El 9, un libro sobre el punketo más fotógrafo de Medellín
Autorretrato de Albeiro Lopera, El 9

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El 9, un libro sobre el punketo más fotógrafo de Medellín

Tenemos en exclusiva el tercer capítulo del libro 'El 9', un perfil que recoge, además, las mejores fotografías del fotoperiodista paisa Albeiro Lopera.

En febrero murió El 9, el fotoperiodista paisa Albeiro Lopera (1966-2015) quien fue protagonista y voyeur de la Medellín de los noventa. Desde que conocimos su historia escrita por la pluma del periodista Alfonso Buitrago no habíamos parado de insistirle que nos comparta algunos relatos de su viejo amigo.

Pues ahora es cuando. Ayer martes, en el marco de la Fiesta del Libro de Medellín, Buitrago presentó El 9, un libro editado por Tragaluz Editores y curado gráficamente por el fotógrafo estadounidense Stephen Ferry. El libro, además de ser un gran perfil de este monstruo de la fotografía paisa, recoge sus mejores tomas.

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Valió la pena la insistencia, Buitrago y sus editores nos compartieron muy generosamente el tercer capítulo del libro y una selección de fotografías para que pillen y se antojen.

Aquí puedes adquirir el libro en preventa.

III. Y le tocó la guerra

En octubre de ese 1999, el corresponsal extranjero de Reuters en Colombia, Karl Penhaul, llegó a Medellín con la idea de hacer un reportaje sobre pandillas y combos en una época en la que el Bloque Metro de los paramilitares incursionaba en las comunas y atizaba conflictos entre barrios. Y entonces comenzó de verdad la experiencia de El 9 como fotógrafo de una agencia internacional. Karl estaba desayunando en la terraza del Hotel Nutibara, esperando al nuevo fotógrafo que la agencia había contratado como stringer o fotoperiodista freelance en la ciudad.

–Cuando lo vi, no entendí si era el fotógrafo o un pandillero –dice Karl, un periodista británico que llevaba trabajando en Colombia desde 1996.

Karl era fácil de identificar: la cabeza calva, la piel blanca, casi rosada, y el cuerpo grande de un jugador de rugby.

–Quiero hacer un reportaje sobre las pandillas de la comuna nororiental –le dijo Karl.

A El 9 se le abrieron los ojos, casi con deleite.

–No sé si pensó que me iba a asustar en esos rincones de la ciudad, o si fue la primera vez que vio tan validada su forma de hacer periodismo y de buscar personajes en las márgenes de la sociedad.

Era la oportunidad de mostrar todo lo que había vivido en la calle. El 9 le ofreció unos contactos en el barrio Popular, pero resultaron escurridizos y no quisieron hablar en público ni dejarse fotografiar. Después, lo llevó a un barrio donde por su trabajo de reportería tenía contactos con miembros de las milicias urbanas del ELN.

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–Hablamos largo y tendido con ellos, pero al final dijeron que solo darían su aprobación para entrevistas en su territorio si les podíamos "colaborar"en algo. Reuters y la mayoría de medios internacionales tienen la política de no pagar por entrevistas, así que salimos con las manos vacías.

Cuando se estaban alejando del barrio, los milicianos les dijeron que no querían dinero en efectivo, sino que Reuters les comprara una fotocopiadora para ellos imprimir sus panfletos.

–Por supuesto, tampoco colaboramos con esa petición, pero nos dio para reírnos mucho. Durante años recordamos a los dizque temibles milicianos pidiendo su fotocopiadora. Eran de esas situaciones potencialmente estresantes en las que intentas hacer contactos y construir confianza con delincuentes y terminan en momentos de humor o ironía; humor e ironía que se veían reflejados en muchas de las fotos de Albeiro, sin que juzgaran ni condenaran a nadie.

Por recomendación de Karl, lo invitaron a Bogotá a recibir entrenamiento sobre el funcionamiento de la agencia y un nuevo equipo. Le dieron una cámara Kodak con un lente 17/35 –por su tamaño, El 9 decía que parecía un Sputnik–, un computador portátil, un escáner Nikon y un laboratorio fotográfico que cabía en un maletín. De esa forma, podía revelar y trasmitir sus fotografías desde el lugar de los hechos.

–Me acuerdo claramente de su llegada a Bogotá. Nos reímos mucho en el primer almuerzo porque pidió bandeja paisa y mazamorra. No había mazamorra, y con eso se dio cuenta de que estaba lejos de su amada Medellín –recuerda Karl, quien comprendió que El 9 conservaba su esencia de hijo de una familia obrera venida del campo–. Me dijo que nunca había estado en un sitio donde no podía ver las luces de Medellín. Era una broma, pero lo dijo de una forma muy simpática y muy humilde. Él no era persona ni periodista de historias inventadas ni de pretensiones.

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Y a partir de ahí le tocó la guerra, una guerra que viviría con la misma intensidad y confusión que la época punk, al igual que le pasó a una generación de fotógrafos y periodistas que se vieron arrastrados a una vorágine de masacres, asesinatos, explosiones. Había momentos en los que ya no distinguían qué combate estaban cubriendo, en qué pueblo arrasado estaban. En todas partes veían a los mismos combatientes, como si viajaran juntos de pueblo en pueblo en una excursión macabra que duró años. Así, El 9 fue acumulando batallas peleadas: contra la sociedad, contra la enfermedad, contra sí mismo, y ahora contra la guerra. Y su vida familiar y personal no era ningún refugio de paz, amor y reconciliación.

En 1998 su padre decidió seguir el camino de sus hijos Yanneth y Edisson y se fue a vivir a Estados Unidos, y un año después los siguió la madre. El 9 era el único miembro de la familia que seguía anclado a una tierra que les había sido hostil. Y para ahorrar gastos, Albeiro y su esposa se mudaron a la casa de Aníbal y Ruth en el barrio La América, donde comenzaron sus problemas de pareja.

–Dentro de mi esquema él estaba bien en El Mundo. Reuters fue el acabose de él como persona. Fue un movimiento muy grande. Albeiro nunca se había creído nadie, nunca había sido nadie. Aunque suene duro, fue como si un niño de un tugurio se hubiera ganado un billete de lotería. Se volvió un Dios. Yo era la bruta que no entendía nada de su trabajo –dice Gloria.

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Sin darse cuenta, su esposo había entrado a formar parte de una tradición de varias generaciones de fotoperiodistas que le mostraron al país, con fotografías como las del Bogotazo del 9 de abril de 1948 tomadas por Tito Celis, lo que pasa cuando se abraza la violencia. Imágenes que hoy componen nuestra memoria histórica y le dan forma a una mirada colectiva que ha influido en la visión y en las interpretaciones que tenemos del conflicto armado: de sus ganadores y perdedores.

El 9 era expresión de un atrevimiento con la realidad que habían iniciado fotógrafos empíricos como Jorge Obando (1894-1982), Sady González (1913-1979), Leo Matiz (1917-1998), Carlos Rodríguez (1913-2009), Gabriel Carvajal (1916-2008) o Carlos Caicedo (1929-2015), quienes compartían el fin más loable de los reporteros gráficos que viajan a lugares en guerra para dar testimonio de lo que ven: generar reacción y movilización social, como ocurrió con la sociedad norteamericana contra la guerra de Vietnam.

En la última década del siglo XX, junto a los reporteros gráficos empíricos, llegó a los medios escritos locales una generación de fotoperiodistas con título universitario de comunicadores sociales y periodistas. Los recién llegados tenían formación académica y un renovado compromiso social, que planteaba nuevos enfoques sobre la violencia que estaban atestiguando. Fue el caso para Medellín y Antioquia, por citar dos ejemplos destacados, de Natalia Botero y Jesús Abad Colorado, compañeros de generación de El 9.

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Después de varios años de publicar fotografías en periódicos y revistas de actualidad, Botero y Abad consiguieron que sus imágenes, con las que buscaban humanizar la guerra –y su forma de entender el conflicto armado, solidarizándose con las víctimas e intentando oírlas antes de disparar la cámara y ceder a la presión de la chiva y al espectáculo mediático–, se convirtieran en documentos históricos.

