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Cultură

Stille Nacht

Uno de los autores más concienzudos que conocemos, especializado en caminar sobre suelo minado: suele escribir sobre otros escritores. En su primer trabajo para nosotros habló sobre la ascensión y caída del provocador calvorota Alfred Chester, y su...

Uno de los autores más concienzudos que conocemos, especializado en caminar sobre suelo minado: suele escribir sobre otros escritores. En su primer trabajo para nosotros habló sobre la ascensión y caída del provocador calvorota Alfred Chester, y su próximo libro, que os deberíais agenciar si queréis saber de qué va eso de la biografía literaria, se titula

Cheever: A Life

y sale en marzo.

Cuando fui a casa por vacaciones, el loco de mi hermano mayor, Todd, recién salido de la cárcel, vino a buscarme al aeropuerto de Oklahoma City. Nuestra madre no podía venir porque había invitado a comer a algunos amigos y tenía que quedarse en casa a cocinar. En la abarrotada zona de recogida de maletas, le vi antes que él me viera. En medio de la multitud de

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okies

prosaicos, relumbraba con una especie de carisma demente: ojos muy abiertos, estirando el cuello y brincando de puntillas de un lado a otro… un cuervo decidido a atrapar un gusano.

Me descubrió y se abalanzó sobre mí. Yo dejé caer la bolsa y relajé los músculos para amortiguar el vapuleo.

—¡Zwieb!—dijo, una vez me dejó otra vez en el suelo. Me había llamado Zwieb desde que yo tenía unos diez años. Era la versión abreviada de la palabra alemana

Zweibel

, cebolla, y había empezado como un comentario malicioso sobre mi aliento:

zwiebeldmund

o boca de cebolla. Ahora, veinticinco años después, seguía sacándome cinco centímetros, pero no abultaba tanto como yo, el típico treintañero sedentario. Un propósito de este brusco saludo, siempre había pensado yo, era dejar claro que seguía siendo el más fuerte de los dos. Además, por supuesto, Todd me quería y no se le daba bien lo de controlar los impulsos.

Mientras esperábamos el resto del equipaje, habló y habló. Me contó lo de su hepatitis C como si fuera la primera vez, evidentemente había olvidado la de veces que lo había mencionado en sus cartas. Parecía llevarlo perfectamente bien y, con una especie de diversión compungida, recordaba los días en que él y sus amigos compartían la misma aguja sucia, vaya mierda, durante

días

seguidos. No eran más que unos críos. Luego pasó a hablar de otra cosa. “¿De verdad?”, decía yo, o “guau” o “mmm”. Y cuando oía que Todd aullaba con una repentina carcajada, me reía un poco también.

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Las carreteras estaban cubiertas de hielo, pero él condujo su viejo BMW tan deprisa como siempre. Aquel coche se lo había pasado nuestro padre, quien lo había comprado muchos años atrás como una especie de recompensa por divorciarse de nuestra madre. Ella, por su parte, se lo había guardado a Todd durante su paso por la cárcel. Estaba encantado de volver a conducir. Sin dejarse intimidar por el estado del cacharro, siempre se vanagloriaba de su habilidad para maniobrar en condiciones adversas, y ahora tomaba las curvas a máxima velocidad casi sin descontrolarse o frenaba en el último momento con una patinada… hablando, hablando.

—¡…

eso voy

a meterlo en mi querella!—proclamó al parar en un semáforo.

Su nueva coletilla. Planeaba demandar a la Policía Municipal de Oklahoma y al Departamento de Reinserción. De hecho, apenas pensaba en otra cosa.

—No hablemos de eso ahora, ¿vale?

Era lo primero que yo decía en mucho rato, y a los dos nos sorprendió un poco el enojo en mi voz.

—¿De qué?

—Tu “querella”.

Entrecerró los ojos, mirando la carretera, y dijo:

—Conforme.

Se acabó la charla.

