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Pueblo chiquito

Así es ser marica de pueblo en Colombia

El campo, aunque hostil, también puede ser un terreno abierto para mariquear de lo lindo.

 —A la pista, me hace el favor —le gritó el militar que estaba bebiendo solo a la entrada del bar.

No era una mala propuesta, pero sí una bien rara. El antro andaba vacío, las luces rayaban las paredes y el camuflado del militar parecía sacado de una peli porno vintage. La chica de la barra echaba cuentas en un cuaderno mientras mordía un lapicero, y él había llegado más temprano para apartarle una buena mesa a los parceros que venían en un rato.

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En un corregimiento de Antioquia como este, que no pasa de las seis manzanas de largo por dos de ancho, y en el que viven menos de 2500 personas —mil en el casco urbano— es normal volverse parte del mobiliario de la única discoteca del pueblo, aparte de las dos cantinas en el parque principal donde los machos viejos van a jugar billar.

Lo que no era habitual es que un soldadito sin apellido relevante, un machito bebiendo y
envalentonado por el poder ficticio de su uniforme, sin arma y sin regente responsable, le pidiera pasar a la pista a Gustavo*, uno de los maricas más familiares y visibles del pueblo.

Uno pero no el único. Porque Gustavo no es el único amo y señor de los rumores morbolientos, no, según él hoy en día en cada familia hay por lo menos uno, pero la gran mayoría anda de sodomita enclosetado.

 —A la pista que lo voy a requisar, maricón.

La fantasía se diluyó con la palabra. O más bien con el tonito. El militar le pidió que se pusiera de espaldas, que abriera las piernas y comenzó a requisarlo. A él, que era casi un florero de esa discoteca. La de la barra ya andaba pendiente, pero apenas podía ver claro entre las cortinas que separaban las mesas de la pista de baile. La petición pasó a orden cuando Gustavo le preguntó el motivo de la requisa. "¡Este maricón!", le gritó antes de comenzar a palparlo con rabia por todas partes.

 —Yo me llené de nervios —me cuenta mientras nos tomamos un ron en el kiosco que queda frente a la única iglesia del pueblo, diagonal al lugar donde todo sucedió, que ahora es un minimercado—. Obviamente uno se tiene que aguantar, es que eso es lo duro. Sentí una impotencia. Uno sale y se contiene, porque a la casa no puede llegar a contar. Le toca a uno quedarse quietecito y encerrarse. ¡Ese perro hijueputa! Cuando los hombres son así, es porque…

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No sabe cómo completar la frase. Si los hombres heterosexuales dicen no entender a las mujeres, pues las maricas realmente no sabemos qué decir sobre su ambigua violencia, sus jueguitos bruscos, el fútbol, el boxeo, los vestieres y sus eventuales borracheras con mandada de mano bajo la mesa.

 —Ellos van dando el quiebre  —me dice mientras en las mesas de los lados la gente no baja la oreja.

Estamos en el pueblo donde nació mi papá, nos vinimos a pasar la Semana Santa y, mientras el pueblo andaba en la crucifixión, aproveché para hablar con Gustavo. Yo, marica de ciudad, quería saber que era ser uno en un pueblo. Aunque ya comenzaba a suponerlo y a incomodarme por los ojos vigilantes de la gente. Estamos sentados en el kiosco que comparte parque con la Iglesia, que en un rato se llenará porque esta noche no hay dios.

 —Se desinhiben un poquitico con el licor y van dando el quiebre y buscándolo a uno. Los que están aquí en la rumba a veces se distraen y se les olvida. Pero en mitad de la fiesta, tarde en la noche, le dicen a uno que pa' donde. Y toca por allá, por los callejones. Toca trotar, empantanarse y llegar a la casa vuelto nada.

Una vez le pasó, precisamente con el que era el dueño de este chuzo hace varios años. Porque Gustavo ahora tiene 40, pero cuando el administrador comenzó a mandarle mano era todavía un pollito.

—Yo venía, compraba y siempre era un rocecito de mano. Ese señor era todo lindo y a mí, como me han gustado mayores. Cualquier día no sé cómo me arrastró por allá y nos dimos unos picos. Pero yo dije, a este lo tengo es que lograr. Oiga mi amor, hasta que cualquier día la esposa no estaba y me le metí a la casa. Después de eso hizo como que no me conociera. Uno a veces hasta se trasnocha esperando a ver si vuelve a pasar.
—¿Y la esposa se enteró?
—Conmigo no, con otros sí —se caga de la risa y me dice luego—: yo después me hice amigo de esa señora, pero luego de que él se involucrara con otro sardino de acá. Me daba una verraquera, porque ella lloraba, se sentía mal. Decía: "hombre, que fuera pues que se hubiera metido con una vieja, pero con un hombre… y ese tan sardinito". Y se enamoraron bastante los dos, eso aquí fue muy público. Se separaron y ella se fue. Él duró aquí pero la presión es dura. Él se tuvo que ir, gustándole mucho estar acá por toda una vida. Es la presión, la mirada de las señoras, el sacerdote… todo eso influye.