Las fotografías de El 9, empírico y punkero como era, no encontrarían su justificación ni en la formación ni en el discurso académico, y el reconocimiento a la importancia de su trabajo como memoria histórica le llegaría cuando por razones de salud ya no podía ejercer su oficio. En particular, gracias al Museo Casa de la Memoria de Medellín, que en 2014 adquirió parte de su archivo. Además de compartir con sus colegas un alto grado de compasión, compromiso social y curiosidad, en su caso primaba una identificación plena con las diferentes situaciones de la guerra.

Siempre estaba íntimamente cerca de los temas que fotografiaba, como si estuviera documentando su propia vida.

***

Barrio Triste, Medellín, 2005. Todas las fotos por Albeiro Lopera, El 9.

En la calle lo recibía un reto laboral con condiciones y exigencias muy diferentes al acompañado mundo de un periódico local. Trabajando para Reuters estaba solo. La agencia no tenía oficina en Medellín, así que debía hacer el trabajo por su cuenta. En su casa, peleaba con Gloria por los horarios, por el dinero, por el alcohol. Otra vez sus canciones le daban una medida a lo que estaba viviendo, era "la pesadilla de ser un ciudadano". Dejó a su mujer y alquiló un apartamento cerca del estadio, que compartió con Daniel, un colega de la Agencia France Press que había venido desde Bogotá para trabajar en Medellín.

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Con Daniel, El 9 iniciaría la composición del nuevo collage de su vida, que iría armando con imágenes reales de "desastres", "discordia"y "holocaustos"; con las que al mismo tiempo plasmaría el sufrimiento ajeno y la humanidad que trasciende a cualquier conflicto; y a través de las que conocería la temeridad y el miedo, la compasión y el cinismo; la angustia y el dolor, la impotencia y la frustración, la crueldad y el engaño. Y en el centro del cuadro…un hígado convaleciente que se consumía sin remedio.

El apartamento tenía dos habitaciones, dos camas para dormir, dos mesas para poner los computadores y los escáneres, una caja donde tiraban los negativos después de despachar sus fotografías, una nevera con botellas de cerveza, una barra para comer y un lavaplatos lleno de platos sucios. Se repartían el día para escuchar las noticias de la radio y así decidir lo que debían cubrir. Escuchaban Radionet o la básica de Caracol. A veces se levantaban juntos en la mañana, con la resaca de alguna borrachera, y escuchaban juntos las noticias.

–Van dos muertos en Urrao –decía Daniel.

–No vamos –respondía El 9 tomándose un café negro con ron.

–Que van seis.

–Ah, ¿sí?, mire a ver. Llame a la agencia.

–Son trece.

–Listo, tocó viajar.

Entonces El 9 se armaba con unas botas tipo militar, bluyines o pantalones de explorador con bolsillos a los lados, un chaleco, el carné de prensa internacional, un cinturón con varios lentes, un maletín con el equipo portátil, y la cámara "Sputnik"colgada al cuello, un escudo del tamaño de un satélite que sin embargo lo hacía invisible, y con el que era capaz de igualarse a cualquier combatiente.

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–Cuando uno lo veía en acción, era ese hombre con botas pesadas y grandes, el chaleco, los lentes en la cintura, la cámara colgada como una canana, parecía un Rambo. En ese momento las agencias pedían guerra y él era un guerrero, era su forma de protegerse porque por dentro era un terroncito de azúcar –dice Natalia Botero, quien para la época era reportera gráfica de la revista Semana.

–El 9 era muy atrevido y eso hacía que trabajar con él fuera muy bueno. Había que probarle finura y si uno era un poquito valiente, él se metía donde nadie más lo hacía –dice Daniel.

Dado que cualquier viaje a una zona en conflicto suponía un grave riesgo, llamaba a sus amigos fotógrafos, camarógrafos y periodistas y les preguntaba si ellos también iban a ir; con los que decían que sí, armaba caravanas que muchas veces llegaban al lugar de los hechos antes que las Fuerzas Armadas. El 17 de enero de 2000 fueron a Yarumal, donde las AUC asesinaron a dieciséis campesinos; el 4 de febrero a Urrao, donde las mismas AUC dejaron treces muertos; el 25 de marzo viajaron a Vigía del Fuerte, donde las FARC destruyeron la parroquia, la alcaldía, la empresa de energía, la cooperativa y diez casas.

***

Entrenamiento paramilitar en Uraba, Antioquia, 2004.

Justo antes de la premier de la película La virgen de los sicarios en septiembre de 2000, El 9 conoció a Mónica Sánchez, una diseñadora gráfica de 27 años. Mónica se convertiría en su novia, compañera de rumba, asistente, y a veces incluso en una madre sustituta. Le ayudaba a poner orden y a limpiar el apartamento, a organizar los negativos, editar y enviar las fotografías a Reuters.

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Al final del año, las FARC se tomaron el municipio de Granada, a unos setenta kilómetros de Medellín en el Oriente antioqueño. El 7 de diciembre, a las once y media de la mañana, guerrilleros del Noveno Frente detonaron un carro bomba con 400 kilos de explosivos frente al comando de policía del pueblo. Al enterarse, Daniel y El 9 llamaron a Jaime Ospina, conocido como 'El Flaco', ex publicista, camarógrafo y productor del noticiero de televisión En Vivo 9:30, que solía transportarlos. Con él se fueron para Granada, un viaje que normalmente duraba dos horas.

A pocos kilómetros del pueblo, en un puente, se encontraron con la caravana de periodistas detenida. Entre ellos estaban Edison Muñoz, el amigo camarógrafo a quien le decían 'El Gusano', y Juan Carlos Acosta, periodista conocido como 'El Monarca', quienes también trabajaban para En Vivo 9:30. La caravana no había seguido adelante porque creían que el puente estaba minado. Desde la montaña les gritaban:

–¡Sigan que eso no es para ustedes!

Edison revisó el puente y decidió seguir adelante en su carro con El Monarca, detrás pasaron Daniel y El 9 en el Swift 1.0 azul de El Flaco y después los demás periodistas. A quince minutos de llegar al pueblo, cerca de las cuatro de la tarde, en un lugar conocido como La Mayoría, se encontraron con carros y camiones detenidos en la vía. Entonces vieron a los guerrilleros.

–¿Ustedes qué?, ¿quiénes son?, ¿para dónde van? –les dijo uno de ellos.

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Los periodistas se identificaron.

–¿Qué pasa? ¿Por qué no nos dejan entrar al pueblo? –dijo Edison.

–Ustedes no van a pasar ni van a salir de acá –les dijo el guerrillero.

–¿Cómo así?, ¿estamos secuestrados?

–Ustedes de acá no salen.

En el aire se escuchaban ráfagas disparadas por aviones fantasma y helicópteros arpía que bombardeaban las montañas vecinas. Los periodistas y los conductores detenidos se metían debajo de los carros cada vez que oían el ruido de los disparos. La guerrilla no se movía de donde estaba ni dejaba que nadie lo hiciera. Empezó a oscurecer y los periodistas perdieron la esperanza de llegar al casco urbano de Granada o de regresar a Medellín. No podían tomar fotos, pero los dejaron llamar para avisar que estaban retenidos. La familia de Albeiro vivía en los Estados Unidos, entonces decidió llamar a su ex mujer.

–Me tienen retenido en Granada –le dijo.

–Ojalá te maten –le dijo ella y colgó.

Luego llamó a Mónica.

–Nos retuvieron en Granada y no tengo a quién llamar –le dijo.

Los guerrilleros les dijeron que podían pasar la noche en una escuela cercana y los llevaron caminando. La escuela era una casa campesina donde apenas había un televisor.

–Había guerrilleros que no pasaban de quince años –recuerda El Flaco.

Empezó a oscurecer y los periodistas perdieron la esperanza de llegar al casco urbano de Granada o de regresar a Medellín. No podían tomar fotos, pero los dejaron llamar para avisar que estaban retenidos. La familia de Albeiro vivía en los Estados Unidos, entonces decidió llamar a su ex mujer.