Todd estaba instalado un tiempo en casa de nuestra madre, hasta que su situación se arreglara. No estaba funcionando. Al principio había accedido a controlarse y no pasar de un par de cervezas al día—nada de alcohol más fuerte ni drogas—pero de ahí pronto pasó a tres, y todo lo demás. Hacía dos noches, en el ardor de la borrachera, le había clavado la rodilla en la ingle a nuestra madre y la había dejado retorciéndose en el suelo. Me lo contó ella por teléfono.

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—¡Llama a la policía!—le dije.

—No puedo hacer eso.

—Bien. Pues llamaré yo. Aún mejor, yo mismo mataré a ese hijoputa.

—No digas eso, no hables así. Escucha, no sabe lo que hace. Hoy ni siquiera se acordaba.

—Claro, y la próxima vez tampoco se acordará, ni la siguiente a esa, y sin darte cuenta te habrá matado. Tienes que

sacarlo

de ahí.

Hoy

.

Pero ella insistió en esperar a que pasaran las Navidades.

—Y no te preocupes—dijo—, seguro que él mismo decide irse por su cuenta. Tampoco quiere vivir conmigo. No soy más que una “cabrona sola y vieja” que le fastidia todo el día y no le deja beber. Intentemos aguantar hasta después de Navidades, nada más, ¿de acuerdo?

Desde el aeropuerto a su casa, en medio del campo, tardamos tal vez cuarenta y cinco minutos a toda velocidad. Al oír los ladridos de los perros, mi madre salió a recibirme. De lejos pensé que tenía un aspecto fantástico, más delgada de lo que la había visto en los últimos quince años, luego me di cuenta de lo demacrada que estaba. Me abrazó y no quería soltarme. Intenté quitar hierro a la situación:

—¡Eh, gracias por mandar a Todd a buscarme!—Pero sólo sirvió para que me agarrara más fuerte y sacudiera la cabeza contra mi pecho.

—Tenía que

cocinar

—dijo con una trágica entonación alemana. Fuimos andando del brazo hasta la casa, con Todd dando brincos por delante con mi equipaje.

Nuestros invitados ya habían llegado, una pareja muy mayor—se llamaban Mathers—y su hija lesbiana. Mi madre había conocido a los Mathers hacía unos treinta años en un “grupo de debate” de un barrio residencial; eran gente maja que se había aficionado a apoyar diversas causas izquierdistas. La señora Mathers era la más maniática de los dos: cuando yo era chaval, me llevaba a rastras a las concentraciones antinucleares en la capital del estado, ahora lo que le iba era la contaminación que causaban las granjas de pollos. Encogida por la edad, el cáncer y Dios sabrá qué más, insistía en el tema mientras su marido sonreía con expresión benevolente. Cada pocos minutos se quedaba callada como si estuviera siendo generosa con nosotros, y masticaba la comida, agotada, momento en el que su hija empezaba a charlar de sus viajes.

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Sabían lo de Todd, por supuesto, y Todd sabía que ellos sabían. Cada pequeño gesto suyo estaba calculado, tenía esto presente en todo momento. Hacía gala de unos modales exageradamente buenos y hablaba con una especie de exceso de derivados latinos—“indudablemente”, etc.—, muy al tanto del efecto que tenía sobre los demás.

Más tarde nos sentamos en la sala de estar a tomar el café y hablar del pasado. Todd continuó en la mesa, manteniendo algún tipo de conversación muy confidencial con la hija. La vieja señora Mathers había agotado el tema de las granjas de pollos y no estaba demasiado interesada en recordar viejos tiempos. Se quedó desplomada en el sofá, aturdida y desanimada.

—¡Tenemos que irnos!—soltaba de vez en cuando con voz ronca, y mi madre le decía que era temprano, y el señor Mathers le daba unas palmaditas en el brazo para aplacarla un poco.

Me preguntaba por qué mi madre estaba alargando de esta forma la sobremesa, cuando la risa de Todd perforó el aire, y se me ocurrió que los Mathers la hacían sentirse a salvo. No podía suceder nada demasiado malo en compañía de una pareja tan normal y decente. Como mínimo, Todd dejaba lo de emborracharse para más tarde.

