Especial del narrativa: La sustituta

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Especial de narrativa 2015

Especial del narrativa: La sustituta

Un cuento de amor, negocios y transformaciones.

—Este traje será tu disfraz—. Lao Ting señaló la falda y el saco negros que colgaban en el perchero en el rincón de su oficina. —Le dirás a la gente que eres la vicepresidenta de la compañía. Quizá te vean como un objeto sexual, y esto será ventajoso para las negociaciones. He notado que los empresarios estadunidenses son muy fáciles de manipular. ¿Alguna vez te han dicho que te pareces a Christie Brinkley, la supermodelo estadunidense de los ochenta?

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Dije que sí. En realidad sí me parecía a Christie Brinkley, a Jacqueline Bisset y a Diane Sawyer, según me habían dicho. Medía 1.80, pesaba 52 kilos, tenía largo y sedoso cabello castaño claro. Mis ojos eran azules, el color que Lao Ting decía que era el mejor para alguien en mi puesto. Tenía 28 cuando me convertí en la vicepresidente sustituta. Sería la cara de la compañía en las juntas. Lao Ting pensó que los empresarios estadunidenses lo discriminarían por su aspecto físico. Parecía un campesino pobre. Era bajo y delgado y usaba una túnica de lino blanco y una cuerda alrededor de sus shorts playeros. Su barba era casi totalmente blanca y le colgaba desde la barbilla hasta el pubis como si fuera una cola mágica. Mi trabajo anterior había sido como representante de servicios al cliente para el Hotel Marriott y agendaba reservaciones por teléfono desde mi casa. Había estado viviendo en un estudio arriba de una panadería mexicana en Oxnard, California. La vista de mi departamento daba una pared de concreto.

—Tu apellido será Reilly —me dijo Lao Ting— . ¿Quisieras sugerir un nombre de pila para tu entidad profesional?

Sugerí "Joan".

—Joan es muy sentimental. ¿Algún otro?

Sugerí "Melissa" y "Jackie".

—Stephanie es un buen nombre. Hace que un hombre piense en un bonito papel crepé.

La compañía, llamada Value Enterprise Association, se encontraba en la planta baja del complejo familiar de lujo de Lao Ting en la playa Ventura. Era un negocio familiar y tenía una cualidad anticuada que me tranquilizaba. Nunca entendí la naturaleza de los servicios de la compañía, pero Lao Ting me caía bien. Era amable y generoso y yo no veía razón alguna para cuestionarlo. El trabajo era sencillo. Debía memorizar algunos nombres, algunas cifras, usar el traje, maquillaje, spray para cabello, perfume, tacones y cosas del estilo. Todos en la oficina eran muy afables y profesionales. No había chismes, no había ligues, no había faltas de respeto. En lugar de tener un dispensador de agua, en el vestíbulo había un samovar de acero inoxidable con agua hirviendo. La familia bebía té verde y leche malteada marca Horlicks en grandes tazas de cerámica. La esposa de Lao Ting, Gigi, me dio mi propia taza, como si fuera parte de la familia. Pasé mucho tiempo sentada en la terraza, mirando el mar. Se sentía bien estar allá afuera durante el día, así como ser apreciada. Lao Ting me aseguró que nunca me haría realizar tareas con los clientes o vendedores que no fueran profesionales, y nunca lo hice. Todo se llevaba a cabo de la manera más honorable.