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En la escuela se agolparon una docena de periodistas, los conductores de los carros retenidos y guerrilleros que iban y venían de la montaña. Vieron el noticiero en el que informaron sobre el ataque al pueblo y la retención de los periodistas, y después imágenes de un partido de fútbol. La noche sería larga, fría y pasada por hambre. Ninguno había llevado provisiones, pues esperaban regresar a Medellín ese mismo día. Ese era el "glamour", la antesala a la aparición del tapete rojo de la guerra. Los momentos aburridos e intrascendentes en los que la adrenalina parece congelada en la sangre, en el tiempo. No pasa nada y todo está a punto de pasar. La guerra es una aventura a medias, y los que se embarcan en ella a menudo pasan largas horas de tedio a la espera de una emoción. Más que aventureros, son adictos a la adrenalina, tal vez ilusos o románticos. Con seguridad, apasionados por un oficio con el que intentan ganarse la vida, aunque en el camino otros la pierdan.

El 9 y Edison regresaron a la carretera a buscar algo de comer.

–Comandante, tenemos hambre –le dijo El 9 al primer guerrillero que se encontró.

–Ahí hay comida, si quieren vayan y buscan –dijo señalando un camión.

–Esa comida va para el pueblo y el conductor la está cobrando muy cara –dijo El 9.

El guerrillero sacó una hoja de papel y con un lapicero dibujó el número 9 del Noveno Frente.

–Digan que la guerrilla paga –les dijo y les entregó la hoja.

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Edison se montó al primer camión que vio y empezó a pasarle a El 9 cajas de atún, tacos de galleta y unas botellas de vino. El 9 le entregó el papel al conductor y acordaron un precio justo.

–¡Ey, Gusano!, ¿vas a desocupar ese camión o qué? –le gritó El 9.

–¡Es para que comamos todos!

Esa noche comieron atún con galletas y decidieron que dormirían en los carros. Daniel, El Flaco, El Gusano y El Monarca tomaron vino hasta que les dio sueño. El 9 se les acercó a dos guerrilleros que estaban de guardia y les ofreció un trago. Bebieron hasta la madrugada. En la montaña todavía se oían disparos y explosiones de pipetas de gas. Al amanecer apareció el comandante.

–Ahí les queda el pueblo –les dijo a los periodistas.

Lo encontraron destruido. El carro bomba y las pipetas dejaron veintidós personas muertas y veinticinco heridos. Los habitantes permanecían escondidos en sus casas. Los policías que habían resistido el ataque salían de los escombros. Detrás de los periodistas venía el Ejército. Fotógrafos y camarógrafos se fueron a hacer su trabajo. Era la hora de la competencia y de la verdad del oficio: encontrar una imagen capaz de abarcar el caos que estaban viviendo, de trasmitirle al lector que abre el periódico por la mañana, en la comodidad de su casa, lo que ellos estaban sintiendo en ese momento.

El 9 se subió al campanario de la iglesia para ver el pueblo desde lo alto, por donde pisaba había un tapete de casquillos de balas de fusil. Varias cuadras a la redonda del parque principal estaban hechas una ruina. En las calles había montañas de escombros que parecían haber bajado en una avalancha. Lo único parecido que había visto antes fue el desastre del terremoto de Armenia, pero en esta oportunidad no se podía culpar a la naturaleza.

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–De cien fotos que uno toma, una o dos quedan enfocadas. Uno tiene mucho miedo, la cámara se pega, como si sintiera la adrenalina. La cámara siente lo de uno, siempre esperando un disparo de cualquier parte –decía Albeiro.

Otra vez abajo, vio un par de campesinos viejos que caminaban sobre los escombros, como si fueran los últimos habitantes del pueblo abandonando una desgracia. Les tomó fotos. En el parque principal vio a Daniel, vestido de negro, en cuclillas esperando a que sacaran un cadáver de un local que había sido destruido por la explosión del carro bomba.

–¡Qué hijueputa gallinazo! –le gritó El 9.

–Qué va, ¡no me joda que esta foto no la tiene usted! –le dijo Daniel y siguió esperando.

Cerca del comando, completamente destruido, El 9 vio un par de policías que se abrazaban. Tomó la foto. Luego, en lo que parecían los restos de un parqueadero, vio cuando uno de los policías, llorando, tapaba con un pedazo de acrílico el cuerpo de un compañero muerto. Tomó la foto. Otro policía le pidió ayuda para sacar a un compañero herido de los escombros. Les dio una mano y los acompañó hasta el hospital.

El Gusano seguía cerca. Entonces sintieron disparos que venían de la montaña. La guerrilla todavía estaba en los alrededores.

–¿Qué hacemos? –dijo El Gusano a El 9.

–Si le da miedo compre un perro –dijo El 9, sin él mismo saber dónde esconderse.

Corrieron por una calle donde había enfrentamientos. Un policía, cubierto por un poste del alumbrado público, disparaba su fusil hacia la montaña. El Gusano, detrás, grababa.

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–El 9 cruzó la calle, sin nada que lo cubriera, y se puso al frente del policía para poder enfocarle la cara y tomarle una foto. Yo al menos estaba protegido por un poste –dice Edison.

–Sentía los fogonazos que me pasaban cerca. Así pensaba que me iba a tocar morir, de un disparo que no sigue derecho, sino que se queda dentro de uno. Hubiera sido la mejor muerte –recordaba El 9.

***

Incendio en el sector Mano de Dios, Comuna 16 de Medellín, 2003.

Muchas veces, El 9, Daniel, Luis Benavides, Natalia Botero y Fredy Amariles –reportero gráfico de El Colombiano en ese momento–salían a buscar historias en el jeep de Natalia, un Suzuki SJ 410 verde militar.

–Éramos un clan –recuerda Natalia–. Como yo tenía carro, nos íbamos para Cocorná a cubrir los paros armados en la autopista Medellín-Bogotá o para San Carlos a ver qué encontrábamos. Llegábamos solos, a veces nos encontrábamos a la guerrilla todavía dando discursos. Una vez los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) me iban a quemar el carro.

Ese clan era la versión local del llamado Bang Bang Club de Kevin Carter, Greg Marinovich, Ken Oosterbroek y João Silva, fotógrafos que entre 1990 y 1994 cubrieron el fin del apartheid en Sudáfrica y se hicieron famosos por ganar dos premios Pulitzer (Marinovich en 1991 y Carter en 1994) y por las consecuencias que tuvieron que pagar por su arrojo: Oosterbroek fue herido de muerte en el cubrimiento de un enfrentamiento entre Fuerzas de Paz y militantes del Congreso Nacional Africano en abril de 1994, en el que también resultó herido Marinovich. Carter se suicidó meses después.

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–Veíamos lo que hacían otros fotógrafos en otros conflictos, y nos dábamos cuenta de que estábamos haciendo lo mismo –dice Daniel–. Eso nos motivaba mucho. Las masacres y los combates a los que nos metíamos eran como en África o en el Medio Oriente. Suena muy triste decirlo, pero nuestro conflicto armado era tan respetable como cualquier otro conflicto armado en el mundo.

No solo era respetable y digno de cubrir pese a las consecuencias, sino que la gente que estaba muriendo era colombiana, como ellos. En 2000, Silva y Marinovich, los sobrevivientes, publicaron un libro que recoge la historia del grupo titulado El Club del Bang-Bang. Instantáneas de una guerra encubierta, que luego serviría de base para la película The Bang Bang Club, del director canadiense Steven Silver (estrenada en 2010). Greg Marinovich, en una presentación de la película, explicó al público la diferencia entre cubrir tu propio país con respecto a un país extranjero: "Hay una diferencia enorme, porque en el exterior eres un outsider, no importa la empatía que tengas, no es tu país. Cuando estás cubriendo cualquier clase de violencia o tragedia en tu propio país, se siente mucho peor y te mueve más profundamente, te sientes comprometido a seguir haciéndolo. Es casi como si tuvieras más responsabilidad que hacerlo en el país de otros".