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El rumor, ese dispositivo con el que las maricas cargamos toda la vida, ese cuchicheo de chistes y risitas que te van dejando marcas en la espalda. Por eso, para culiar tranquilo, no queda de otra que los cañaduzales que no tienen ojos, ni oídos, ni prejuicios morales. El campo, a pesar de ser un ambiente vigilado, hostil y solitario para un hombre gay, también puede ser un terreno abierto para mariquear de lo lindo.

Este es un pueblo regado. La cabecera municipal ocupa apenas lo que dos estadios, el resto de gente vive entre las montañas de cultivos de café, caña de azúcar, ganado y lo que pegue en la tierra. Hay algunos trapiches para procesar la caña y hacer panela. Por eso sobra trocha, ni matorral ni orilla de río. Cuando estaba en el colegio precisamente, recuerda Gustavo que salían de "convivencia" en la escuela a bañarse en el río, no faltaban las maratones de paja colectiva y los roces bajo el agua.

 —Uno a veces no los ve como tan machos, pues, porque acceden a muchas cosas. Eso es muy evidente en los pueblos. Los mismos niños lo molestan a uno, le ven las manías, y en un pueblo de estos todos los niños juegan fútbol, que es un juego brusquito que a uno no le gusta y no tiene como la habilidad. Ahí es donde uno piensa, hombre, termino de estudiar y me voy a buscar otro mundo y otras cosas.

A los 19 años viajó a la ciudad a estudiar una técnica en sistemas. Llegar a Medellín, para un hombre gay de las montañas de Antioquia, es como viajar a un San Francisco criollo. A los chochales de Barbacoas, la calle del "calzoncillo" por su forma y tradición marica, les cogió miedo. A él, que no pasaba del licor —ron, sobre todo—, las esnifadas y el olor de la hierba le parecieron demasiado: "Una vez un amigo de acá que resultó allá también, a lo que yo le digo 'vos que sos tan putica', me dijo: 'Tavo, te voy a llevar ¡a unos lugares!'".

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 —Cada ocho días iba a algún lugar y, obviamente uno por ser de pueblo es montañerito y sus creencias también. Llegué a esas discotecas y era tan… se me abrió el mundo en Medellín. Yo ni tomaba por estar mirando. Nunca había visto a dos hombres besándose, bailando. Yo visité muchos lugares, pero vine a bailar con otro hombre mucho después. Sentí muchos temores, obviamente, por muchas cosas. Uno por la ciudad, otro por la condición sexual de uno y las violencias, el tipo de personas que uno se puede encontrar, las enfermedades. Son muchos temores que uno tiene y yo al menos siempre he ido despacito, como con más cautela. Pero sí, lo que uno quiere es como llegar y desbocarse en la ciudad.

Desde entonces sólo viene al pueblo de visita. Ya no vive en Medellín,se dedicó a administrar negocios y ha vivido en varios municipios. A veces  llega a su pueblo y parcha con la gente, con las viejas amigas, con los amigos que alguna vez había encontrado en las fiestas de Medellín y con los que logró una especie de complicidad en el pueblo. Algunas señoras le han creado fama de perverso, porque le gusta la fiesta y, digámoslo sin pendejadas, porque es un marica orgulloso. No un sodomita enclosetado que resulta casado y con hijos o de monaguillo en la iglesia.

Tanto le han hecho fama, que una vez lo hicieron echar de un trabajito que le estaba haciendo al cura —de puro buen cristiano, sin cobrar— con unos computadores.

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 —Yo ya había terminado sistemas y en una de las venidas por acá, llegó un padre nuevo. Me lo referenciaron, que si iba y le ayudaba. Fui una semanita. No faltaron dos señoras, yo las conozco, sé quienes son, que lo llamaron y lo invitaron a almorzar. Cuando el padre llegó, estaba totalmente cambiado preguntándome un poco de cosas. Yo ya más abierto le dije, sí padre, todo eso es verdad. "¿Usted bebe?", me preguntó, "¿y que te montás en esas mesas y tratás hasta de quitarte la ropa?". Yo, "claro padre, ese licor lo pone a uno muy loco". Le dije, "padre, todo eso es verdad, es que aquí el único padre es usted y las monjitas de arriba. Yo no". Y me dijo que no podíamos seguir trabajando juntos.

