Ojales
Ilustración por Natalia Mustafá

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especial de ficción 2016

Ojales

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

No teníamos respiro en nuestra infancia. No había fin para nuestra labor. Mamá y mis hermanas cosían, cosían. Vestidos, blusas, polleras, sacos. (Principalmente zurcían, remendaban, subían o bajaban dobladillos). Mamá y mis hermanas eran un ejército de costureras. No había reposo, no había excepción. Mis hermosas hermanas, mis tres hermanas de ojos azules. Mis bellas hermanas con nombre florido. Rosa, Iris, Dalia. (Ahora ya marchitas). Iris era la más perfecta. Tenía en la cara su flor ya abierta, tensa, lista para ser cortada. En cambio, yo, Elisa, aún no cosía. (No había sangrado, no había alcanzado la plenitud). Pero intentaba ser útil de otras maneras. Desde los seis, yo ya quería ayudar a mamá. Cuidaba a Amelia, la menor, la prematura. Limpiaba su carita destripada, torpemente cosida. La sentaba sobre mi falda (Amelia pesaba) y observaba a mamá y a mis hermanas coser. (Aprendía). De vez en cuando, enhebraba una aguja, pasando el hilo por esa membrana de cristal. Observaba a mis fuertes y azules hermanas, y pensaba que Amelia y yo corríamos con desventaja. Por ser las menores y por no tener nombre de flor.

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Mamá cosía sin hablar, en la Singer, y su cuerpo ondulaba infinitamente, sensualmente se balanceaba pisando el pedal. Su almohadilla era un corazón forrado de terciopelo rojo. Con alfileres y agujas, mamá lo laceraba. (Nadie jamás gritó). Mamá se incrustaba alfileres en la boca, cosía de metal su silencio. A los nueve, el dedal me parecía el casco de un soldadito. Pensaba que las huellas de los dedos podían borrarse si las refregaba contra el corderoy. Una aguja de coser, en apariencia tan fina, tan pequeña, tiene un enorme poder (decía mamá, decía mamá). Como una diminuta espada. Nos somete. A los doce años, Iris todavía se pinchaba los dedos al coser. Su gemido, sorprendente en el cuarto de costura, bruscamente nos sacaba de nosotras mismas. Entonces Iris observaba hipnotizada el globito de sangre temblorosa que brotaba de su dedo. Y mamá corría a lamer ese dedo para que la sangre oscura, espesa, de Iris no cayera sobre las suntuosas telas, que no nos pertenecían. (Poco nos pertenecía).

Yo esperaba ansiosamente que llegara el momento de unirme a mis laboriosas hermanas. Iris, Dalia y Rosa rayaban líneas blancas sobre los géneros. Sus manos estaban manchadas con restos de tiza, y eso las protegía (decía mamá), ya que el polvillo alejaba los dedos de lo que anhelaban y nunca (nunca, nunca) tendrían. Las tijeras de sastre cortaban los moldes, oíamos las afiladas cuchillas, y el hueso de nuestras muelas se destemplaba. (Mis hermanas se cosían a los días). Y siempre que alguna hermana dejaba caer una aguja, todas (menos Amelia) conteníamos la respiración. Esperábamos algo (no sabíamos qué), una vibración o un campanilleo que pondría fin a nuestra presente e idílica existencia. Algo se quebraba y nos mirábamos unas a otras como hermanas nuevas, desconocidas. Cuando caía una aguja, todo en el cuarto de costura, los helechos, la Singer, mostraban su revés y nosotras entendíamos que ese era el revés del mundo (que nos daría por siempre la espalda).