Así como les pasaba a los miembros de El Club del Bang-Bang nacidos en Sudáfrica, la gente que moría o resultaba herida aquí eran personas como El 9, como sus familiares, como sus amigos; que hablaban su mismo idioma y compartían creencias y una misma historia como pueblo.

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–Él entendía a la gente –dice Daniel–. Se conectaba con ella porque era su gente. Era muy paisa y se podía conectar más fácilmente que yo. Eso se veía en sus fotos. Yo le tomaba una foto a una señora sufriendo y me quedaba buena, pero a él le quedaba mejor, como si mirara para adentro y asímismo fuera capaz de tomar la foto para afuera.

Con la rutina establecida de visitar tragedias en el ejercicio de la reportería gráfica, en 2001 volvieron las bombas a Medellín y las masacres de los grupos armados se extendieron por Antioquia[1].

–Éramos expertos en funerales. Cuando nos emborrachábamos nos reíamos. No podía ser de otra forma, sino nos hubiéramos desquiciado –dice Daniel–. La única alegría que teníamos eran los partidos de fútbol, pero odiábamos tener que ir a Colombiamoda. El éxtasis nuestro era cubrir al Atlético Nacional en la Copa Libertadores. Esos eran los momentos de felicidad.

Desde los primeros meses del año, en varios lugares de Antioquia, particularmente en la región del Nudo del Paramillo, en la cordillera Occidental, la guerra entre las Fuerzas Armadas, los paramilitares y la guerrilla dejaba combatientes muertos, civiles asesinados y pueblos destruidos. Daniel y Albeiro continuaban pegados a la radio esperando el número indicado de víctimas para viajar. Ya habían mostrado lo que eran capaces de hacer y en sus agencias esperaban que sus fotos llegaran cada vez más rápido y mejores.

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El 9 sentía la presión y se angustiaba. Daniel y Mónica le seguían ayudando a revelar, a editar y a enviar sus imágenes, y él por su cuenta les preguntaba a sus colegas y a su jefe y empezaba a darse cuenta de que sus fotos ya no solo las publicaba un editor de El Mundo si le daba la gana, sino que podían aparecer en la revista Time, en The New York Times o en Le Figaro.

–Le mostraba las fotos que le publicaban en los periódicos de afuera, porque él no se daba cuenta –dice Daniel.

–Mirá, tu foto salió en The New York Times –le decía.

–¿Queeeeeé? –respondía El 9.

–Él ni siquiera sabía qué era The New York Times–dice Daniel.

En el exterior sus fotos se vendían muy bien, y El 9 cada vez comprendía mejor el impacto que tenían y se sentía capaz de competir con un "viejo zorro"como Luis Benavides, que le llevaba once años a El 9 y veintitrés a Daniel y por muchos años fue el único fotógrafo de una agencia extranjera en la región.

***

Manifestantes retan a un policía en Medellín. Sin fecha.

El jueves 19 de febrero de ese 2001 se enteraron de un ataque de varios frentes de las FARC a un campamento de las AUC ubicado cerca al corregimiento Santa Rita, en Ituango, al Norte de Antioquia. El viaje por carretera podía durar más de ocho horas y la seguridad no estaba garantizada. La única forma de llegar primero que la competencia era alquilando un avión. Estaban decididos a ganarle el pulso a Benavides, pero no les alcanzaba para pagar un vuelo chárter. El 9 llamó a Claudia Garro, periodista del noticiero de televisión Noticias Caracol, y le propuso hacer el viaje juntos. Para su sorpresa, Claudia aceptó. Él no creía que ella se fuera a arriesgar. En la avioneta solo cabían cuatro pasajeros: Daniel, Claudia, El 9 y el camarógrafo Óscar Álvarez, apodado 'El Burro'. Antes de montarse, El 9 les dijo que se tomaran una foto por si no regresaban vivos.

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–Me clavé un par de rones y hágale –recordaba El 9.

–Íbamos muy asustados, porque en esa época esos municipios eran más inaccesibles y allá podía pasar cualquier cosa sin que las autoridades en Medellín se dieran cuenta. El secretario de gobierno de Antioquia era Juan Manuel Restrepo y cómo sería la situación, que muchas veces él me preguntaba lo que estaba pasando para confrontarlo con las versiones que le llegaban de las autoridades locales –dice Claudia.

Sabían que en el aeropuerto de Ituango la guerrilla solía esperar la llegada de los aviones para retener a los forasteros. Cuando aterrizaron, nadie los estaba esperando, pero no sabían exactamente qué había pasado ni dónde. En el pueblo nadie les dijo nada oficialmente, pero por rumores se enteraron de que en Santa Rita, a unas dos horas de camino por una trocha, había muchos muertos. Consiguieron un "chivero" dispuesto a llevarlos, pero el viaje era muy incierto.

–En esas zonas de conflicto, la "violencia"siempre nos mandaba personas para desorientarnos –dice El Burro.

Al momento de salir del pueblo les dijeron que los muertos venían en camino hacia el casco urbano. En la salida hacia Santa Rita quedaba el hospital, que en los pueblos funciona como morgue, y decidieron quedarse en ese lugar esperando a que llegaran los cuerpos. Almorzaron y se sentaron en una tienda al frente del hospital a esperar cualquier cosa. Hacía frío, lo sentían incluso en las miradas de los habitantes del pueblo.

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–El 9 era muy inquieto, siempre mirando para todos lados. Éramos el centro de atracción, pero no sabíamos quién era quién –dice El Burro.

–Y espere y espere. No pasaba nada, no se veía policía, aunque esos pueblos nunca son tranquilos. Se sentía la zozobra y más en ese municipio donde ya había pasado la masacre paramilitar de El Aro en el 97. El ambiente era muy pesado –dice Claudia.

–Entre más gente veíamos, más solos nos sentíamos –dice El Burro.

Llegó la noche. El grupo no sabía si seguir esperando o buscar un hotel donde descansar. Sin haber podido aportar "nada noticioso", vieron el noticiero de Caracol en un televisor que había en la tienda. Pasaban las horas y nadie les confirmaba si los cuerpos iban a llegar. Era Comala a la espera de sus muertos.

–Teníamos una ventaja y era que los grupos armados nos conocían y sabían cuál era nuestra labor –dice El Burro.

Eran más de las nueve de la noche y seguían aguantando.

–¡Viene una volqueta! –dijo El 9 y dio un salto hacia la calle.

–Apuesto que ahílos traen –dijo El Burro.

Entre todos le hicieron señas al conductor para que parara, pero no paró. Mientras abrían las puertas del hospital, El Burro se paró en frente de la volqueta. El 9 y Daniel se fueron para el volco y con las manos levantadas por encima de la cabeza disparaban las cámaras, sin poder controlar el enfoque ni el flash ni lo que estaban fotografiando. Claudia intentaba hablar con el conductor.

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–Señor, dígame algo, ¿cuántos muertos son? –le decía.

El Burro aprovechó las preguntas de Claudia para ir al volco a grabar. El conductor no decía nada. Se bajó de la volqueta, se subió al volco y pidió que no grabaran ni tomaran fotos. Entonces El 9 disparó la cámara y la luz del flash pegó de lleno en el rostro del conductor. Estaba mirando el interior de un volco lleno de cuerpos empantanados, algunos con uniformes militares y otros en ropa interior, arrumados unos encima de otros.

–Eran unos veinticinco o treinta muertos, todos combatientes paramilitares –recuerda Claudia.

Hasta ese momento, El 9 había conseguido mantener cierta distancia de la gente que fotografiaba. Si no eran combatientes, se acercaba con mucha prudencia, con pudor, pero la agencia lo quería cada vez más cerca de las víctimas, del dolor.

–Yo era muy inocente. Daniel le montaba el ojo de pez a la cámara y se les pegaba a la cara. A mí no me gustaba, pero en Reuters me ponían problema y me decían que por qué yo no hacía las fotos como Daniel –decía El 9.

La agencia tenía reglamentos que le indicaban a El 9 cómo debía tomar las fotos.

–Si les cambiaba el plano o les hacía algún corte, no les servían. Yo me resistía, pero cada vez la presión era mayor y llegué a pensar que me podían echar si no tomaba las fotos de esa manera.