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El puesto de sustituta pagaba seis veces lo que ganaba contestando teléfonos a nombre de Marriott. En poco tiempo pude pagar mi deuda de la tarjeta de crédito y me mudé a un recién adaptado loft en un área industrial en El Río. Lo amueblé con mobiliario rentado y pequeñas decoraciones que compré en tiendas de recuerdos. Estaba aliviada de haber vendido mi coche, un enorme Cadillac blanco cuyo motor estaba a punto de descomponerse. Lao Ting contrató un servicio que me llevara a donde tuviera que ir a trabajar, y los fines de semana, cuando salía a antros y fiestas, pedía taxis. Podía pagarlos. Sobre todo iba a los antros más underground y a afters en el centro o en el desierto. La gente era rara; fenómenos recién salidos de la escena de Los Ángeles: calientes del valle, fiesteros de mediana edad, ratas de techno en ácido, chicos en éxtasis, mujeres viejas, los típicos delaers… Los fines de semana me arreglaba aún más. Me gustaba usar un abrigo, un sombrero viejo como de detective y unos grandes lentes con cristales de color. Debajo del abrigo usaba un body de encaje rojo. Le había arrancado la tela de la entrepierna para acomodar mis genitales, que estaban anormalmente hinchados debido a un problema de la pituitaria. Debajo del body tenía centavos pegados en los pezones y en el pubis una foto de la cara de Charlie Chaplin. Se sentía bien usar todo eso. Incluso antes de mi trabajo como sustituta, sentía que la ropa normal era un disfraz.

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Antes me daba pena llevar hombres a mi estudio en Oxnard porque olía a papas fritas y no había donde sentarse más que en el sucio piso alfombrado o en mi cama, que era un lugar mucho más íntimo. Cuando llevé hombres a mi loft en El Río, que no era algo que hiciera muy seguido, todos veían mis cosas y me preguntaban en qué trabajaba.

—Soy la vicepresidenta sustituta de una empresa de negocios —decía. Los sentaba en el sillón rentado y les daba una bolsa de plástico para que se la pusieran en la cabeza si así lo querían. Cuando mi hinchazón era demasiada, me ponía un poco tensa. —No quiero hacer el amor —le dije a un hombre del que me acuerdo, enfatizando la negación. Estaba guapo y bronceado. Usaba ropa blanca de capoeira, que fue lo que me atrajo de él.

—No quiero —repitió riendo bajo el plástico; sus ojos brillaban.

—No tengo sexo —le expliqué—. Sólo me desvisto.

Durante el largo viaje en taxi desde el antro, dijo algo como: —Mi trabajo paga todo: tragos, comidas, viajes, hoteles. Voy a Canadá a cada rato. Cafeterías, entradas para el teatro, todo. Todo me lo reembolsan. —"Entre comillas", decía una y otra vez. Sus manos se movían nerviosamente y sus ojos estaban encendidos y daban vueltas de un lado a otro como si tuviera relámpagos atrapados en los ojos.

—Cuéntame algo secreto —le dije mientras desabrochaba el cinturón de mi abrigo.

—Tengo conejitos de mascota —dijo. Se sentó derecho en el borde del sillón. —Blancos con ojos rojos. Les doy carne. Les doy atún…— Luego de nuevo: —Cuando estoy en Canadá, entre comillas, un vecino los cuida; mis bebitos—, y así.

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Ser observada no era el único placer erótico que disfrutaba en serio. Después de quitarme el abrigo, me quitaba los zapatos. Luego desamarraba los listones del body y dejaba que cayera hasta mis pies. —No quiero hacer el amor—, repetía mientras despegaba los centavos de mis pezones.

—¿No quiero? —repitió el hombre—. ¿Por qué hablas así?

—Para enfatizarlo. —Le dije que arrancara la fotografía de Charlie Chaplin de mi pubis. Arrancó la cinta adhesiva poco a poco con sus enormes y morenos dedos. No tenía prisa. Era como si hubiera ya demasiada emoción dentro de sus ojos. Quizá su vida era muy mediana para él.

—¿Quién es ese güey? —preguntó.

—Hitler —dije.

Empezó a jadear y le quité la bolsa de la cabeza.

—Limusinas, cenas, antros —decía. Jaló la foto y mis labios cayeron sobre los muslos. —Jaja —dijo mientras los tentaba—. Conque tenías tu escondidito.

Gigi era la gerente de operaciones. Me ayudaba con mi maquillaje y cabello y me preparaba para las juntas con los empresarios. Llegamos a conocernos muy bien. Una vez le conté de mis problemas en el amor. —No puedo conectarme con personas normales —le expliqué—. Cuando voy a una tienda de abarrotes o a cenar a un restaurante normal, me asusto. No sé cómo portarme. Los hombres me voltean a ver por cómo me veo. Pero siento que sería un error buscar el amor en estas personas tan normales. Son demasiado neuróticas. No son capaces de amar, sólo de brindar consuelo y equilibrio.