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 A veces, después de un largo día de trabajo (siglos y siglos cosiendo), toda entera mamá se desinflaba, toda entera se amontonaba sobre la silla de mimbre como una pila de tela vieja. Tímidamente, mis hermanas y yo (un poco más lejos) nos sentábamos a su alrededor. Temíamos y escuchábamos la melodía de nuestro precario equilibrio. (Ninguna estaba realmente sentada). Mamá entonces nos amenazaba con su antigua belleza. Ella también había sido hermosa (aunque no tan germinada como Iris). Describía el azul soñado y profundo de los ojos de nuestro padre (ya bajo tierra). Su caminar conjunto, arrastrado, entre los polvorientos eucaliptos del parque en invierno (un desierto de árboles). Coser me sacó una joroba, decía mamá. Me hizo engordar (decía mamá, decía mamá). Coser me dará cataratas y una nata azul me enturbiará el cristalino (que ninguna aguja ni hija podrá jamás despejar).

Mamá sollozaba y decía que había dejado que el hilo bordado de su himen fuera descosido muy tempranamente. Y, por desgracia, todas y cada una, también Amelia, ese retazo de hija, todas quisimos entrar a la vida. A mamá la maravillaba (y exasperaba) nuestra voluntad. Nuestra voluntad inquebrantable por nacer y vivir. En ese punto, mamá (con amargura) se preguntaba cuántos hijos se le habrían escurrido por las piernas. (Tal vez rechazando este, nuestro destino: ser hijas de una costurera). Mamá lloraba y se deshacía, se deshilvanaba, se recomponía, clamaba, Mis hijos mi vida mis hijos hilos de mis días de mi vida mis hijos. Sus hilos no nacidos. Decía que éramos muchas, demasiadas. A mamá le sobraban las hijas.

Entonces Rosa, la mayor, se incorporaba de un salto. Dalia tomaba la mano de mamá y afirmaba solemnemente que toda hija nacida (sí, incluso Amelia) era una bendición imprescindible. Con mis hermanas (Rosa, Iris, Dalia) formábamos un círculo pálido, atento, en torno a mamá. (Y yo creía ver en nosotras, en esta formación, una guirnalda de flores). Entre todas la levantábamos, recogiendo los pliegues oscuros de su ropa, y la cargábamos hasta la cama. Ahí la desvestíamos hasta dejarla en su más desnuda y amorosa combinación. Nos subíamos con ella a la cama. Con agua azul de Alibour, masajeábamos sus pies hinchados y sus tobillos hundidos en la carne. Unas manos de hermana corrían a otras, nos empujábamos con fuerza por llegar primeras a frotar sus muslos, sus brazos, su torso surcado por las huellas de los elásticos y alambres en su oxidada ropa interior. Mis hermanas y yo besábamos mil veces su sien, sus codos, cada una de las falanges torcidas de sus dedos. Después, de rodillas sobre la cama, observábamos el cuerpo inerte y blanquecino de mamá (nuestra madre) con renovada expectativa.

Esas noches, nadie (ninguna hermana) siquiera murmuraba al acostarse. (Dos graves hermanas por cama. Yo, por ahora, con Amelia). Bajo las sábanas frías, nos retorcíamos de hambre y nuestros deseos eran del más intenso vacío. (Y cuando puntualmente mis hermanas se deshilachaban, siempre al unísono, el aire del dormitorio olía a sangre, a metal, a aguja). Yo pensaba en el futuro (mi vida como costurera) o imaginaba que en mi interior había cientos, miles de hilos (rojos, naranjas, violetas), hilos tirantes y extensos, que alumbraban con tenue color la juventud irrepetible de mi cuerpo. Pero si no podía dormirme, caminaba (con sigilo) hasta el cuarto anochecido de costura y ahí me adiestraba en mi codiciada labor. Bordaba tres veces mi nombre en hilo de seda. (Mi nombre secreto y azul: Hortensia). Bordaba mejor. O con la tijera hacía un tajo rápido y pequeño a un lado y otro de una tela. Cosía párpados de hilo ( ) en torno a ese ojo nuevo y abierto.

Paula Porroni (Buenos Aires, 1977). Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y cursó una maestría en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Nueva York. Este año publicó la novela Buena alumna (Editorial Minúscula).