Ese día, El 9 finalmente se ajustó al perfil que se esperaba de él. De acuerdo con el mandamiento del legendario fotógrafo de guerra Robert Capa, si era capaz de estar cerca, sus fotos serían lo suficientemente buenas. En la habitación del hotel adonde se fueron a dormir después de que la volqueta entró al hospital, El 9 reveló y escaneó las fotografías.

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–En el hotel estábamos emocionados. Sabíamos que no habíamos perdido el viaje, pasara lo que pasara al otro día –dice Claudia.

–Más que la preocupación de ver gente muerta, el afán era salir primero que la competencia –dice El Burro.

–Da tristeza decirlo, pero es verdad –dice Claudia.

En el computador portátil, El 9 revisó el material que había conseguido. Como era habitual, la mayoría de las fotos no servían. Estaban movidas o desenfocadas. En las que se salvaban, apenas se veía una volqueta, en la oscuridad de la noche, llena de una masa de piernas y troncos grises iluminados por los destellos del flash, pero El 9 estaba contento. Nadie a esa hora tenía lo que él tenía. Ni nadie lo tendría al otro día, ni siquiera Benavides. Podía descansar tranquilo.

***

Punkeros en el centro de Medellín. Sin fecha.

Dos meses después, el 16 de abril de 2001, en el corregimiento La Caucana del municipio de Tarazá, en el inicio de la zona montañosa del Nudo del Paramillo en el Bajo Cauca antioqueño, a unas seis horas en carro desde Medellín, El 9 sintió en su propio cuerpo las consecuencias de acercársele demasiado a la guerra. A veces la muerte avisa que no será como uno la espera. La historia está contada en la crónica "¡Soy prensa!", escrita por Sergio Valencia (Universo Centro, mayo de 2011): "Apenas doce horas después de que las FARC dejaran La Caucana vuelta un mierdero, llegó Albeiro Lopera a fotografiar los detalles de aquella nueva tanda de bala, pipetas y pavor". El día anterior, trescientos guerrilleros de los frentes 5, 18 y 36 del Bloque José María Córdoba atacaron un campamento de las AUC ubicado en la zona rural, lo que obligó a los paramilitares a replegarse hacia La Caucana. Con cilindros de gas, granadas y disparos de fusil, los guerrilleros avanzaron hasta el pueblo, dejando 19 civiles muertos e incineradas las casas y locales de 29 familias.

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Antes de llegar al corregimiento, a 24 kilómetros de Tarazá, a dos horas en carro por una carretera sin pavimentar, El 9 vio a unos campesinos que se estaban montando a unos buses de escalera y decidió bajarse del taxi que lo transportaba. Su olfato le decía algo. Al capacete de uno de los buses unos hombres con uniformes camuflados estaban subiendo fusiles, e intentaban esconderlos entre las cosas de los campesinos. "Por estar concentrado en las fotos del embarque, no advirtió que uno de los paramilitares se bajó de un salto, y en un segundo lo tuvo agarrado del cuello y lo arrodilló a la fuerza", dice la crónica de Valencia. El escudo que lo había protegido hasta ese momento se convirtió en su mayor amenaza. El paramilitar le puso el fusil en la nuca.

–¿Vos quién sos? –le dijo.

–¡Soy prensa, soy prensa! —le gritaba El 9 asustado.

El hombre llamó por radio para recibir órdenes.

–¡Asegúrelo! –oyó El 9 que le dijeron al paramilitar.

–El hombre apretó más la punta del fusil contra mi nuca y en ese momento me oriné en los pantalones –recordaba El 9.

Luego llegó el comandante, que había dado la orden por radio.

–¡Soy de Reuters! –le dijo El 9.

–No tenés por que estar aquí, gonorrea. Andate para el parque con los otros periodistas –le dijo y le dio una patada y un golpe con la culata del fusil.

"Mientras caminaba hasta el centro del poblado –dice Valencia en su artículo–, sacó el rollo de la cámara y dañó las fotos, no fuera que lo volvieran a agarrar y comprobaran que los pilló. Es un ejercicio de autocensura de sobrevivencia que ha hecho muchas veces; aunque cree que 'hay que mostrar todo lo que está pasando para que no vuelva a pasar', no se las da de héroe".

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El 9 evitaba los heroísmos. Más que un arma, la cámara fue para él un instrumento de supervivencia.

–Todo orinado empecé a caminar por esos ranchos caídos a punta de pipeta, subí una loma, bajé, y vi una señora llorando al pie de los restos quemados de un rancho.

–Mire el rancho –me dijo.

–La señora seguía llorando y empecé a tomarle fotos a ella.

–Tómele fotos al rancho para que le diga al presidente que no nos deje así, ¿usted le dice?

–Sí, yo le digo.

Romper con la prudencia y el pudor que había tenido antes con las víctimas del conflicto, ahora cobraba sentido. Tenía un mensaje que entregar. Un mensaje que en sus manos era también una denuncia de las consecuencias que traía la guerra para los no combatientes.

Cuando llegaron los militares, en el pueblo mataron una vaca para darles comida y en el sacrificio el animal se orinó.

–Ese olor se mezcló con el mío –contaba El 9.

En el camino de regreso, el conductor del taxi que lo había llevado hasta La Caucana se quejaba de que el olor de los orines de la vaca se había quedado impregnado en su carro.

–Regresé a Medellín con los pantalones mojados y sin decir nada.

***

Secuelas de ataque de las Farc en Granada, Antioquia, 2001.

Orinado por el miedo, golpeado por la violencia y conmovido por las víctimas, El 9 volvió al apartamento del barrio El Estadio. Su novia Mónica lo esperaba para acompañarlo y escuchar sus historias. La mayoría de las veces llegaba muy afectado.

–Loco, eufórico, excitado. Esas vivencias lo hacían más humano. Aunque era una persona alegre, siempre tuvo cierta melancolía, por el punk, los amigos muertos, la violencia…–recuerda Mónica.

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Por las noches, llegaban de visita Fredy Builes, quien ya era reportero gráfico de El Mundo; José Miguel Restrepo, 'Joche', quien hacía sus documentales de forma independiente; Paul Smith; El Gusano; El Flaco; El Monarca. Y amigas y novias de todos. Las fiestas y el licor eran parte del decorado y del mobiliario; y también del deseo constante de El 9 de disfrutar la vida y de encontrar consuelo a las desgracias que tenía que fotografiar.

El 9 le mostraba a Mónica las imágenes que traía de los pueblos y le contaba de las esperas, los riesgos, y las historias que había detrás de las víctimas. Cuando a Mónica alguna imagen le parecía muy fuerte, El 9 le decía:

–Yo estoy haciendo historia y la tengo que mostrar.

Tomaba cerveza todos los días de la semana y viernes y sábado le agregaba ron. Comía mal, a deshoras y en cualquier parte, y a veces vomitaba sangre. Era como si se creyera indestructible, como si el trabajo que tenía lo hiciera olvidar la fragilidad de sus entrañas. Cada vez tenía más confianza en sí mismo y su habilidad trascendía el círculo inmediato de sus colegas.

Justo antes de comenzar la edición número cuarenta de la Copa América de fútbol, que tenía como sede a Colombia, El 9 se quedó sin su colega y compañero de apartamento. Daniel regresó a Bogotá para vincularse como fotógrafo de Reuters en la oficina de la capital.

La primera Copa América que se realizaba en el país iniciaba el 11 de julio y venía con la promesa del trabajo alegre que significaba el fútbol para él. Eran como unas vacaciones muy bien remuneradas; sin embargo, el evento no sería ajeno a la guerra ni a los diálogos de paz que se vivían en el país, y El 9 tendría que suspender los preparativos para su deleite futbolístico por el cubrimiento de las angustias del conflicto.

