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Música

Nostalgia sin memoria: Bob Dylan y el ADN de la cultura popular moderna

¿Cuántas cosas ni vienen directamente del bueno viejo Bobby?

por Carlos Dávalos

De nuevo y sin querer: tremenda controversia la que desató Dylan. Sólo confirma el peso que tiene. Los litros de tinta que se han gastado, tanto para entenderlo como para encontrarlo o seguirlo, pueden rellenar cualquier alberca olímpica o estadio modernos. Es quizá la figura más importante que el sector occidental de la cultura popular ha creado después de la segunda guerra mundial. Es Bob Dylan. Una de las placas tectónicas sobre las que descansa el DNA de nuestro in/sub/consciente (o como quieran decirle) popular. Son muchas las comparaciones que el accidente de su influencia ideológica ha recibido, con personajes que definieron la segunda mitad del siglo XX. Junto al calibre histórico de las acciones de figuras como Fidel Castro, Juan Pablo II, Winston Churchill, Muhammad Ali, Nelson Mandela, Mikhhail Gorbachev o John Lennon, la influencia material que provocó el catálogo de Dylan no tiene parangón. Por eso tantos celebramos y por eso consideramos relevante, que se reconozcan así sus canciones. Con un Nobel de literatura. Con la máxima credencial del mainstream de la "alta cultura literaria". Y porque además de ayudar a detonar un cambio real, sus letras trascendieron formatos y abrieron las posibilidades de la literatura al espacio de la canción contemporánea (y en particular la del rock), y viceversa.

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Con decenas de discos, me parece que es justo señalar que es, sobre todo, la primer parte de su cancionero la responsable de este Nobel. Esas letras, cruditas y rasposas, impregnadas de una inocencia casi rural, son las que nos tienen (de nuevo), acá choreando. Desde el circuito de cafés folk en el East Village de Nueva York, donde hizo sus primeros y más importantes pininos, Dylan confeccionó mensajes que decenas de miles de chicxs fuera y dentro de Estados Unidos adoptaron para resistirse a cualquier tipo de imposición. Sus canciones fueron gasolina pura para las consignas que en los sesenta y setenta empujaron condiciones de igualdad cívica y social que ahora, por lo menos en papel, son una realidad. Y eso todos lo traemos puesto. Incluso muchos de los escritores normalmente incluidos en la lista de nominados al Nobel de literatura. Todos escucharon, sin el menor asomo de duda, a Dylan.

Y cómo no.

Hace unos quince años, cuando empecé a darme unos buenos madrazos en la cancha de la "relación de pareja," pasé por uno de esos momentos de agudísima perrez.  Aunque ya lo veo como una nimiedad (y lo era), pasé días con la piel del estómago erizada y el pecho vacío. Algún compa por ahí, sin deberla ni temerla y seguramente por una razón que era improbable, soltó en el coche "Girl from the North Country." La calidez que sentí, completamente nueva, proveniente de un lugar de nostalgia sin memoria, fue similar a la sorpresa que uno se lleva cuando por primera vez hace bench press en el gym. Se descubren músculos nuevos. Lo mismo hizo esa canción para mí: destapó un mapa de constelaciones y sensibilidades que no sabía que ya habitaban en mi fuero más íntimo. Descubrí asociaciones de letras y ritmos que, además, tenían una conexión directa con mi contexto generacional. Y eso que el desfase entre el día que escuché "Girl from the North Country" y la fecha en que salió es de unos 40 años.

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Intercambiar los nombres de Medgar Evers, Rubin Carter o Hattie Carroll por los de Eric Garner, Michael Brown o Tamir Rice hace absoluto sentido en un año como 2016.

Eso tiene la obra de Dylan: transita generaciones y credos y se mantiene vigente. Antes de hashtags o Desert Trips, antes del fantasma incómodo del corporativismo o la invasión de los medios de la corriente principal, Dylan ya había escrito canciones como "Hurricane," "Only a Pawn in Their Game," o "The Lonesome Death of Hattie Carroll." Crónicas que hoy no existen en la música pop y que relatan casos de racismo e impunidad sin ser políticamente correctas o usar medias tintas. Intercambiar los nombres de Medgar Evers, Rubin Carter o Hattie Carroll por los de Eric Garner, Michael Brown o Tamir Rice hace absoluto sentido en un año como 2016.

Y si eso no es suficiente, si su creatividad lírico-literaria aún deja dudas, sólo hay que ver la música que la acompaña. Los andamios instrumentales sobre los que Dylan cantaba tienen un peso real, son también una postura estética. La banda sonora que hizo para Pat Garrett and Billy the Kid, en el western que Sam Peckinpah dirigió en 1973, se da un tiro con el guitarrista o instrumentista folk de su elección. O el trance detrás del boogie acústico de "Ballad of Hollis Brown": otra clara muestra de la fusión musical y poética de Dylan.​

Fue desde ahí, solamente usando el termómetro de su genio y la intimidad de su reflexión, que Dylan armó un sincretismo Americana honesto y, a la postre, universal. Gloriosamente involuntario. Y el más chido, la neta. Donde Edgar Allan Poe, Hank Williams o Woody Guthrie, con todo lo que representan, dialogan de frente a Langston Hughes, Blind Willie Johnson, Odetta o John Hurt. La de Dylan es una música que conecta el Tin Pan Alley, con la música de las plantaciones y la poesía moderna. Discos como The Freewheelin' Bob DylanThe Times they are a ChanginHighway 61 RevisitedBlonde on Blonde o John Wesley Harding son un retrato fiel del momento que Dylan vivió a los 22 años. Personal y socialmente. El conflicto en Vietnam, la injusticia en las comunidades, o el cotorreo con lxs chavxs –y el dolor que luego generan, fueron su materia prima.

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foto de Barrie Wentzell​

Finalmente, quizá lo más sólido en la música de Dylan sea la simpleza de sus primeras composiciones. Ese sustrato de sensibilidad emocional y social, que por lo que a nosotros concierne, sin duda se sintió en México. José Agustín, Jaime López, o el querido Rockdrigo Gonzáles, tienen influencia visible de Dylan. Y no se diga de la trova en Chile o Cuba, o la Tropicalia Brasileña, inclusive cantantes como Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina, igual por el sur, con Charly García o Luis Alberto Spinetta. Todos hijos simbólicos de Bob Dylan. Por ahí leía que Leonard Cohen merecía el Nobel más que Dylan. Y quizás. Discos como New Skin for the Old Ceremony sí le sacan un susto. Pero no hay que perder de vista que sin Dylan no habría Cohen. Ni Beatles, ni Waits. Ni un montón de otras cosas que, generalmente, damos por sentadas.​

Celebro la conversación que ha generado la entrega de este premio. Celebro que la canción como forma de literatura, probablemente siendo una de las estructuras de escritura y transmisión de mensajes más primitivas en la historia de la humanidad, sea reconocida así. Celebro que Dylan haya ganado el Nobel en vida. Y celebro que sea su obra, porque bien podría ser su muerte, la que siga generando olas. Ojalá que la literatura se permita seguir rompiendo formatos y moldes y que la canción siga siendo reconocida como una cancha legítima de la poesía.