Escribir en Facebook
Montaje: Felipe Sánchez | VICE Colombia

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Escribir en Facebook

"No consumo ninguna droga, ni bebo alcohol siquiera, y descubro que cada palabra que escribo en Facebook la escribo en estado de embriaguez".

Escribo demasiado en mi muro de Facebook. Supongo que hay usuarios que escriben en Facebook más que yo (no lo sé, pues no leo mucho las publicaciones de los otros: no soy recíproca en la lectura, y quizás eso entrañe ser malagradecida), pero creo que yo escribo en exceso. Me he dado cuenta cuando el sistema me muestra en la pantalla los “recuerdos” de hace unos años y entonces leo por encima algún texto que escribí en el pasado, y siento pudor y no me reconozco. Primero, pienso que bien habría podido no publicar aquello de lo que ni me acordaba, pues era superfluo. Me arrepiento y casi me dan ganas de castigarme reprimiendo lo siguiente que se me ocurra publicar. Luego me viene el recuerdo del estado de ánimo que tenía cuando escribí aquello que ya no me refleja, y entonces me doy cuenta de que puedo evocar y volver a sentir el estado de ánimo. El proceso me hace ver que no solo incurro en un exceso de cantidad o de frecuencia al escribir en Facebook, sino que también incurro en un exceso sentimental. Mi muro en Facebook, esa especie de mosaico, va construyéndose como un registro de humores. Y aunque dé pudor el no reconocerse, supongo que es bueno; que desconocerse en lo que uno mismo ha hecho es un paso para conocerse.

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Facebook funciona como una nueva modalidad de diario íntimo: es un inventario de días que como el diario contiene intimidades, pero que no solo se exhibe indiscriminadamente (en mi caso, todas las publicaciones son visibles para cualquiera, sea o no “amigo”), sino que también se elabora en público: se escribe delante de los demás, allí mismo en el muro, sin ningún lapso que medie entre la composición y la entrega. No sé si eso lo haga espontáneo, pues la elección de un disfraz es lo que más velozmente puede hacer el alma humana, pero sí lo hace vertiginoso y hasta fulminante. Esa escritura en un muro que es más ventana que pared puede ser íntima, pues, pero no privada. Y en eso yo encuentro un interés: en la oportunidad de volver sobre la asumida sacralidad de la vida privada, que es una construcción pareja —y concomitante— con la de la propiedad privada, pero que parece estar mucho más cerca de querer desaparecer que esta.

Mi muro en Facebook, esa especie de mosaico, va construyéndose como un registro de humores. Y aunque dé pudor el no reconocerse, supongo que es bueno; que desconocerse en lo que uno mismo ha hecho es un paso para conocerse

Puede decirse lo obvio: que escribir en Facebook es una manera de obtener atención, de tener público; que demuestra una tendencia al exhibicionismo; que es una manera que los solos tenemos de acompañarnos, haciendo que nos miren; que alimenta la fantasía de la conexión. Esos tópicos me interesan bien poco y son de Perogrullo además de que, con una intención moralizante, aspiran a enseñar sobre la superioridad de la materia, de lo contante y sonante, de lo comprado y contable: que la “verdadera” compañía es la física, que la realidad más real es la material, que el lector auténtico es el que compra un libro, que la escritura verdadera es la sostenida por la industria de la publicación. Hay otros asuntos en torno a Facebook que me interesan un poco más: el examen de sus interacciones con la democracia, por ejemplo, o la problematización de la idea de que Facebook, una empresa privada, sustituya a un foro público, o la discusión en torno a la disolución de los criterios de autoridad que la plataforma genera, o la denuncia de la mediocrización del pensamiento que puede promover, o la oposición a su entronización de la reactividad del gusto (con el “me gusta” y “me encanta” que los textos piden y reciben), o el examen del juego de las falsas indignaciones y la compasión postiza que Facebook estimula a manera de concurso de bondad, con equívocos mecanismos apostólicos. Pero tampoco quería hablar ahora de esos temas: ni de lo que leo ni de quienes me leen ni del lugar donde publico, sino de cómo es mi experiencia al escribir allí. Al escribir allí excesivamente.

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Lo más importante de la experiencia es eso, la demasía, el exceso. Publico en Facebook todo lo que puedo publicar, todo lo que quiero publicar, todo lo que se me ocurre. Y todo lo que uno quiere, puede y se le ocurre es necesariamente demasiado, es decir, es más de lo recomendable, más de lo justo y más de lo que se puede soportar. Pero en eso radica el bien de Facebook, la diferencia de su oferta: en que allí uno puede expresar lo que le sobra.

