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Viajes

Volunturismo: los turistas de la pobreza

"No es bueno este tipo de turismo", denunció Iain Hall de la Acnur en Tailandia. "Se trata de seres humanos, no de animales en un zoológico".

En marzo de 2013, una parte del campo de refugiados Ban Mae Surin en Tailandia desapareció en medio de un fuego catastrófico. Las chozas de los refugiados ardieron como una yesca, y 37 personas perecieron por las llamas. Apenas se conoció la catástrofe, aparecieron hordas de compasivos turistas occidentales —coloquialmente llamados "volunturistas"—, que ofrecían su dinero y su tiempo para responder a la tragedia. Pasado el tiempo, un campamento de volunturistas surgió de los restos calcinados de la aldea de refugiados.

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A pesar de su compromiso de ayudar a los migrantes, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) está decididamente en contra de la creciente moda del turismo de refugiados en Tailandia, un país que cuenta con más de 20 millones de turistas al año, atraídos por las playas vírgenes y las tierras altas de la selva, además de cerca de 130.000 refugiados, muchos de los cuales han huido de la guerra civil que por décadas ha abatido a la vecina Birmania. Algunos de los voluntarios de Ban Mae Surin "estaban allí montando sus asados, desnudándose y nadando en el río", denunció Iain Hall de la Acnur en Tailandia. "Fue una falta de respeto. No es bueno ver este tipo de turismo. Se trata de seres humanos, no de animales en un zoológico".

Un año después, viajé a Tailandia como estudiante y turista. Un golpe militar había tenido lugar en mayo y, entre otras cosas, había exacerbado la situación de migración en el país. La junta tailandesa, liderada por el general Prayuth Chan-o-cha, había anunciado planes para comenzar a enviar a los refugiados de vuelta a Birmania. Actualmente, los gobiernos tailandés y birmano están comenzando a discutir los programas de repatriación mientras la junta tailandesa refuerza la seguridad en los campos de refugiados. Los viajes hasta y desde los ocho campamentos del país continúan, pero abandonarlos para buscar trabajo más allá de las paredes de las comunidades se ha vuelto algo peligroso y difícil para los residentes. A las personas que se encuentran en los distintos campos, incluido Mae La, el más grande del país —fue establecido hace 30 años a las afueras de una ciudad llamada Mae Sot y ahora es el hogar de cerca de 50.000 refugiados—, pronto se les pedirá que regresen a su "hogar" en Birmania, y si el gobierno se sale con la suya, el campamento podría cerrar por completo en cuestión de años. En todo caso, la necesidad de que la comunidad internacional preste atención a estos campamentos es mayor que nunca.

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Luego de un viaje pesado en bus desde Chiang Mai, uno de los lugares más turísticos de Tailandia, llegué a Mae Sot, cerca de Mae La. Hambrienta y empapada por la lluvia, me dirigí a un café y colectivo artístico llamado Borderline, que proporciona trabajo a mujeres refugiadas, así como un mercado para sus artesanías. El lugar estaba tan lleno de niños (birmanos de la etnia karen, por sus bolsas tejidas y la pasta de arcilla blanca esparcida en sus mejillas) que no había lugar para sentarse. Un puñado de extranjeros hizo un círculo, e instaló un equipo de sonido sobre un escenario improvisado. Un chico norteamericano de 25 años, vestido con una camiseta y lentes de sol, saltó al escenario. "¡Buenas noches, Mae Sot!", gritó teatralmente ante el júbilo de su audiencia, que resultó estar compuesta por estudiantes karen de una escuela cercana para migrantes. El concierto era una supuesta muestra del talento de sus pupilos, pero parecía más su show: el muchacho gemía un punk de centro comercial junto a un sintetizador, con el acompañamiento ocasional de los cantos de sus estudiantes. "Hombre, me encanta presentarme en Tailandia", proclamó mientras yo devoraba mis papas al curry. "Somos estrellas de rock aquí, ¿verdad, chicos? ¡Y ninguno de ustedes sabe lo que estoy diciendo!".

Más tarde esa noche, me encontré a un amigo camino a Exppact Café/Bar, un popular refugio turístico, propiedad de antiguos presos políticos de Birmania. "Comenzamos Exppact para generar ingresos para nosotros mismos y para educar a la gente sobre la situación de Birmania", me dijo Thiha Yarzar, un exrefugiado y uno de los fundadores de Exppact. El bar estaba lleno de extranjeros, la mayoría eran profesores occidentales y algunos trabajadores humanitarios, y tenía uno que otro cliente tailandés y birmano. A algunos de estos profesores expatriados se les había prohibido entrar a sus campamentos en los últimos meses, a raíz de una campaña surgida tras el golpe de Estado que no autorizaba la entrada y salida de los campamentos. La escuela quedó vacía y los profesores quedaron sin poder enseñar. Aunque Yarzar respeta a muchos de los voluntarios de Mae Sot, le preocupa que los bienintencionados fondos de ayuda sean gastados constantemente. "Muchas personas visitan Mae Sot como turistas, ven algo y regresan a Mae Sot con un montón de dinero. '¡Voy a montar una escuela para refugiados!', dicen. Y luego se ponen un gran salario, y terminan gastándose todo el dinero en su sueldo". Cuando terminé mi cerveza, la banda de la noche en el Exppact, un trío de profesores liderado por un cantante danés, comenzó a tocar, canturreando su nueva canción cuyo coro, "¿dónde estabas durante el golpe?", se mezcló alegremente con la charla de la multitud y la lluvia del exterior.