Por fin, cuando se hizo de noche, se marcharon. El señor Mathers y yo nos situamos cada uno a un lado de su esposa y la ayudamos a andar tambaleante por la gravilla, mientras la hija daba un abrazo a mi hermano y le animaba a llamarla cuando quisiera (“lo digo en serio, Todd: cuando quieras”). Despedí a los invitados convencido de que no volvería a verles, regresé a la casa y me fui directo a unas estanterías de libros que había en un pasillo. Ya había sido sociable bastante rato, mi idea era coger unos cuantos volúmenes de los álbumes de fotos de mi madre (en total, unos cuarenta) y retirarme a un rincón tranquilo a reflexionar sobre nuestra saga familiar.

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—Ey, Zwieb.

Mi hermano se había colocado a mi lado con un gran vaso de cerveza medio vacío en la mano. Ya se podía notar un sutil cambio en su actitud: su respiración era más contenida, entre dientes, e intentaba mostrarse más formal que antes.

—¿Te gusta lo de ser maestro?—preguntó.

Cada vez que en el pasado me había preguntado cómo iba mi trabajo, yo siempre contestaba “Bien” y añadía algún comentario poco comprometido sobre el coñazo de director o el coñazo de padres, sólo para que se sintiera mejor sobre su situación profesional, sus carencias en este sentido. Esta vez dije algo sobre el coñazo de críos, lo difícil que era la edad de los trece años y tal y cual.

—Trece—comentó Todd en tono gutural. Me dio un suave empujón—. Ey, ¿te has follado alguna vez a una de tus alumnas?

—No—contesté—. Aún no.

—Tío.—Sacudió la cabeza y dio un trago a la cerveza—. Trece años.

Me excusé y me dirigí al cuarto trasero. Cerré la puerta. Me senté en medio de la oscuridad creciente. Tras un rato encendí una lámpara y me percaté de que había olvidado coger aquellos álbumes de fotos; volver a por ellos significaría salir de la habitación y toparme probablemente con Todd otra vez, así que me conformé con un libro de la mesita auxiliar e intenté leer. Para entonces, Todd y mi madre mantenían una fuerte discusión en la sala. Podía captar algunos fragmentos si prestaba atención. Casi todo lo que decía Todd, como siempre que estaba borracho o a punto de agarrar una cogorza, iba generosamente salpicado de la palabra

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joder

en varias conjugaciones.

—¡No me jodas!—le oí decir—. ¡Si piensas que voy a buscarme un jodido trabajo, entonces no conoces para nada a tu jodido hijo!

No sonaba especialmente agresivo, más bien parecía divertido ante el hecho de que, después de tantos años, nuestra madre todavía no le entendiera.

—Pero, ¿qué vas a hacer?

—Siempre me las he apañado, joder. Por eso no te

preocupes

.

—Pero siento curiosidad, Todd. No puedes quedarte aquí para siempre.

—No me hace falta tu…

Lo que más me llamaba la atención era el esfuerzo que se tomaba mi madre para no provocarle: le seguía la conversación con preguntitas cándidas y a veces se reía de su respuesta, con cuidado de dejar claro que se reía con él, no de él.

Tras un rato, la cosa fue decayendo. Se oyó un fuerte chirrido cuando Todd se levantó tambaleante de la silla, y mi madre suspiró:

—Otra cerveza, no, Todd,

por favor

…—Y entonces él vino a hacerme una visita. Se quedó en el rincón del cuarto vestido en calzoncillos y una camiseta caqui que aún le quedaba de su época en el ejército, el único empleo duradero que había conocido.

—… y lo único que quiero es coger a ese hijoputa por el pescuezo—me estaba hablando de un célebre receptor abierto de los Dallas Cowboys que había sufrido unos cuantos reveses relacionados con una incorregible afición a las drogas—y decirle: Escúchame, negro estúpido, deja de comportarte como un crío de seis años, mueve ese patético culo, pedazo de vago, y aclara toda tu mierda…

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Y esto lo decía una persona que acababa de pasar tres años en la cárcel por posesión de crack (etc.) y que sólo minutos antes se había reído de la sola idea de buscarse un trabajo. En el pasado—así de esporádica era nuestra peculiar relación—, yo habría ensayado alguna ocurrencia o comentario mordaz—“Sé de unas

cuantas

personas a quienes les iría bien ese consejo”—pero esta vez vacilé, demasiado desconcertado o tal vez intimidado como para hablar. Amplió su ataque para meterse con la población negra en general.