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Una semana antes de iniciarse la Copa, una fuerza mercenaria de ochocientos paramilitares de los bloques Norte, Central Bolívar, Mineros y Noroccidental de las AUC, al mando de Ramiro Vanoy, entró al municipio de Peque, en el Norte de Antioquia, secuestraron a 52 personas, asesinaron a otras diez, torturaron a cinco más, y robaron tres mil cabezas de ganado. Forzaron el éxodo de más de tres mil campesinos, y dejaron el comercio destruido y la zona rural desolada.

Un día antes de la inauguración del torne de fútbol, El Flaco, El 9 e Ibon Villelabeitia, corresponsal de Reuters de nacionalidad española, llegaron al pueblo. Al final de la tarde, los campesinos estaban reunidos en el parque, donde comían en fogones improvisados con leña y piedras y dormían en cambuches de plástico. Un comandante de las FARC les dejaba claro que la guerrilla era el ejército del pueblo y que iban a combatir a los paramilitares. Las paredes de las casas estaban pintadas con siglas de las AUC y no se veía ningún miembro de las Fuerzas Armadas. El 9 tomaba fotos mientras Ibon hablaba con los campesinos, que le contaban como a un hombre le habían sacado los ojos y otros habían sido decapitados con machetes.

El Ejército decía que estaba recuperando Peque, pero El 9 tenía la foto del comandante guerrillero dando su discurso en el parque. Llegó la noche y no había luz eléctrica. De alguna manera tenía que enviar las fotos a Bogotá. Una señora le prestó el fogón de leña de su cocina para que calentara agua y pudiera revelar los rollos. Se metió a una marranera oscura que había detrás de la casa y ahí reveló. En la alcaldía consiguió una línea telefónica desde donde trasmitió las imágenes. Tarde en la noche, con hambre, vieron a un grupo de campesinos que entraba a la casa cural. El cura estaba repartiendo comida. El 9 se paró en la entrada para tomar una foto. El padre les ofreció comida y una casa donde dormir. Al otro día vieron campesinos trayendo muertos en costales desde las veredas. El 9 tomó más fotos y luego regresaron a Medellín.

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Un par de meses después tendría lugar un hecho fundamental que le quitaría preocupaciones técnicas y le daría mayor seguridad: la llegada a sus manos de una cámara digital. El 9 viajó a Bogotá a recibir su equipo nuevo y asistió a un curso de entrenamiento. Mónica fue con él para pasar el fin de semana en la capital.

–Cuando fuimos por la cámara digital, José Miguel le decía: "muy buenas las fotos, pero te arriesgas demasiado, nos vas a salir muy caro algún día".

***

Secuelas del ataque de las Farc a la vereda La Caucana, Tarazá, Antioquia. 2001.

De las fotos que tomó en esos primeros años del siglo XXI, y por las historias que contaba, impresionaban particularmente las que tenían como protagonistas a los combatientes.

–Esa mirada que él tenía con los victimarios no era porque tuviera una afinidad con la guerra, sino por su irreverencia punkera. En esas fotos se le veía más fuerza y mayor potencia. Yo creo que el tema de las víctimas para él era más difícil de encarar, por su timidez. A él no le daba pena hacer fotos de un militar, de un paramilitar o de un guerrillero, porque era casi como desafiándolos, era como si les dijera: 'Vea hijueputas que los voy a exponer porque yo también tengo un arma que es la cámara'. Esa era su posición y se arriesgaba más. Él llegó a hacer fotografías de ellos que yo no hubiera sido capaz de hacer –dice Natalia Botero.

A principios de agosto, El 9 tuvo con esos combatientes uno de los encuentros más macabros de los que tenía memoria y, al mismo tiempo, se acercó a las víctimas como no lo había hecho antes. Mientras los diálogos de paz avanzaban de incertidumbre en incertidumbre en el Caguán, enfrentamientos entre guerrilleros de las FARC y paramilitares del Bloque Metro dejaron alrededor de sesenta combatientes muertos en zona rural del municipio de Alejandría, a 90 kilómetros de Medellín, en el Oriente de Antioquia.

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El 9 llamó al Flaco para que lo transportara y a Fernando Vergara, fotógrafo bogotano que había reemplazado a Daniel como stringer de AFP en Medellín. Los tres salieron para el Oriente antioqueño. Tenían información de que los combates habían ocurrido en la vereda La Inmaculada, en límites entre San Rafael y Alejandría. En el camino hacia la vereda, por una carretera destapada, se iban encontrando grupos de campesinos, sobre todo ancianos, mujeres y niños, que salían desplazados de sus casas con mochilas a la espalda y hatillos con algunas pertenencias colgados al hombro. Cerca de doscientos campesinos abandonaron sus tierras tras los enfrentamientos.

Un sol intenso de mediodía limpiaba de sombras las montañas y de nubes el cielo, que lucía su azul sin manchas. En uno de los grupos de desplazados iban tres niños, una mujer y un par de ancianos, cargados con maletas y algunos pocos enseres. Los niños llevaban los zapatos rotos y se veían cansados.

–¿Dónde fueron los combates? –les preguntó El 9.

–A cuarenta minutos o una hora más hacia arriba –dijeron.

Siguieron avanzando, adentrándose en la vereda. El Flaco, con habilidad y decisión, sorteaba la trocha en su pequeño automóvil Swift. El 9 y Fernando miraban el paisaje por la ventana: potreros de ganado, café y caña de azúcar sembrados en una zona montañosa de la cordillera Central. En una casa a la orilla de la carretera se detuvieron. Al pie de la casa había un bulto tapado con hojas de plátanos. Eran unos camuflados manchados de sangre y material de intendencia abandonado. Adentro de la casa vieron a una señora.

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–¿Me da agua? –le dijo El 9.

–Tengo fresco.

–¿Qué pasó aquí?

–Anoche esto estuvo muy maluco –dijo la señora.

–¿Y eso? –dijo El 9 señalando las hojas de plátano.

–Lo dejaron unos señores que estaban por aquí, ¿qué hacemos con eso?

–¿Se va a quedar aquí? –dijo El 9.

–Estoy esperando a mi esposo, pero yo me voy a ir.

–¿Dónde está la gente de los combates?

–La guerrilla se fue por esa trocha –dijo la señora señalando un camino real por el que había que seguir a pie–. Suban ese morro y luego bajan.

El 9 miró a El Flaco y a Fernando y les preguntó si seguían por el camino.

–¿Y si está minado? –dijo El Flaco.

–Mejor no nos arriesgamos –dijo Fernando.

–¿Qué hacemos? –dijo El Flaco.

–Vamos a dar la vuelta por el otro lado –dijo El 9.

Se despidieron y se devolvieron para buscar la forma de llegar en el carro al lugar indicado por la señora. La carretera los llevó por una pendiente donde encontraron los primeros cadáveres.

–Empezamos a ver cuerpos calcinados de guerrilleras semidesnudas. Todo indicaba que habían sido abusadas porque estaban con los pantalones a la altura de la rodilla o más abajo –dice Fernando.

El olor nauseabundo parecía oscurecer el día luminoso. La trocha obligaba a El Flaco a hacer maniobras bruscas y en algunos tramos El 9 y Fernando tenían que avisarle para que no pasara por encima de un cuerpo. Contaron una docena de cadáveres antes de llegar a una casa de ladrillo gris donde acababa la carretera. La casa estaba desocupada, con un hueco en el techo de zinc. Al frente de la casa, en la cuneta de la carretera, había dos cuerpos de mujeres boca arriba, con las piernas abiertas. Una de ellas tenía los pantalones camuflados abajo y la camisa por encima de la nuca. La piel ensangrentada y quemada. Los brazos sobre la cara, como si quisiera esconderse de unos rayos de sol que ya no podían hacerle daño. La otra conservaba el uniforme y tenía los brazos extendidos y la cara negra por los moretones. Los cuerpos hinchados les indicaban que llevaban varios días tirados a la intemperie. El olor a cadaverina no les permitía acercarse, y tenían miedo; sentían que desde algún lugar en la montaña los estaban mirando. El 9 no podía mirar los cuerpos directamente, tenía que ponerse la cámara en el ojo para poder verlas.

