Haciéndome viejo y tratando de encontrarme a mí mismo en un concierto de Limp Bizkit

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Música

Haciéndome viejo y tratando de encontrarme a mí mismo en un concierto de Limp Bizkit

En algún momento, el fenómeno de Limp Bizkit fue algo parecido a unas Spice Girls, pero para tipos universitarios.

No me da ninguna vergüenza confesar que Limp Bizkit eran mi vida, en unos tiempos en los que yo era un morro de 13 años dientudo, regordete y nervioso. Mientras que otros adolescentes llenos de hormonas encuentran consuelo escribiendo en sus diarios o machacando balones de fútbol contra paredes de ladrillo, yo me desquitaba viendo por los desmadres animados de Fred Durst. De acuerdo con mi afición, empecé a acudir a las cenas familiares con gorras de los Red Yankees puestas al revés y a referirme al sexo que todavía no había experimentado como "echar un palo". Una vez, hacia el año 2000, conocí a Durst en el festival de Reading. Me firmó la camiseta y desde entonces nunca me he sentido tan feliz en mi vida.

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El cambio de milenio fue un periodo extraño para la música y también en general para todo. El mundo creía moverse bajo el amuleto de Tony Blair, hasta que llegó Afganistán, el 11-S y el inicio de la presidencia de Bush. Obviamente, no todo iba bien, pero la avalancha de catástrofes inminentes que se huele ahora con cada tuit actual era más fácil de evitar en aquellos tiempos. El optimismo, los estampados de camuflaje y las cadenas de las carteras se utilizaban sin una pizca de ironía. Quizás fueron estas condiciones —las únicas condiciones posibles– las que permitieron que cuatro tipos de Florida, uno de los cuales siempre aparecía sin ninguna razón aparente con la cara pintada, se pusieran a combinar seriamente rap y rock para convertirse en el mayor grupo del planeta. Como bien atestigua mi recuerdo de una fiesta a la que acudí con unos enormes pantalones tejanos, eran unos tiempos mucho menos marcados por la paranoia cínica de nuestros complejos.

Pero por desgracia, las cosas cambian. Nos hacemos mayores, y los errores con los que nos vamos topando a los veinte sustituyen toda nuestra esperanza e inocencia anterior. Nuestra moda se formaliza, las barbas crecen y los flequillos desaparecen, y dejamos de masturbarnos con el puño. Pero no todo cambia… No, muchos años después del triunfo de su "Hot Dog", Limp Bizkit –a diferencia de mis insaciables años de adolescencia– siguen vivitos y coleando. Y no solo eso, sino que siguen atrayendo a enormes masas. Hace tan solo unas semanas (junto con otros de los favoritos de la época, Korn) agotaron las 12.500 entradas para su concierto en Wembley Arena. Pero, ¿quién va a ver un concierto de Limp Bizkit hoy en día? Y, ¿qué es lo que Limp Bizkit puede todavía ofrecer a un adulto como yo que estuvo obsesionado con ellos de adolescente? Eso es lo que traté de averiguar mientras sudaba en medio de Wembley.

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Al llegar, no fue exactamente como si me hubiera transportado una década atrás en el tiempo, pero sí algo parecido. Los tejanos eran más ajustados, el público más viejo y la seguridad mucho más estricta. Pero las camisetas de black metal indescifrables, brazaletes de piel y pelos teñidos de azul, rosa o rojo seguían allí, al igual que los góticos silenciosos y distantes, los fans sonrientes y enloquecidos en busca de nostalgia y los metaleros agresivos y borrachos. El mundo ha pasado por muchas modas en 16 años, pero los fans del metal y del rock se han quedado eternamente en el mismo sitio, como si estuvieran destinados a odiar a sus padres hasta que la Tierra sea devorada por los ardientes rayos del sol.