—Reconócelo, Zwieb, los negratas son despreciables. En el talego todo va de quién es el mayor

chuloputas

y quién se ha follado más

fulanas

y, ya sabes, quién ha

matado

más gente.

Lamenté oír decir eso a Todd. Uno de los rasgos que apreciaba de él era que siempre había mostrado un rotundo respaldo a la gente negra y a cualquiera a quien el mundo no tratara demasiado bien. Su héroe (junto a John Lennon) había sido Muhammad Ali en una época en que yo mismo pensaba que el tío era un hijoputa sobrado que necesitaba que le tumbaran de un golpe en la cabeza.

—Pero, Todd, pobre gente. Están en la

cárcel

, entiéndeme, no es que vayas a conocer a mucha gente competente en la cárcel… exceptuándote a ti, sin duda.—Se rió al oír eso, si bien de un modo que me hizo continuar con más seriedad. Dije que era una cuestión de clase más que de raza. Comenté que mi propios alumnos negros eran sobre todo de clase media y que podría decirse que no se distinguían de sus compañeros blancos, lo cual no era verdad del todo, pero me pareció mejor no enredarnos en demasiados matices.

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—Es decir, el racismo es algo bastante imbécil, Todd. Confío en que sea un fase pasajera.

Se tambaleó un poco, allí en ropa interior, dándole vueltas al asunto, y yo miré añorante mi libro. Por fin, apuró la cerveza y se relamió los labios con delicadeza, como si la bebiera sólo por su sabor, luego me dio un apretón un poco fuerte en el hombro y salió de la habitación.

A la mañana siguiente estaba rebosante de energía. Yo había dormido en el sofá del salón—el cuarto de huéspedes estaba tomado por Todd y sus cosas—y me desperté con los resoplidos y golpetazos típicos de los ejercicios de calentamiento. Afuera hacía mucho frío, y Todd llevaba un gorro de punto, pero iba sin camisa. Estaba en buena forma, sorprendente para un borracho, pero también era cierto que siempre había tenido mejor tono muscular que yo.

—Lo siento, Zwieb—dijo resoplando con brusquedad mientras hacía unos saltos de piernas abiertas—, pero no podía esperar más. No puedo pasar sin mi preparación física.

—¡Cómo no!

Contó cincuenta, agitó una mano y salió trotando por la puerta. Olí a café y encontré a mi madre en la cocina dando de comer a los gatos; o más bien abriendo latas y mezclando el alimento húmedo con el pienso seco, porque ningún gato aparecía por allí. En el pasado siempre irrumpían ronroneado en torno a las piernas de uno, los siete u ocho que sumaban (y otros más afuera), y se apresuraban a entrar en la cocina al primer chasquido del abrelatas.

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—¿Dónde están?—pregunté—. ¿Dónde está Sam y Sophie y…?

Me percaté de que no había visto un solo gato desde mi llegada. Pero ahí estaba mi madre preparándoles la comida.

Sacudió la cabeza.

—Se esconden. No saldrán hasta que Todd lleve un rato fuera. Creo que les ha

hecho

algo.—Soltó un suspiro entrecortado.

—Pobres criaturitas.

—Al principio tenía que buscar excusas para hacerle salir de la casa, y que pudieran comer. “Todd, ¿no has regado aún el jardín?” Algo así. Pero, luego, el muy puñetero se ha vuelto un

holgazán

, ya no puedes pedirle que haga nada, así que me limitaba a decir, “¡Todd, sal de aquí! ¡Los gatos tienen que comer!” Y contestaba, “Pues que coman”. Y yo decía, “No me vengas con esas, prenda. Sabes que no van a comer si estás por aquí”. Y me miraba con esa expresión inocente. “¿Por qué no?” Y yo decía, “Porque…—levantó una espátula hacia mi cara como si fuera Todd—te

odian

”.—Asintió con satisfacción—. Hijo de perra.