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Gigi dijo: —No te preocupes por encontrar a un esposo. Cuando la mujer es la cazadora, sólo puede ver a los débiles. Todos los hombres fuertes desaparecen. Así que no tienes por qué cazar, Stephanie Reilly. Puedes volar más alto. Sólo quédate flotando por ahí y encontrarás a alguien. Así fue como encontré a Lao Ting. Era como si él tuviera un reflector y caminara sobre el aire a medio metro del suelo. Lo vi a un kilómetro y medio, flotando por el Bulevar Rego. Es difícil imaginarlo, pero alguna vez fue un hombre muy guapo.

—Qué hermoso, Gigi —dije.

—Es una historia de amor muy bonita. Te la contaré con más detalle en otra ocasión.

Value Enterprise Association empleó a otro sustituto para actuar como mi abogado en las juntas importantes. Él y yo nos sentábamos en las largas mesas de vidrio en los edificios de oficinas de Los Ángeles, tomábamos agua fría y les dábamos contratos a los empresarios para que los firmaran. A excepción de estas juntas, la comunicación entre la familia y los empresarios se llevaba a cabo por medio de oficios y por teléfono. Lao Ting y otros escribían a nombre de Stephanie Reilly. Gigi hablaba por teléfono diciendo que era Stephanie Reilly. Tenía una perfecta forma estadunidense de hablar y reír. Cuando los empresarios me conocieron en persona, dijeron: —¡Al fin le ponemos cara al nombre! ¡No esperaba que fuera tan joven!

—Por favor, llámenme Stephanie —decía yo, mientras cruzaba y separaba las piernas y deslizaba los contratos por la mesa.

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—Bueno, Stephanie, ¿podemos repasar las cifras una vez más? Porque parece haber algunas cosas que quizá ninguno de nosotros anticipó.

—Por supuesto. No quiero que haya sorpresas. —Lao Ting me enseñó a hablar así.

Solía conducirlos lentamente por las revisiones, refutando sus objeciones incluso antes de que las formularan.

—Mantenlos asintiendo, —me enseñó Lao Ting. Ponía a los viejos en contra de los jóvenes.

—Ya ves, te dije que ése era el problema —le decía uno a otros mientras yo sonreía.

—No predigan sus necesidades basándose en desempeños anteriores o, en todo caso, en las expectativas de los chinos —me gustaba añadir—. Nuestros servicios no trabajan así, y es eso lo que nos hace tan atractivos. La mayoría de las compañías que coordinan los contratos estadunidenses y chinos no pueden navegar por esas aguas. Pero claro que si quisieran hablar directamente con los chinos…

—No, no. Claro, claro. Entendemos, —decían los empresarios y yo me paraba e inclinaba encima del escritorio para señalar el lugar donde Gigi había pegado un montón de flechitas de colores.

Si en los silencios sus plumas seguían moviéndose en el aire, Robbie se ponía nervioso. Decía: —Claro que todo está suscrito. Tenemos seguros de inversión, bla, bla, bla. Pero, por favor, ¡no nos demanden!

—Déjalos pensar —decía yo—. Deja que los hombres lo piensen—. Los empresarios firmaban todo lo que yo les daba. Siempre estaban dispuestos a complacerme, dispuestos a demostrarme que estaban de mi lado. Lao Ting nunca recibió una sola demanda.

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Robbie era un guapo homosexual y, a mi parecer, muy talentoso. Era de Arroyo Grande, California. Estaba obsesionado con su salud. Cada mañana corría descalzo veinte kilómetros en la playa. Hacía frecuentes viajes a Hawái para encontrarse con un doctor de medicina alternativa para que le sanara el espíritu. En una vida anterior, Robbie era una mula a quien su amo maltrataba en exceso. Robbie dijo que murió de hambre en un pequeño establo del tamaño de un clóset.