Otra jodida que le pasó, fue por la época en que su pueblo se volvió un lugar de paso y abastecimiento que se disputaban los paramilitares y la guerrilla. De vez en cuando entraban unos, saqueaban las tiendas, y volvían al monte. Luego pasaban los otros, amenazaban a alguno por supuesto colaborador y dejaban herida la estatua que está junto a la iglesia.

No era raro que en un corregimiento como este, donde la gente suele estar entre el estrato 0 y 2, y donde los muchachos comienzan a cogerle tedio al campo, algunos se unieran a cualquier bando. Un primo de Gustavo, uno de esos lejanos –porque este pueblo es pequeño pero de familias numerosas, endogámicas y rehenes de las montañas– se había metido a paraco.

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Gustavo andaba tomando con sus amigos en una de las dos cantinas y el primo llegó con ganas de joderlo, por arribista, superado, profesional y, ante todo, por marica.

–Desde la barra me grita con palabras soeces, de "marica" y demás, que ese no era el sitio para mí, que yo no podía estar ahí. Y a uno le coge la rabia, a mí me da un temblor. Y yo, ¡ah bueno señor! Yo estaba con unas amigas y amigos y una de ellas me dijo: "no te vas". El otro me decía, "nos tenemos que ir". Yo dije, si no me voy de acá él sí me coge a pata o me dispara, porque ellos eran así de sencillos.

Una de las amigas le dijo, "salgamos y hagamos una llamadita". Lo mismo de siempre, una llamadita al primo del amigo del tío de fulanita. Era el "comandante" de los paras, uno de esos que hace las veces de inspector en los pueblos donde el Estado no alcanza a llevar su efectiva justicia y le toca dejarla en manos del primer macho, por lo general uno con demostrada superioridad moral y anticomunista.

—No sé qué llamada le hizo, pero yo de aposta volví y me senté. Ya me sentía grande. Como al otro día me buscó por cielo y tierra pa' pedirme disculpas. Imagínese, después de hacerlo pasar a uno un ridículo.

—A los días —me dice Gustavo— entrarían las autodefensas amenazando a todo el mundo con que debían abandonar el pueblo. Y dos días después, los guerrilleros recorrieron cada cuadra del pueblo ordenando a los habitantes que no salieran de sus casas. Comenzaron a visitar finca a finca y se llevaron a unos cuantos. En una de las carreteras que comunican al corregimiento con la cabecera municipal quedó un reguero de 14 cadáveres. A un primo de mi papá, según me cuentan, le tocó alzárselos al camión y trasladarlos al municipio.

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Fueron tan cercanos los hechos que a Gustavo no le había dado tiempo de sacarse la rabia con el primo, que cayó entre los 14.

 —No faltó el que me preguntara, de los que estaban esa noche, "¿ve, cómo fue la cosa con aquel?" Y yo, no, eso pasó pero igual al otro día vino y me pidió disculpas. "¿Y cómo te sentís?". La expresión mía fue "como con un fresquito, para que vea que a ellos también les entra".

El comentario se magnificó hasta llegar nuevamente al comandante.

 —Que yo estaba aplaudiendo, le dijeron, que por la muerte de todos ellos. Yo le tuve que aclarar que no era por todos ellos, porque obviamente son seres humanos. Que más que todo era algo puntual.

Antes de echarnos el último ron, le pregunto por lo que significa ser un marica de pueblo. Me dice que depende, que una cosa es ser la sodomita lapidaria en el closet de la mamá o la esposa, y otra muy distinta el marica que se fue, triunfo y consiguió plata. Como un amigo de él, de acá del pueblo también, que se fue para Europa y con el que se junta cada que vez que viene para mojarle la ruana al pueblo.

 —Las primeras veces que vino fue mucho de mostrar la plata y la maricada. Todo el que se montaba en ese carro, mi amor, tenía que ser para él o para mí. Y yo, así con sátira, le decía: "¡Eh avemaría! Yo creí que aquí en este pueblo no había ninguno. Lo que me falta a mí es plata". La gente aquí, si lo ven a uno sin nada sencillamente lo ven como un marica más, hablémoslo claramente. Pero ya después lo presentan a uno como él primo de fulana o de la alcaldesa, gerente de no sé qué… les cambia el rostro y ya es de "sentate aquí, qué vas a tomar". La gente se fija primero en la condición sexual de uno, como para ver si lo siguen tratando o no. Después de que se dan cuenta que uno es gerente o algo, hasta anotan el celular, uno les ve el cambio tan evidente.

*Nombre cambiado por petición de la fuente 

**Este artículo fue modificado luego de su publicación original. Las referencias a lugares fueron eliminadas para proteger la identidad de la fuente. .