No consumo ninguna droga, ni bebo alcohol siquiera, y descubro que cada palabra que escribo en Facebook la escribo en estado de embriaguez

No consumo ninguna droga, ni bebo alcohol siquiera, y descubro que cada palabra que escribo en Facebook la escribo en estado de embriaguez: drogada por la mirada del otro desconocido, por el oído del otro, por mi absoluto desconocimiento de su lectura constatable. Escribir delante de otro que existe (que lee enseguida, que se manifiesta enseguida y no es ya el lector abstracto del libro, más o menos unificado en su abstracción, sino el que malentiende, el que no comparte el referente, que está junto al que entiende más allá y enriquece el referente y amplía el contexto) es una droga poderosa que produce un vértigo en apariencia domesticable, y es una droga de poder.

Escribo acerca de todo: hago críticas de películas que veo, de libros que leo, de series de televisión que sigo. Doy clases de gramática. Hago exégesis de la Biblia. Resumo mis clases de literatura. Escribo sobre los edificios y los parques de Bogotá, y sobre cosas que creo entender cuando viajo. Denuncio invasiones del espacio público. Escribo párrafos en clave de deseo y despecho para hombres a quienes he amado. Escribo encomios a hombres y mujeres a quienes admiro. Pongo aforismos de Girolamo Vico Acquanera, un autor del que soy autora, y que es por igual acertado y delirante. Insulto a mansalva y con el mismo cuidado de amor rabioso con el que elogio. En 2016 hice una crónica diaria sobre mi ficticia participación como clavadista y como corresponsal de Facebook en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, que luego, editada junto con una entrevista igualmente ficticia, se convirtió en un libro. Hago parodias de las señoras que hacen mercado en Carulla, como yo. Cuento de mi perra. Trato de preocuparme por problemas que, si no existiera Facebook, no me preocuparían. Uso Facebook como un estímulo para mi atención. A través de mis comentarios me vinculo con la sociedad, cuando mi tendencia natural es a excluirme. Asumo posturas. Hago poses. Intento chistes. Me muestro como, en un instante, creo que es al natural. Me enaltezco y luego me pongo por el suelo. Increpo y recrimino. Saludo. Practico el español. Y todo sale con la misma letra, en el mismo formato, todo junto. Quizás el efecto de la mescolanza sea que todos los contenidos y las preocupaciones se aplanen, se aplasten unas contra las otras y ninguna tenga relieve ni profundidad. Pero quizás eso sea realista, si en la vida no hay un tema ni una curiosidad que tenga más relevancia o más legitimidad que otra, o si todas se articulan en una sola ansia.

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He dicho alguna vez que publico en Facebook no como yo, sino como un personaje que creo y que publica en Facebook: ha sido una declaración engañosa. Yo, como cualquiera, como todos, soy muchos personajes, de modo que lo que publico en Facebook está todo dicho en mi nombre, y es la expresión de alguien que explora su variedad. Lo único que no escribo en Facebook es algo que no piense (aunque tampoco escribo allí lo que pienso mejor, que reservo, con un escrúpulo que supongo conservador, para los libros). No sé si con lo que hago en la red social, con esa acumulación de mis respuestas frente al mundo, esté haciendo una autobiografía un poco impresionista, o si estoy contrariamente socavando un intento autobiográfico. Sé que escribo cerca de la fuente y del lector, que se convierte en un destinatario presente, y eso —y la conciencia de la conjunción entre oralidad y escritura, y entre creación individual y colectiva que el medio conlleva— me interesa. Los posts de Facebook me sirven además como calentamiento: para explorar un tema del que al mismo tiempo escribo e investigo a solas. El muro me sirve como libreta de notas. Y no sé bien lo que estoy haciendo al escribir en Facebook, pero no me da miedo explorarlo ni me da impaciencia el no poder entenderlo todavía.

Yo, como cualquiera, como todos, soy muchos personajes, de modo que lo que publico en Facebook está todo dicho en mi nombre, y es la expresión de alguien que explora su variedad

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También, o sobre todo, escribo en Facebook para descansar y divertirme. Paso la mayoría de mi tiempo escribiendo despacio y penosamente, componiendo textos que necesitan tiempo y borraduras. Para descansar de esa escritura, escribo en aquella ventana. Es un descanso que no es inactividad sino el reverso del trabajo que hago. Como alguien que nunca ha sabido descansar, atesoro este invento, que me permite escribir descansando y trabajando, en varios de los estados en los que mi alma puede ponerse, con diferentes estilos y velocidades. Escribo en Facebook con un placer sencillo que es un gran placer.

“Y aunque nadie me lea, ¿he perdido acaso el tiempo dedicándome durante tantas horas ociosas a pensamientos tan útiles y agradables? Al moldear en mí esta figura, he tenido que moldearme y componerme tan a menudo para reproducirme, que el modelo ha cobrado firmeza y en cierta medida forma él mismo. Al representarme para otros, me he representado en mí, con colores más nítidos que los que antes tenía. No he hecho más mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí —libro consustancial a su autor, con una ocupación propia, miembro de mi vida, no con una ocupación tercera y ajena como todos los demás libros—”. Eso escribió Montaigne, que a finales del siglo XVI se inventó al género del ensayo y al intelectual moderno. (La traducción es de J. Bayod Brau).


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