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Pasé la noche en la residencia Picturebook, que ofrece alojamiento a los turistas y voluntarios mientras emplea a jóvenes migrantes proporcionándoles capacitación en hotelería. La residencia es administrada por Youth Connect, una organización sin ánimo de lucro que prepara a los jóvenes refugiados como fuerza de trabajo, y las ganancias de Picturebook ayudan a financiar los programas educativos de Youth Connect. Cuando le pregunté al director de Youth Connect, Mickey Goggin, por qué la organización decidió construir una residencia en lugar de otro negocio, se rio: "¡Es Tailandia, hombre!". La industria del turismo ha sido fuerte desde que los hippies comenzaron a visitar el país en los 60. "Es un mercado confiable. Incluso en tiempos difíciles —la reciente violencia política y el golpe de Estado, por ejemplo— hay una gran demanda".

A la mañana siguiente, luego de hablar con algunas personas que trabajan con los refugiados y migrantes, se me ocurrió que podría colarme en un campo de refugiados. Pero ¿cuál era la verdadera razón, me pregunté, más allá de decir que lo había hecho? Una parte de mí estaba preocupada por sucumbir al deseo del exotismo en un país extranjero, para poner una pluma de estuve-allí-y-lo-hice en mi sombrero de aventurera. Pero, como muchos turistas, también tenía un deseo genuino de aprender algo sobre la historia y las dinámicas sociopolíticas del lugar que estaba visitando, y de acercarme a esas dinámicas más de lo que era posible en un bar de expatriados en Mae Sot. ¿Cómo lograrlo sin convertir a un ser humano en un espectáculo?

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Abordé un taxi-camión hacia el norte de Mae Sot, por una carretera que, cortando las suaves colinas verdes de la frontera, conecta con varios centros turísticos y pasa por diferentes campos de refugiados de gran tamaño. Dos hombres jóvenes que mascaban nueces de betel cargaban bolsas de arroz en la capota del camión. Luego me di cuenta de que eran para uno de los campamentos. A mi lado, una compañera de recorrido se quedaba dormida, recostando su cabeza sobre mi hombro hasta que un bache la sacudió y la despertó.

Frente a mí se sentó una pareja de franceses vestidos con chanclas y camisetas sin mangas. Apoyándose en sus mochilas, el hombre apuntaba en un cuaderno de notas y su compañera miraba fotos tomadas en días pasados. Viajaban hacia Mae Sariange, dijeron, a una región tribal conocida por sus paisajes y turismo cultural. Me contaron que, un par de días antes, habían pagado para visitar un campamento de refugiados en la frontera del río que limita con Birmania, justo a las afueras de Mae Sot, donde las mujeres kayan de cuello de jirafa posan ante las cámaras y venden sus productos. "No estuvimos mucho tiempo", me dijo la francesa. "Me sentía muy mal", añadió su novio, "solo por pararme allí y mirar alrededor".

Mientras hablábamos, Mae La apareció a nuestra izquierda: una densa colección de techos de paja cercada entre las altas colinas verdes. Los guardias, recién instaurados por la junta de gobierno, se situaron en las vías de acceso y por los agujeros de la cerca. Realmente no se podía ver a la gente al interior del campamento, solo el manto ondulante de paja. La chica sacó su cámara y, luego de dudarlo un momento, comenzó a hacer fotos.

Bajé del camión, sintiéndome animada a entrar a un vasto territorio de migración que también contenía, para mí, una gran incertidumbre moral. Pero me detuve al instante por el silbido de un guardia, que hizo un gesto con el dedo. Nadie entra, nadie sale. Caminé por el perímetro un momento, disfrutando del aire fresco y la vista de las montañas, y luego me senté con los guardias, quienes lanzaban piedras a los perros callejeros y se reían. Después de que el último perro se escabulló, me ayudaron a tomar el próximo bus en dirección sur hacia Mae Sot. A pesar de que son parte de una junta antiinmigrantes, de alguna manera estaba agradecida con ellos. No solo por ayudarme a tomar el camión, sino por ayudarme a tomar mi decisión: ¿ir al campamento o no?

Un año después, viajé a Tailandia como estudiante y turista. Un golpe militar había tenido lugar en mayo y, entre otras cosas, había exacerbado la situación de migración en el país. La junta tailandesa, liderada por el general Prayuth Chan-o-cha, había anunciado planes para comenzar a enviar a los refugiados de vuelta a Birmania. Actualmente, los gobiernos tailandés y birmano están comenzando a discutir los programas de repatriación mientras la junta tailandesa refuerza la seguridad en los campos de refugiados. Los viajes hasta y desde los ocho campamentos del país continúan, pero abandonarlos para buscar trabajo más allá de las paredes de las comunidades se ha vuelto algo peligroso y difícil para los residentes. A las personas que se encuentran en los distintos campos, incluido Mae La, el más grande del país —fue establecido hace 30 años a las afueras de una ciudad llamada Mae Sot y ahora es el hogar de cerca de 50.000 refugiados—, pronto se les pedirá que regresen a su "hogar" en Birmania, y si el gobierno se sale con la suya, el campamento podría cerrar por completo en cuestión de años. En todo caso, la necesidad de que la comunidad internacional preste atención a estos campamentos es mayor que nunca.