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–No sabía cómo hacer una foto buena, que no fuera amarillista, no había ni un perro, ni un gato, ni una sombra. Solo una carretera de piedra, bajo el sol, con cadáveres tirados. Yo había estado en masacres y siempre encontraba cómo tomar la foto. En Campamento vi decenas de cadáveres tirados en el piso, pero había un par de niños sacando un cuerpo de un tanque de agua, entonces ahí había una foto –recordaba El 9 haciendo una mueca de ironía.

Se quedaron unos minutos al frente de la casa pensando cómo hacer las fotografías. El 9 se alejó tanto como pudo por una pendiente de la carretera. Le puso un zoom y un multiplicador a la cámara y tomó varias fotos. Se montaron al carro y regresaron por donde habían llegado. En la carretera se volvieron a encontrar con el par de ancianos, la mujer y los tres menores, una niña de unos trece años y dos niños entre cuatro y cinco años.

–¿Qué están haciendo? –le dijo El 9 a la señora.

–Esperando a ver si viene mi marido, que se lo llevaron ayer –dijo ella.

–¿Para dónde van?

–No hay quién nos lleve a Alejandría.

–Nosotros los llevamos –dijo El 9.

El Flaco y Fernando se miraron extrañados. El 9 sabía que las normas de las agencias de noticias prohibían a sus fotógrafos y periodistas transportar extraños en los vehículos donde iba su personal. Socorrer a cualquier persona involucrada en un hecho violento, víctima o combatiente, podría ser interpretado como una ayuda a una de las partes en conflicto. El Flaco y Fernando le dijeron a El 9 que no podían llevarlos.

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–Al menos a los niños –dijo El 9.

–Hasta las partidas de Alejandría, de ahí ellos se van caminando para el pueblo –dijo la mujer.

Fernando sabía que arriesgaban la vida si decidían llevarlos. De cualquier parte los podían estar mirando. El Flaco esperaba a que El 9 tomara una decisión.

–¿Y sí se pueden quedar solos? ¿Saben llegar? –le decía El 9 a la mujer.

–Sí, en la carretera consiguen quién los arrime.

–¡Son niños! Los sacamos hasta las partidas –decía El 9.

Aceptaron correr el riesgo. Montaron a los niños al carro. Todavía les quedaba más de una hora para llegar al cruce que llevaba para San Rafael o Alejandría. La niña era muy delgada, de piel canela, ojos oscuros y pelo castaño y liso; los niños eran rubios, blancos, con los cachetes colorados, y los ojos claros. Se sentaron en la silla trasera, muy juntos. Los niños no abrieron la boca en todo el viaje, la mirada fija en el horizonte, como si no quisieran ver lo que estaba pasando cerca de sus ojos. La niña hablaba por ellos.

–¿Tienen hambre? ¿Quieren algo de comer? –les dijo El 9.

–Bueno –dijo la niña.

El Flaco llevaba una pequeña nevera portátil, de esas para cargar cervezas frías, con sánduches, gaseosas y paquetes de mecato. Les dio la comida a los niños, y ellos la devoraron.

–¿Por qué no hablan? –preguntó El 9 a la niña.

–Desde que vieron los muertos están así.

El vaivén del carro los fue arrullando y los dos niños varones se quedaron dormidos en las piernas de la niña. Llegaron a las partidas.

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–Pásenme algo de dinero para que lleguen al pueblo –dijo El 9.

El Flaco y Fernando sacaron unos billetes y se los dieron a El 9. Entre los tres recogieron cincuenta mil pesos que El 9 le entregó a la niña. Los niños se bajaron y se quedaron a la orilla de la carretera, solos. Se alejaron en el carro, El 9 mirando por el retrovisor.

–Después de haber visto tanto muerto y no fruncirme, lloré por mi trabajo de reportero. Corroboré que estábamos puteados, que no era lógico. Era demasiado duro. Tocarme llevar desplazados, y niños. Estaba acostumbrado a ver combatientes, había visto esos cadáveres en la carretera, pero la mirada de esos niños, perdida, lo que tuvieron que haber visto la noche anterior…

De regreso en su apartamento en Medellín, todavía sentía en su ropa el olor de los muertos.

–Muchas veces nos tocaron funerales o ver cadáveres. Pasábamos casi todo el día con muertos o en sitios con tanto drama que la ropa nos quedaba oliendo a muerto. No sé si era sugestión mía por las cosas que teníamos que ver o era que el olor se impregnaba en la ropa –recordaba Albeiro.

Dos meses después de haber sacado a la carretera a los tres niños de la vereda La Inmaculada, el martes 16 de octubre, paramilitares del Bloque Metro llegaron a la misma zona y asesinaron a una mujer y a sus tres hijos, entre quienes había una niña de trece años que le fue arrebatada al profesor de la escuela rural y luego decapitada. En las veredas Las Cruces, El Popo y El Remango asesinaron a ocho campesinos más.

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El olor a muerte seguía impregnando las montañas de Antioquia y como si la vida de El 9 hubiera entrado otra vez en un remolino existencial, su relación con Mónica empezó a deteriorase. El alcohol no solo le ayudaba a consolarse, también le despertaba la rabia que anidaba en su interior.

–Cuando tomaba se volvía agresivo, con resentimientos. "¡No me vuelvo a meter con una mujer de un estrato mayor que el mío!", me decía. Él no era consciente, había peleas muy duras de las que al otro día no se acordaba –dice Mónica.

***

Tropel de manifestantes en Medellín. Sin fecha.

El 24 de mayo de 2000, Kurt Shork, corresponsal de guerra estadounidense que trabajaba para Reuters, murió en una emboscada de la guerrilla del Frente Revolucionario Unido a un convoy militar en Sierra Leona, en la que también perdió la vida Miguel Gil Moreno, corresponsal español de la agencia AP. Gil Moreno fue alcanzado por un lanza granadas y Shork por un disparo en la frente. Otros dos periodistas de Reuters, el fotógrafo Yannis Behrakis y el camarógrafo Mark Chisholm, fueron heridos, pero sobrevivieron a la emboscada. A partir de esos hechos, Reuters estableció un curso de protección personal en territorios hostiles para sus reporteros y fotógrafos y El 9 fue enviado a Estados Unidos para asistir al curso. En Woodstock, un pueblito del estado de Virginia, a las afueras de Washington, un grupo de ex soldados británicos tenía un campo de entrenamiento para periodistas de todo el mundo.

–Éramos entre quince y veinte periodistas de varias agencias y periódicos. Recuerdo a un camarógrafo cubano y a El 9 –dice Hugh Bronstein, periodista de Reuters que trabajaba en Nueva York cubriendo noticias económicas de mercados emergentes en zonas consideras de riesgo, como América Latina y Asia–. En aquella época, Medellín era un concepto muy exótico, tierra prohibida, violenta, y Albeiro tenía carisma y una apariencia rara, una cara particular, con muchas líneas de expresión.

Durante una semana les dieron clases sobre manejo de situaciones peligrosas, como la forma de ponerse en el piso en medio de un fuego cruzado o conservar la calma durante un secuestro, y les enseñaron a usar chalecos antibalas, máscaras de gas y primeros auxilios.

–Hubo un ejercicio en el que debíamos caminar unos cincuenta metros en línea recta, sin ver nada. Nos pusieron bolsas negras en la cabeza y todos conseguimos hacerlo, excepto uno, que salió caminando en círculos y terminó en la dirección completamente opuesta, detrás de la línea de inicio. Ese fue Albeiro. Nos reímos mucho. No sé por qué le pasó, tal vez alguna de sus enfermedades ya lo estaba afectando.

Para Hugh, el curso fue una de las mejores experiencias que tuvo en Reuters. El 9 se negaba a reconocer que había sido un buen entrenamiento. Se burlaba de los chalecos antibalas y de los cascos que usaban los reporteros en otros países, y decía que en una trocha colombiana no hubiera podido caminar con ellos encima.

A su regreso a Medellín, las peleas con Mónica se hicieron más frecuentes y ella decidió terminar la relación. Una vez más, en el mejor momento de su vida laboral, El 9 se quedó solo y regresó a la casa del barrio La América.