Fred Durst, de 46 años, es un poco más viejo, un poco más gris. Lleva una barba color ceniza, los mismos pantalones rojos enormes y un gorro de cubo. Sigue rapeando los mismos versos, gritando las mismas letras enfurruñadas que ha repetido todos estos años. Parece el Steve Zissou del nu metal, adentrándose en el océano salvaje con su fiel y envejecida tripulación para una última expedición. Cubierto de una gruesa capa de pintura blanca que transforma su rostro en una horrible calavera sonriente, Wes Borland tiene la misma pinta que Wes Borland siempre ha tenido, la de un padre que se pasea por la fiesta de Halloween de su hijo y ha acabado atemorizando a todos. Y luego estoy yo, que ya no soy un regordete que explora su decimotercer año en la Tierra, sino que visto un cárdigan en Zara y me pregunto una vez más: ¿Por qué chingados estoy aquí?

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Al principio, es difícil de decir. Todos los temas que tocan siguen la misma fórmula: verso de rap, estribillo, verso de rap, estribillo, subidón, desmadre, fin. Es fácil ver por qué Bizkit no tuvieron tan buenas críticas como yo pensaba que merecían en su día. Aunque esta fórmula es también su mayor logro; sabes muy bien lo que te espera, como cuando te tomas un chupito de tequila y mañana tienes que trabajar. Cuando tocan temas como "Faith", "Boiler" o "Full Nelson", sientes como que tu cuerpo te pide dar cabezazos sin parar.

Las bandas de nu metal mainstream como Limp Bizkit o Papa Roach eran una excepción. Eran demasiado caprichosos para ganarse al público en masa, a diferencia de Linkin Park o Nickelback, y eran demasiado rudimentarios para ser venerados como unos maestros objetivos de la música, a diferencia de Slipknot o Deftones. Sin embargo, nunca fueron un ardid, por eso nunca envejecieron. Limp Bizkit tuvieron unos cinco años de éxito gracias a una alineación perfecta de tiempo y espacio, y sacaron suficientes temas buenos para convertir esos cinco años en un vacío atemporal al que cualquiera puede entrar si va a uno de sus conciertos, dándolo todo con  Significant Other o intentando no perder el norte en uno de los festivales que abarrotan cada año al escuchar los primeros acordes de "Break Stuff".

La cuestión es que, tanto si se hablamos de Björk, Beyoncé o Limp Bizkit, la música es innegablemente buena por varios motivos. Puede que sus letras no te toquen la fibra sensible o te hagan sentir alguna emoción que no sea un ligero mareo, pero ¿es por eso "My Generation"es un track que no merece ser un hit? Según mi opinión y la de 47 millones de personas de YouTube: No.

La gente procesa a Limp Bizkit de una forma visceral. El noventa por ciento de su discografía es música para jugar a las peleas, quitarte la camiseta, apuntar a tus amigos con el dedo y olvidarte de todos tus complejos. Es fácil olvidarlo, pero Limp Bizkit fueron una institución. Tenían figuritas, coreografías y Eminem los nombró en "The Real Slim Shady". En algún momento, los "Yeah!" y "C'mon!" que gritaba Fred Durst con su voz aguda se incorporaron en la conciencia cultural junto con citas de  Friends. El fenómeno era algo similar a unas Spice Girls para tipos universitarios, y –aunque puede que hayan tenido sus momentos de madurez en "Behind Blue Eyes" o "Eat You Alive"– han llegado a donde están porque consiguen el equilibrio perfecto entre la furia y la diversión. Es algo que era cierto en el 2000 y lo sigue siendo ahora.

El motivo por el que ver a Limp Bizkit es tan importante para mí, y quizás para cualquiera que se siga gastando dinero con ellos dos décadas después, es porque me dan una descarga de alegría y cero complejos, y eso es algo que suele perderse con los regresos de otras bandas más serias. Es fácil observar a Fred Durst y compañía ahora y pensar: "¡Crece!" Pero, ¿por qué deberían hacerlo? Si intentaran triunfar en la industria hoy en día, los encasillarían y venderían enseguida, pero ¿tiene eso alguna importancia? El panorama de hoy es deprimente y nunca hemos sido más conscientes de ello. Ahora es un momento tan bueno como otro, y puede que mejor, para ponerse una camiseta tres tallas más grande y gritar algunas tonterías.

Traducido por Rosa Gregori.