Destrocé mi Toyota Corolla. Cuando choqué con el otro vehículo en el único accidente que he tenido, cada duda que tenía sobre mi capacidad para funcionar en el mundo volvió a aparecer. ¿Por qué pensé que podía manejar? ¿No vi al otro carro avanzar? Creí que había vencido mis temores, pero ellos solo esperaban a volver a encenderse. Eso fue lo que me enseñaron: asumir que todo era mi culpa porque nací mal.

Cuando paramos a inspeccionar el daño, los otros conductores resultaron ser tres adolescentes que habían pasado la noche tomando sin tener seguro. Un tercer carro paró, y un caballero elegante dijo que lo vio todo: los niños tenían la culpa. Ellos estaban de acuerdo. Con la abrumadora evidencia, me libré del anzuelo.

Foto: Victor Varnado | VICE US

Al mudarme a Nueva York hace algunos años, dejé que mi pase de conducir expirara. En lugar de insistir en las desventajas del albinismo, sigo centrándome en lo positivo. Por ejemplo, la mayoría de las personas nunca antes han conocido a una persona negra con albinismo, por lo que no hay expectativas sobre cómo se debe actuar. No puedo estar completamente seguro de si es mi albinismo o mi personalidad, pero la gente parece tolerar una gran cantidad de tonterías por mi parte. Abordo antes que los demás cada vez que vuelo porque los asistentes de vuelo nunca preguntan si califico para embarcar temprano. En segundo lugar, nunca me han dicho negro de manera despectiva. Es extraño. La gente parece olvidar esa palabra incluso cuando son racistas y están bravos conmigo. De hecho, hay gente que me lo ha dicho en la cara, pero solo cuando pensaban que yo era su amigo blanco e intolerante. Ellos estaban equivocados. Y a diferencia de la mayoría de los hombres negros en Manhattan, no tengo ningún problema para llamar a un taxi. He tenido que interpretar ser guía por años al momento de salir con mis amigos negros no albinos mientras intentamos tomar un taxi de regreso a Brooklyn al final de la noche.

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Aunque nací de padres negros, mientras crecía no me consideraba negro o blanco. Sentí que ocupaba una categoría de raza sin nombre que tuve que ir descubriendo en el camino. Finalmente fue mi familia y las experiencias que compartimos las que solidificaron mi identidad personal. Incluso si el mundo a veces no lo reconoce.

Mi resistencia contra las reglas que la sociedad ha sugerido fuertemente para las personas con discapacidad no ha terminado. Durante la mayor parte de mi vida tuve que darme cuenta de la verdad; soy vanidoso. No puedo soportar la idea de que alguien me tenga lástima. No quiero hacer cosas que sean buenas para una persona con discapacidades. Quiero ser innegable.

Cuando me encuentro en una situación en la que la mayoría de la gente me aconseja que sea prudente o que incluso abandone la idea de, digamos, andar en bicicleta por la ciudad de noche, me digo a mí mismo: ¿qué es lo peor que podría pasar? Luego ignoro la respuesta, y lo hago de todos modos.

Sigue a Victor Varnado en Twitter.

Este artículo apareció originalmente en VICE US.