—¿En qué país eras mula? —le pregunté una vez.

—En Rusia —dijo—. A unos treinta kilómetros de Finlandia. Los veranos eran lo peor porque había sol todo el día y toda la noche y mi amo tenía insomnio. Sufría de sicosis y nadie lo entendía. Me montaba en el bosque donde nadie pudiera oírlo y luego me golpeaba mientras gritaba y lloraba. Era horrible. Pero además yo lo compadecía. No es que no lo hiciera. Es sólo que no puedo superar que me dejara en ese establo. Supongo que era demasiado cobarde como para cortarme la cabeza.

—¿Abusó sexualmente de ti? —pregunté.

—Sólo emocionalmente —dijo Robbie—. Mi doctor me está haciendo que me tome cenizas de lava ancestrales. Me ponen la lengua gris, así que debo chupar dulces rojos. —Sacó la lengua para que viera lo roja que era—. Para cuando tengo auditorías.

—Se ve bien —dije.

—Puros ingredientes naturales. Pero aún así te pudren los dientes. Como cualquier azúcar. Incluso la fruta. Pero ahora me siento más aterrizado, creo, desde que empecé a tomarme las cenizas.

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Robbie no comía con la familia. Él vivía sobre todo a base de jugos de verduras, nueces y hierbas. La familia no lo juzgaba por ello. Lo apoyaban incondicionalmente. En su cumpleaños le dieron un pequeño almendro. En el mío me dieron una bata blanca de seda con un dragón bordado en la espalda. Lao Ting y Gigi eran las personas más amables de todo el mundo. Eran las almas más tiernas que uno podría conocer.

—Lo superarás, estoy segura —le decía Gigi a Robbie. —Anoche soñé que eras un semental blanco que corría por la tundra.

—Sí, saldrás de ésta. Y tú, querida, mi querida Stephanie Reilly —dijo Lao desde el otro lado de la mesa—. Tú y Robbie están haciendo muy buen trabajo. Estamos felices de tenerlos en nuestras vidas. Nuestros hermosos hijo e hija estadunidenses. Estamos tan orgullosos de ustedes. ¡Sólo mírense! ¡Tan guapo! ¡Tan bonita!

Lao Ting tenía un problema digestivo que restringía su dieta a únicamente camarones y ñames cocidos. Parecía que su dieta tenía el problema digestivo bajo control, así como su régimen diario de natación, estiramientos y ping-pong. Debido a que era el patriarca de la familia y el jefe del negocio, y a que la familia le era bastante leal, los camarones, el ñame y el arroz eran lo único que se ofrecía en las comidas. Una vez le pregunté a Lao Ting si no se hartaba de comer lo mismo cada día.

—Nunca me harto de la comida —contestó y golpeó su reducido torso.

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A mí no me gustaba cocinar. En casa tenía un juego de cubiertos muy elegantes y algunas ollas de hierro fundido, pero prefería drogarme a preparar comida y comérmela. Durante la semana laboral, únicamente comía lo que me dieran en la familia. Me gustaba el arroz que preparaban. Lo cocinaban en una enorme arrocera de bambú y sabía a madera vieja, como a lo que huelen las tiendas de antigüedades. Los camarones los hervían completos, luego los salteaban con mantequilla y especias chinas. La familia se comía los camarones empezando por la cabeza. Escupían las patas y los ojos negros tipo araña hacia el piso entre los banquitos de plástico, los cuales usaban como sillas alrededor de una mesa baja en el comedor. Luego ponían el camarón entero en su boca, lo mascaban y escupían la cáscara. Después de cada comida, el hijo más grande, Jesse, barría y trapeaba el comedor. Había seis hijos en total, todos adolescentes: cinco chicos y una niña. Todos, menos Jessee, estaban en la prepa. Cuando llegaban a casa ayudaban a sus padres con el papeleo y la limpieza. El complejo siempre estaba muy limpio y olía a incienso. Todos los pisos eran de mármol color carne. Las paredes estaban decoradas con enormes cruces tejidas con cuerdas de seda roja. —Son chinas —me dijo Gigi—. Son de buena suerte. Simbolizan fertilidad y prosperidad.

