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literatura

Fragmento de "Cementerios de Neón", la última novela de Andrés Felipe Solano

Cinco años en Corea del Sur le han significado un par de libros a Andrés Felipe Solano. Acá un adelanto del segundo, que publicará este diciembre. EXCLUSIVA.

Foto: Cortesía.

Cinco años en Corea del Sur le han significado un par de libros a Andrés Felipe Solano. El primero, 'Corea: apuntes desde la cuerda floja', fue ganador del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana en el 2016; el segundo, 'Cementerios de neón', se publica este mes en Colombia, México, España y Argentina.

_El primero, un diario de apuntes que narra la experiencia de Solano durante sus primeros años en Seúl, donde explora su relación con la escritura y su nueva vida con su esposa coreana. El segundo, una novela que tiene por protagonistas a un colombiano veterano de la Guerra de Corea y a un profesor de taekwondo que emigró a Colombia en los años 60. Aunque habla de un hecho histórico poco narrado en la literatura colombiana, la Guerra de Corea, Solano no se considera un escritor de novela histórica. Al contrario, se siente cómodo con la crítica japonesa que define sus novelas como _existential noir_ (policiales existenciales)._

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_Solano (Bogotá, 1977) conocido por su crónica _Seis meses con el salario mínimo_ fue seleccionado en 2010 por la revista Granta en Español como uno de los mejores narradores jóvenes en español._

Aquí un extracto de Cementerios de Neón.

FLOR DE SAL

Martes

Las dos mentas entraron en su boca y se estrellaron contra sus dientes como canicas. Mientras se deshacían, Salgado miró la punta de sus zapatos en busca de confianza. Los habían hecho para durar más allá de su muerte. Tenía que ser así, había pagado demasiado por ellos. Muy pronto sintió un pozo de saliva espesa bajo su lengua y las arcadas no tardaron en llegar. Tuvo que pararse del banco de la estación de Gongdeok, ir hasta la caneca más cercana y escupir las mentas sin ganas, torpe. Una colegiala con audífonos se quedó mirándolo asqueada. Era probable que le hubiera llegado el olor dulzón del alcohol que desprendía su cuerpo, ese saco de carne cada vez más hinchado y dispuesto a traicionarlo en cualquier momento. Le pasó por la mente caminar hasta el baño, rozar las amígdalas con la punta de sus dedos y vomitar pero justo apareció el tren expreso de las siete de la mañana que lo llevaría al aeropuerto de Incheon. Era un día invernal, de sol vampírico, y a pesar de que vestía un traje de paño grueso, Salgado parecía ser el único alrededor que no llevaba abrigo ni guantes. Intentó recordar dónde los había dejado, pero las pocas fuerzas que lo acompañaban apenas le permitían respirar. Su memoria se arrastraba con lentitud, todavía pantanosa por la mezcla de la noche anterior.

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Las puertas del vagón se abrieron y escogió un lugar cercano para recibir el aire helado del exterior en cada parada. No le temía al frío, por el contrario, sabía de su inestimable valor en estos casos. En su segundo o tercer invierno en Seúl descubrió el poder curativo de las bajas temperaturas cuando se trataba de un guayabo. En general, caminar a cinco grados bajo cero hasta un restaurante en una esquina de su barrio y pedir una sopa mañanera bastaba para despejarlo, pero sabía que esta vez la dieta cruenta de soju, cerveza, whisky y efedrina que había compartido con Claudia en la barra de Golmok no cedería con tanta facilidad. El tren arrancó y pronto la oscuridad de un túnel se los tragó a todos. Salgado se dio cuenta de que las manos le temblaban ligeramente. Respiró hondo, una vez, dos veces, tres veces, y al exhalar se sintió estúpido. Su estado enrarecido no tenía que ver del todo con la temperatura de su cuerpo, su pesado aliento alcohólico o su pantalón, arrugado por completo. Hizo cuentas y se sorprendió con el resultado. Mierda, no había visto al Capitán en siete años.

Decidido a mentirse con total impunidad, en todo caso después de tanto tiempo qué le iba importar la llegada de ese hombre, Salgado se dispuso a mirar a los demás pasajeros para distraerse. Lo hizo con disimulo. Cuando bebía, los ojos se le ponían rojiamarillos, como si hubieran pasado por mertiolate. En frente tenía a un viejo con peluquín, quizás un pastor cristiano, por la forma en que enlazaba los dedos sobre su regazo. Tras verlo por un rato a Salgado le dio envidia. Dormitaba plácido luego de convertir el mundo en un mar de fuego en mitad de sus fantasías apocalípticas. Al lado, un soldado gordo se concentraba en su teléfono celular con las pupilas dilatadas, a punto de derramarse sobre la pantalla. En la otra esquina, bajo el aviso publicitario de la versión musical de Amadeus, con un Mozart y un Salieri asiáticos, un tipo mal afeitado y de piel delgada como la de un reptil miraba por la ventanilla. El pobre trataba de pasar desapercibido, de ocultar su olor a leche. Salgado se preguntó si la gente lo veía igual, lo olía igual. Reptilio y él eran los dos únicos extranjeros en un vagón repleto de coreanos. Maldita sea, se dijo con rabia, hace rato que no pensaba en ese tipo de cosas. Volvió a respirar hondo, una vez, dos veces, tres veces, y se vio igual o más estúpido. Le echó la culpa de todo al Capitán. Aparecerse así, justo esa semana en que su esposa se había ido a Filipinas y él podría mirar al techo cuanto tiempo se le diera la gana. El regusto acre de la efedrina le subió por la garganta y borró lo que restaba de mentol. La noche borboteó de nuevo en su cabeza como barro de termal.