En mayo, Álvaro Uribe Vélez ganó las elecciones presidenciales y después de su posesión, en agosto, desató su política de ataque frontal contra la guerrilla y mano tendida para los paramilitares. Ese mismo mes llegó Hugh a Medellín por primera vez. Apenas sabía un poco de español.

–En agosto yo tenía un mes de vacaciones y Albeiro me invitó a Medellín –dice Hugh–. Fue cuando tiraron cohetes el día de la posesión de Álvaro Uribe, las batallas de la Comuna 13, todo eso. Pasé un mes durmiendo en un colchón en un cuarto de su casa, pero nunca me llevó a zonas peligrosas porque quiso cuidarme.

En la Comuna 13, una barriada popular que cubre una de las montañas del occidente de Medellín, llena de casas apretujadas unas contra otras, calles estrechas, callejones y escalones que se internan en la pendiente, donde viven más de 130 mil personas en veintiún barrios –entre legales e informales–, se enfrentaban las milicias urbanas de las FARC, el ELN y los Comandos Armados del Pueblo (CAP) contra los paramilitares del Bloque Cacique Nutibara. El 29 de mayo de 2002, tres días después de la posesión de Álvaro Uribe, el Ejército hizo un primer intento de "pacificar la zona"con la llamada "Operación Mariscal", que reunió a novecientos hombres de la fuerza pública y en pocas horas dejó un saldo de nueve civiles muertos, entre ellos cuatro niños, 37 heridos y cincuenta detenidos. La guerra vino a buscar a El 9 a sus dominios, cuando mejor preparado estaba.

–Se me abrían posibilidades para irme a trabajar a Bogotá, pero fui un romántico y no quise salir de Medellín porque sentía que esta era mi guerra y quería ayudar –decía El 9.

Salía de su casa, ubicada a cinco minutos en carro del centro de esa comuna, y se iba a fotografiar el conflicto que estaban viviendo en los barrios vecinos.

–Cuando llegaba a la casa lo veía animado, con la adrenalina alta, pero serio y triste –recuerda Hugh–. Quería acercarse para que la gente entendiera cómo era la experiencia de estar y vivir atrapado en las comunas. Su solidaridad estaba con su gente, porque él era de esas comunidades. Hizo lo que pudo por llevar esa experiencia al mundo.

La Operación Mariscal no logró su cometido pacificador y los enfrentamientos continuaron en la Comuna 13. El 9 hablaba con sus contactos en los barrios para entender lo que estaba pasando: la toma de control de las comunas de Medellín por parte de los paramilitares, con el apoyo ideológico de la derecha en el poder, y la llegada de la violencia del campo a una ciudad de más de dos millones de habitantes.

Cuando estaban juntos en La América, El 9 y Hugh se sentaban en la tienda de la esquina a tomar cerveza. Hugh tenía cuarenta años, era alto, rubio, de espalda ancha y barba en forma de candado. Había crecido en Pensilvania, en una casa promedio de los suburbios de la clase media de los Estados Unidos, con carro para ir al supermercado.

–Él tenía mucha paciencia conmigo porque yo era de Reuters, un representante de la casa matriz en Times Square. Y él sentía mucho orgullo de ser parte de eso. Llegar a Reuters lo impresionó mucho y compartimos esa misma emoción. De Pensilvania a Times Square era un salto grande, el de él fue gigante.

***

El 16 de octubre, el gobierno nacional y la alcaldía de Luis Pérez Gutiérrez dieron vía libre a la "Operación Orión", una nueva arremetida militar contra la Comuna 13 con cerca de 1.500 hombres de las fuerzas armadas, apoyados con helicópteros que disparaban ráfagas sobre los techos de las casas, tanquetas que se abrían camino por las callecitas estrechas e informantes encapuchados que les señalaban a los militares las casas donde debían entrar. Una operación con nombre de cazador mitológico, en la que El 9 también se internó a cazar sus fotografías. Y como le suele suceder al cazador cuando se toma confianza, un error lo hizo pasar vergüenza y por poco le cuesta la vida.

–El 9 era un cazador de momentos, eso hacía especial su fotografía –dice Natalia Botero, quien también cubría los enfrentamientos en la Comuna para la revista Semana–. Él, Jesús Abad y yo éramos de los pocos periodistas que subíamos a los barrios en medio de las balaceras y nos metíamos por esas callecitas, escondiéndonos con la gente entre las casas. Muchas de las fotografías de El 9 fueron publicadas en Semana.

En el segundo día de los combates, El 9 se fue solo para el barrio El Salado, donde todavía no había enfrentamientos. Vio subir una tanqueta de la policía y soldados con brazaletes rojos. Los siguió. Subieron una pendiente hasta que entraron a una calle muy estrecha. Los soldados se tiraron loma abajo y corrieron por entre las casas. De la tanqueta se bajaron unos policías de civil que también corrieron por la loma. Soldados y policías empezaron a sacar civiles de las casas. El 9 sudaba y tomaba fotos. Soldados, policías y civiles se montaron a la tanqueta y se fueron. El 9 se quedó solo. Parado en medio de la calle veía que le apuntaban y disparaban desde unas casas más arriba en la montaña. Se cubrió detrás de un poste. Sentía las balas pasar cerca. Se le congeló el cuerpo y se le cayó un lente de largo alcance. Tratando de cogerlo, se orinó en los pantalones, como aquella vez en La Caucana, año y medio atrás. Los soldados y la tanqueta se devolvieron disparando.

–¡Salga, salga! –le gritaban.

Lograron sacarlo de dónde estaba y montarlo a la tanqueta. Cuando estuvieron a salvo, uno de los soldados lo regañó.

–¡Para qué se va a hacer matar por una foto! –le dijo.

En los años siguientes tendría lugar la implementación a gran escala de la política de seguridad del presidente Álvaro Uribe y la desmovilización de los grupos paramilitares. El 25 de noviembre de 2003, el Bloque Cacique Nutibara fue el primero en entregar las armas, iniciando asísu promesa de reinserción a la vida civil. El 9 estuvo tomando fotografías en los barrios populares, donde en buses recogieron a centenares de jóvenes que supuestamente se iban a desmovilizar, y también estuvo en el Palacio de Exposiciones de Medellín, donde 869 hombres y mujeres participaron del acto oficial de entrega de armas. Escéptico y desobediente, El 9 siempre miró con desconfianza ese desarme, que fue la partida para empezar a decir que a Colombia llegaría la tranquilidad y a Medellín la esperanza.

Cuatro años después de su primer encuentro en el Hotel Nutibara, el día de la rendición del Cacique Nutibara, Karl Penhaul y El 9 se volvieron a ver en el Palacio de Exposiciones. Karl había dejado Reuters y ahora trabajaba como corresponsal de la cadena CNN en Colombia.

–Desde el inicio, a Albeiro le pareció un montaje ese espectáculo. Miraba las caras de los jóvenes y el tipo de armamento que tenían para concluir que eran combos y desempleados que estaban haciendo una falsa desmovilización con armas en gran parte inservibles. Pero más allá de ese instinto, era imposible reportar que era un montaje, especialmente con el clima de optimismo mediático que había en ese momento. "Acuérdese, aquíya no hay paramilitares", me decía de forma irónica –recuerda Karl.

Diez años después, en septiembre de 2013, el Tribunal Superior de Medellín decidió que "la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara no solo fue aparente y ficticia sino que no cumplió con los objetivos y requisitos de elegibilidad consagrados en la Ley de Justicia y Paz", y ordenó investigar a varias personalidades del mundo político y empresarial, ex militares y funcionarios judiciales, entre ellos al ex presidente Álvaro Uribe, por sus presuntos nexos con grupos paramilitares. El 23 de julio de 2014, la Corte Suprema de Justicia anuló la decisión del tribunal antioqueño y tumbó así la investigación contra las personalidades señaladas en la sentencia del Tribunal Superior de Medellín.


[1]De acuerdo con las mismas fuentes consultadas anteriormente, en 2001 los grupos armados ilegales, de izquierda y de derecha, realizaron 91 masacres y asesinatos selectivos en Antioquia.