Una vez Gigi me mostró un árbol genealógico de la familia. —El papá de la mamá de mi mamá es de esta ciudad. La mamá del papá de la mamá de Lao Ting nació aquí, en este río. La mamá de la mamá de mi papá es de este pueblo. ¿Ves ese punto? Allá está muy bonito. ¿Conoces la niebla? Allá hay mucha niebla. Es como un enorme fantasma. Todo el pueblo es un enorme fantasma feliz.

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—Me gustaría ir un día —dije.

—Puedes ir cuando quieras. Hay muchas cosas mágicas por allá. Quizá puedas ir y volverte loca. A veces necesitas estar loquita, divertirte un poco. A veces pienso que casi siempre te ves triste. Pero creo que pronto serás feliz. Ven, déjame darte una bendición.

Nunca le conté a Gigi de mi problema de la pituitaria, que era la fuente de toda mi tristeza. Siempre que me resfriara, tuviera un sarpullido o un dolor de estómago, Gigi hacía un brebaje de hierbas chinas que guardaba en un cajón de madera de la recámara principal, en el segundo piso. Cada brebaje tenía un sabor diferente y generalmente me hacía sentir mejor. Estoy segura de que si le hubiera contado mi problema, Gigi también me habría hecho un brebaje especial. Y luego me preguntaría a diario: "¿Está mejor? ¿La piel está más pequeña, o aún está hinchada? Pobre Stephanie Reilly. Estás tan bonita… Tenemos que hacer que tu cosita se mejore".

Una noche soñé que Gigi me decía que hiciera un programa de radio con las voces de los demonios que estaban dentro de mí. Lo hice, y cuando puse el programa al aire todo el mundo escuchó las horribles cosas que decían y todos se volvieron locos y se suicidaron. En la cama, mientras soñaba, me paralicé. El cielo se abrió y una nave extraterrestre me lanzó un enorme rayo de luz vacía y me sacó todos los demonios a través del pecho. Se tardó como diez segundos.

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—Me pregunto si de verdad se fueron —le dije a Gigi. —Si así fue, me pregunto qué haré. Me pregunto si ahora seré diferente.

—Yo también soñé algo anoche —dijo Gigi—. Conocía a una joven en una pequeña tienda en algún lugar. Era un negocio familiar, sucio, no muy bonito. Esta joven agarraba una bebida de la repisa y rompía la botella en el piso. Luego se comía los pequeños pedazos de vidrio. Yo trataba de levantarla del piso. "¡No lo hagas, mi niña!" le gritaba, pero ella usó los trozos para cortarme los brazos. Su cabello se le enredó en la cara. Tenía cabello como de cuando las mujeres afroamericanas se lo planchan. Era como si tuviera moños amarrados con nudos en toda la cara. Cuando desperté, pensé que la gente debería empezar a peinarse así: con nudos en la cara. Si se hacen bien, podrían verse muy bonitos—. Se dirigió a su hija, quien tenía cabello negro largo y lacio. —Tal vez me dejes intentarlo con tu cabello—. La niña mascó su comida y sacudió sus palillos. —¿No? —dijo Gigi—. Te arrepentirás —se rió—. Espero que tus demonios se hayan ido, mi dulce Stephanie Reilly. Pero por favor no cambies mucho. Te extrañaría. Todos extrañaríamos tu tranquilo y frágil ser.

Sin embargo, los demonios no me abandonaron. Siempre estaban allí, tentándome, envenenando mi pituitaria. Un día, después de una exitosa reunión de negocios, le conté a Robbie de mi problema de la pituitaria mientras manejábamos de regreso al complejo.

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—Entiendo tu frustración —dijo—. Mi doctor dice que el cuerpo sale de la mente. Todo es emocional. Ideas y sentimientos. ¿Hay alguna emoción que estés guardando en tu pituitaria, algún sentimiento negativo que haga que tus genitales sean tan grandes y asquerosos?

