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COLOMBIA

No la caguemos con el narcoturismo como lo hicimos con la guerra contra las drogas

El turismo y la violencia de bandas criminales tienen una relación cada vez más evidente. Y este problema hay que enfrentarlo en el marco de la inserción colombiana a una industria global de servicios.
Ilustración: Laura Velasco | ¡PACIFISTA!

A medida que la violencia armada disminuye y la imagen de Colombia a nivel internacional cambia, el turismo extranjero en el país aumenta. Y a este fenómeno lo han acompañado dinámicas que, por un lado, representan riesgos potenciales para los viajeros y que, por el otro, contribuyen a la inseguridad y la violación de derechos humanos en los lugares que visitan.

Cada vez más aparecen casos de turistas involucrados en el consumo de drogas o de servicios sexuales, incluso de explotación de menores, relacionados con los mercados ilegales de bandas criminales.

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Hacia septiembre de 2015, diversos medios nacionales informaron sobre un tour llamado Coca in Factory, que el Ejército desmanteló en la Sierra Nevada de Santa Marta y que por cuarenta y dos dólares les ofrecía a los extranjeros la posibilidad de ellos mismos procesar y consumir cocaína. Los servicios los proveía un grupo de supuestos agentes de turismo al servicio de la banda criminal Los Urabeños, en esa zona al servicio de Jesús María Aguirre Gallego, acusado de extorsionar a 300 establecimientos comerciales en Santa Marta.

Y mientras en la periferia, en sectores rurales con poca intervención estatal, un laboratorio o la hoja de coca podrían parecer una especie de atractivos culturales para los extranjeros, en las ciudades estos se inclinan más bien por los imaginarios de la guerra contra las drogas o, claro está, de la oferta de cocaína y sexo.

Un estudio exploratorio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) muestra una llamativa correlación. En 2013 empezó a identificarse un vínculo entre el auge de servicios turísticos en Medellín y el narcotráfico, la explotación sexual y la trata de personas. Así, el imaginario de la ciudad se convirtió en una motivación para elegir un destino, si de encontrar drogas y sexo se trataba.

Y así, atraídos por un pasado violento y por la imagen ambigua de Pablo Escobar y deslumbrados por la revitalización de una ciudad cada vez más cosmopolita elegida capital mundial de innovación en 2013, los turistas terminan incurriendo en más violencia.

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Una violencia que no ha quedado en el pasado.


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‘Clientes preferenciales’

Hoy el mercado de estupefacientes en Medellín, y hasta cierto grado también en el resto de Colombia, está bajo el control de bandas criminales que han visto caer su participación en el narcotráfico global, pero que han descubierto el potencial de vender droga en las ciudades. Esto las ha llevado a armar redes criminales que abarcan múltiples actividades ilegales, incluida la prostitución de menores.

Y justo aquí entra el turismo: las diferencias económicas entre los habitantes locales y los extranjeros (con frecuencia considerados ‘clientes preferenciales’) activan la oferta de servicios ilícitos, le generan demanda y la dinamizan.

Los extranjeros buscan sobre todo mujeres adolescentes y dispuestas a tener relaciones sin preservativo, servicios adicionales por los que ofrecen más dinero. En medio de la violencia criminal y la pobreza de Medellín, esto tiene la consecuencia de que cada vez más menores de edad terminan en la prostitución, muchas veces sometidas a la fuerza. Así, en el caso del turismo, la cadena de valor de la cocaína se encuentra directamente relacionada con situaciones de explotación sexual.

“Las diferencias económicas entre habitantes locales y extranjeros activan la oferta de servicios ilícitos”

Medellín solo es un caso de muchos, y el problema no puede ser considerado marginal. Según el World Travel & Tourism Council (WTTC), solo en 2016 el turismo generó 10,2 por ciento del producto interno bruto global. El sector crece de manera contínua, toma cada vez más importancia en la economía y hoy es visto como una oportunidad de desarrollo y progreso. Y Colombia no es ajena a esto. Después del petróleo, y por encima de la exportación de café, el turismo genera el segundo mayor ingreso de divisas extranjeras.

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En el país, el sector se ha diversificado, y el optimismo a futuro es evidente, pues sobre la base del acuerdo de paz Gobierno y Estado buscan ahora impulsar la llegada de cada vez más visitantes extranjeros y promover los potenciales beneficios económicos derivados de esto, incluyendo grandes proyectos de inversión.


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En medio de todo esto, yo me pregunto: ¿Cómo vamos a enfrentar al narcoturismo? ¿Vamos a luchar contra él tal y como lo hemos hecho en la fallida guerra contra las drogas?

El turismo y la violencia de bandas criminales tienen una relación cada vez más evidente. Y este problema hay que enfrentarlo en el marco de la inserción colombiana a una industria global de servicios.

Es necesario promover un turismo responsable, en especial ante claras violaciones de los derechos humanos. Pero la tarea queda incompleta si las instituciones no se sienten responsables. Un viajero extranjero se expone a bandas criminales, muchas veces sin conocer los riesgos. En especial, frecuentemente sin saber que apoya económicamente a una red criminal y que así les pone combustible a las complejidades más estructurales de Colombia.

El problema no radica en el consumo de drogas, sino en las relaciones criminales que surgen de la prohibición. Necesitamos propuestas de soluciones que vayan más allá de criminalizar el consumo y afrontar nuevos problemas con nuevas dinámicas.

Es necesario construir una relación más cercana entre la Policía y el sector turístico, identificar problemas potenciales y acompañar estos procesos con campañas de concientización. Las autoridades deben promover acciones que permitan que el sector se desarrolle, pero que los extranjeros estén seguros y los derechos de las poblaciones protegidos.

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Mejía es antropólogo de la Universidad de los Andes.