—Bueno, pero hace ejercicio—comenté—. Eso es buena señal.

—Lo hace porque estás tú.

—Pero no tiene nada de barriga.

—Creo que vomita mucho.

Después, aquella tarde, Todd sugirió una visita a la tienda de licores.

—Zwieb—dijo con un susurro muy teatral—. No hay

ni gota

de alcohol en toda la casa.

—Bien—contesté—, pero eso era parte del trato, Todd. Se supone que no tienes que tener alcohol, ¿cierto?

Mi pobre madre, pensé. Con el propósito de reformar a un chiflado, había sacrificado uno de las grandes satisfacciones de su vida (y de la mía): el dry martini de la noche. Sus gatos eran otro consuelo. Eso dejaba sólo la jardinería, ir a comprar comida y cocinar.

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—Es su casa—añadí.

Me dio un puñetazo juguetón en el brazo.

—¡Venga, Zwieb! ¡Casi estamos en Navidad! ¿No quieres un cóctel?

Y así siguió un rato. Iba a ir a la tienda de una manera u otra, pero quedaría mejor si lo hacía en mi nombre, al menos en parte. Dos contra una. Le dije que ya era mayorcito, un hombre maduro con un coche, y que si quería ir a la tienda de licores, yo no iba a detenerle. En cuanto a nuestra madre, ¿qué podría hacer ella?

—¡Cuánta razón, joder!

Había dejado de susurrar, provocado por mi comentario del “hombre maduro con coche”. Un minuto más tarde salía por la puerta con energía, tropezándose un poco sobre el hielo, cuando mi madre le llamó:

—Todd, ¿a dónde vas?—No respondió.

—Va a la tienda de licores—dije, y ella se desmoronó contra la pared.

La cuestión era que los dos queríamos beber, desesperadamente, y en cuanto el coche de Todd se alejó crepitando, mi madre me pidió que sacara un poco de brandy que tenía escondido debajo de la cama. Esperó tensa en la cocina. Una vez serví las bebidas, se fue dando traspiés hasta el mostrador del desayuno y los dos nos desplomamos, cada uno a un lado, hablando y bebiendo. Le dije que la situación pintaba mal, peor de lo que había pensado, y ella asintió con un gesto apesadumbrado. Quería librarse de él, pero no sabía bien cómo plantearlo. Me contó otras cosas que había dicho y hecho en los dos meses que llevaba allí, ninguna tan terrible como la del rodillazo en la ingle (me enseñó la parte inferior de la espantosa contusión por dentro del muslo), pero nada halagüeñas en vista del creciente descaro.

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Tras un rato, nos fijamos en la hora y estuvimos de acuerdo en que Todd se estaba retrasando; no se tarda más de una hora en ir en coche hasta la tienda y volver.

—Igual se ha muerto o está herido—dije esperanzado.

Mi madre suspiró, “

Unkraut vergeht nicht

”, uno de sus proverbios alemanes favoritos: Mala hierba nunca muere. Sonó el teléfono. Sabíamos que era Todd, creo que incluso sabíamos el motivo de la llamada. Al fin y al cabo, hacía ya un cuarto de siglo que venía pasando.

Por supuesto, había destrozado el viejo BMW.

—¿Es muy serio?—preguntó mi madre. La palabra

joder

surgía a intérvalos por el auricular en forma de gruñido. Mi madre siguió haciéndole preguntas con una especie de dócil ironía socrática.

—¿De quién ha sido la culpa?… ¿Ha venido la policía?… ¿Estás borracho?

Ay, estaba sobrio, más o menos, y las botellas que había comprado en la tienda continuaban sin abrir, lo cual significaba que no iban a arrestarle al instante. De hecho sólo le habían puesto una multa por conducción temeraria y, como remate, los amables agentes iban a traerle sano y salvo de vuelta con nosotros.

CONTINUED

STILLE NACHT

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