—Supongo que tengo muchos sentimientos guardados. Pero nada malo. Es amor. Es sólo amor pudriéndose dentro de mí.

—Nunca había escuchado de un problema así.

—Eso es lo que pasa. Tengo mucho amor, creo, y nadie a quien dárselo.

—Qué problema —dijo Robbie—. Puedo darte el número de un mago que conozco. Él convierte las energías para que puedan ser purgadas y donadas a quienes las necesitan.

—Sería lindo ayudar a alguien.

—Cuando tenía tendinitis, según él transfirió mi inflamación a un mosquito agonizante. Y ese mismo día me picó un mosquito. Fue increíble. No sé si era el mismo mosquito, pero mi muñeca se sintió mejor casi de inmediato.

—Es asombroso, Robbie —dije.

—La vida es asombrosa, Stephanie Reilly. Ganamos la lotería al poder vivir en este hermoso planeta. Cuando puedo mantener ese tipo de optimismo, un loco puede golpearme todo lo que quiera. Puede romper cada hueso de mi cuerpo. No hay dolor alguno —dijo Robbie—. Las experiencias son sólo tiempo que pasa de diferentes formas. El tiempo pasa y pasa y pasa. No tiene otro lugar a donde ir. Llámalo—. Escribió el número del mago detrás de una tarjeta de presentación.

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—¿Sabes qué pasa cuando saltas de un puente? —Éste era otro hombre del que me acuerdo. Tenía una cicatriz en la frente como un tercer ojo. Lo encontré mendigando afuera de una licorería en Saticoy. Era intenso, estaba perturbado y olía a aceite de coches y a vómito, que es lo que me atrajo de él. Le dije que podía dormir en mi sillón si prometía no tocarme, y me lo llevé a mi loft. Resultó que era tan sólo un niño de apenas 19 años. Había escapado de su casa en Nebraska y pidió aventón hasta llegar a Venice Beach.

—Básicamente te desangras hasta morir —me dijo—. Cuando golpeas el agua, tus huesos se vuelven cuchillos dentro de tu cuerpo. O te explota el corazón por la presión. Y te rompes el cuello. ¿Puedo pasar a tu baño?

—Siéntate —le dije, señalando el sillón.

En el taxi dijo algo así: —¿Sabes cuántos cuerpos asesinados nunca son descubiertos? ¿Sabes cómo saber si el alma de alguien ya dejó su cuerpo? ¿Ves a ese tipo afuera de la licorería? Creo que está poseído o algo así.

—Yo estoy poseída —le dije—. Muchas personas lo están.

—¿Cómo se siente? ¿Hablas en otros idiomas? ¿Haces cosas de las que te arrepientes pero no te puedes retractar?

—No es así —dije—. Es más bien algo médico.

—¿Sabías que hay personas en India que si les cortas las manos, les crecen otras nuevas? Algunas personas tienen poderes. Me gustaría ir a India. Me gusta tu departamento. ¿Está tu esposo? ¿Está allá abajo?

No me desvestí para el chico. Le di de comer lo poco que tenía en el refri: una manzana, un yogur, almendras cubiertas de chocolate, una empanada congelada. Nos sentamos en el sillón y hablamos de las diferentes formas de morir. Para el amanecer, yo ya tenía los calzones abajo y le estaba pidiendo su opinión sobre mi problema, esperando que dijera que había visto cosas peores. Pero no había visto peores. —Deberías ir a India conmigo —dijo—. Gurús, doctores especiales, cánticos.

—Siempre está la cirugía —empecé a decir.

—Sí, pero eso no atacará la raíz del problema. Los demonios, ¿cierto? De todos modos eres muy bonita —dijo—. Tienes eso a tu favor.

A veces la vida puede ser extraña, y saberlo no parece hacerla menos extraña. Sé que en realidad no soy sabia. No tengo ideas increíbles. Tengo suerte de haber encontrado buenas personas por aquí y por allá.