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El día anterior Salgado se había puesto un traje gris pizarra, camisa blanca de cuello duro y una corbata roja de punto para la cita que tenía con unos importadores de café en Euljiro. Eran tres viejos que tarde o temprano lo harían rico, o por lo menos eso pensó al anudarse la corbata. Casi no le quedaba nada del dinero que su suegro le había pagado por montar una página web que resultó ser un fiasco. Su empresa de buses de turismo no pudo sacar tanto provecho de ella como Salgado le había prometido. Del negocio con los viejos dependía su futuro en Seúl, así que se empleó a fondo. Los dejó hablar, preguntar en varias oportunidades lo mismo, negociar por lo bajo. Los odió siempre sonriente, renovó solícito las copitas de sake, inclinó la cabeza para brindar y estuvo atento a que la mesera desfilara a tiempo con las sopas de algas, las bandejas con trozos de atún rojo y los langostinos apanados. Incluso contó un par de historias sobre Colombia que arrancaron sonidos guturales y exclamaciones. ¡Ohhh! ¡Urgghh! ¡Grrrr! Exhausto y con las piernas entumecidas después de sentarse sobre un cojín delgado por dos horas, al final consiguió arrancarles una promesa. Los viejos estudiarían un presupuesto desglosado, pero tenía que mandárselo a su contador dentro de dos días. Salgado no dudó en lanzarse a celebrar apenas se despidió de los coreanos con una venia profunda y las manos en los costados. Hacía un buen tiempo que manejaba toda la cortesía y etiqueta necesarias para tratar con este tipo de hombres atrapados para la eternidad entre las formas.

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Compró cigarrillos y le marcó a Claudia. El Seminario de Representación de la Guerra que dictaba ese día había sido cancelado por una manifestación contra los despidos ferroviarios, así que estaba libre. Acordaron encontrarse en una parrilla de Itaewon, muy cerca de donde ambos vivían. A eso de las seis empezaron a comer docenas de tiras de carne asada y a beber copitas de soju como si fuera agua del grifo. Cada vez que se veían para tomarse unos tragos se sentían como dos náufragos que se encontraban en mitad del océano Índico. A pesar de que llevaban un buen tiempo en Corea, a los dos todavía los ponía exultantes ese tipo de restaurantes al caer la tarde, cuando todo el mundo decidía abandonarse al aguardiente de arroz y deslizarse hasta la medianoche sin reparos. Discusiones enfebrecidas, el olor de la carne al carbón en las ropas, vasos que chocaban, mesas atestadas. Por una semana disfrutaría de todo aquello sin remordimientos. Su esposa odiaba las parrillas y el soju, había tenido demasiado de todo eso, y de alguna manera él lo entendía.

Poco antes de las ocho pagaron la cuenta, bordearon a pie la base militar de Yongsan y entraron felices al callejón donde se encontraba Golmok. Una vez sentados en sus taburetes de siempre se pasaron a la cerveza. Más tarde dieron el salto al vacío con varios vasos de whisky salpimentados de efedrina.

Meterse una píldora para la gripa por la nariz era una pendejada. Una pendejada funcional en todo caso. Claudia le pasó media, ni siquiera una entera. Salgado la envolvió en un papelito blanco, de los que su amiga y él usaban para escribir nombres de canciones y pedírselas al DJ del bar. En el baño, sobre la tapa de la cisterna, pulverizó la efedrina con el borde inferior izquierdo de su teléfono celular. Por qué no hacerlo, si las coreanas usaban las pantallas de sus teléfonos como espejo de mano, pensó antes de entregarse a la molienda. El encuentro de la porcelana y el metal le gustó desde el primer contacto. Se aplicó a ello con cuidado y al ver el resultado se felicitó: la pastilla parecía talco para bebé. La esnifó pleno y seguro por lado y lado. Con masticarla habría sido suficiente, el efecto sería igual, pero lo cierto es que estaba tocado hasta las lágrimas por la posibilidad del negocio con los importadores y necesitaba celebrarlo con un acto contundente, casi operático. Claudia había estado mascando pastillas para la gripa desde que se encontraron en el restaurante. Las había conseguido bajo estricta prescripción médica, le dijo sonriente al mostrarle el tarrito por debajo de la mesa. En Estados Unidos ya no le bastaba la nota de un doctor para obtenerlas, pero donde vivían era una droga rotundamente legal, cosa bastante extraña en la prohibicionista Corea. El centro de rehabilitación más grande del mundo, así llamaba Claudia al país donde habían ido a parar ambos. A veces pensaba que de no haberse asomado a la península, su amiga habría muerto de sobredosis en alguna sala desmantelada de su Pittsburgh natal. Le había contado muchas historias de aquellos tiempos, como que por ejemplo sus amigos tenían una lupa gigante para buscar hojuelas de coca en el tapete después de una fiesta o que cuando daba clases de Historia de Asia y Cine en la misma universidad donde obtuvo su doctorado summa cum laude en estudios culturales, atendía en su oficina a sus estudiantes nadando en Clonazepam.

***

Cementerios de Neón

Andrés Felipe Solano

Tusquets Editores