Una mañana Lao Ting se fue a nadar al mar y nunca regresó. Mandaron botes a buscarlo, pero él desapareció así nada más. Probablemente se lo comieron los tiburones, dijo la familia. No hubo funeral ni un reporte de desaparición. Pero sí hubo un homenaje: tan sólo una silenciosa reunión familiar en el patio al atardecer. Yo llegué casi al final. Robbie estaba fuera, filmando un video de ejercicios con su doctor de Hawái. Cuando el sol se puso, Gigi nos dio a todos una copa de un té especial y cuando lo tomé me quedé dormida en el sillón de cuero blanco y no soñé nada, ni un solo ruido, tan sólo un aire gris girando en un espacio infinito. En la mañana los niños empacaron todas las pertenencias de Lao Ting. Un camión de beneficencia vino a recoger las cosas. Me rompió el corazón ver lo pulcro que estaba todo, lo ordenado que era deshacerse de Lao Ting.

No hubo más juntas, no más empresarios, camarones, ñames, arroz. Gigi ordenaba pollo frito y lo dejaba en el comedor: el aceite naranja se filtraba por la cubeta de papel y manchaba el blanco mantel. Pero ella era fuerte. Nunca la vi derramando una sola lágrima. Los hijos fueron a la playa y prendieron fuego a los documentos, se quedaron viendo al agua y gritaron sacando todas sus penas. La hija se quedó en su cuarto escuchando música tranquila en la computadora. Sin Lao Ting, la compañía no podría seguir.

—Es lo mejor —dijo Gigi mientras firmaba mi último cheque—. Venderemos el complejo. No necesitamos todos estos lujos. ¿Sabes, Stephanie Reilly? Cuando conocí a mi esposo, yo era una prostituta adolescente. Hice cosas que espero que mi hija nunca haga, ni por dinero ni de a gratis. La primera vez que Lao Ting me vio en la calle, yo era simplemente una puta china con bikini. ¿Te imaginas? En ese entonces todos mis sueños eran pesadillas. No eran nada bueno. No había ningún lugar seguro para dormir. Lao Ting me dio esto—. Se desabotonó la parte de arriba del vestido negro de luto y sacó una minúscula piedra color rojo sangre que colgaba de una cadena de oro alrededor de su cuello. —Me dijo que esta piedra me arreglaría el corazón. Era para el romance. Sé que suena tonto, pero funcionó. Me hizo más fuerte. Pero esa no es toda la historia. Esto es sólo para decirte, Stephanie Reilly, que todos debemos tener paciencia. Necesitamos algo sólido a lo que aferrarnos. Cuando te veo, miro algunos delicados cabos sueltos, como de un cojín de seda que ha sido deshilachado durante cientos de años, pobrecita.

Unos años después, cuando estaba desesperada y quería terminar con mi vida, llamé al mago de Robbie. En ese entonces vivía en un cuarto rentado en Van Nuys, tomaba el autobús a Tijuana cada mes para comprar hormonas especiales que un doctor dijo que podrían balancearme un poco. No estaban funcionando. Cuando hablé con el mago por teléfono, le expliqué mi situación. Lloré.

Le dije: —En un buen día, cualquier cosita es encantadora. Todo es un milagro. No hay ningún vacío. No hay necesidad de perdón, de escapar o de medicinas. Tan sólo escucho el viento en los árboles y a mis demonios tramando sus sagrados planes; cómo fusionan todos los pedazos en una sola placa de hielo. Me he dado cuenta de que es debajo de ese hielo que puedo sentir que tan sólo soy otra persona normal. Es en lo oscuro y frío donde estoy en "paz".

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el mago.

Así que me mudé aquí a Vacaville para estar con él. Es bueno tener a alguien a quien hablarle en la noche cuando las voces de mi cabeza están hablando demasiado fuerte y no hay medicamento que pueda calmarlas. Al mago no le importa mi hinchazón. Frente a mis ojos, él florece como un árbol; un hombre de 75 años a quien mi dolor y tristeza han revitalizado. Verlo prosperar me hace sentir bien.