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FIGHTLAND

Probamos la tremenda exigencia física de la esgrima en primera persona

Convertimos a una periodista en tiradora de esgrima por un día para intentar comprender los secretos de un deporte que esconde una exigencia milimétrica tras la máscara y la espada.
Todas las fotos son de Andrea de la Torre

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Pocas veces soñé con ser princesa. Me veía encima del caballo blanco, con una cota de malla o armadura medieval y mi casco de conquistadora, atravesando un campo nevado durante mis numerosas expediciones de guerra. Mi mano siempre empuñando una espada en señal de lucha.

Llegó el momento. Escoge una máscara y un sable, me ordenaron. "¿Ya voy a blandir la espada?", pregunté con la misma emoción con la que me comía un banana split de pequeña. "Es un sable", me corrigieron.

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Según parece, hay tres tipos de armas en la esgrima. Sí, esgrima, ese deporte de combate donde dos contrincantes intentan tocarse con un arma blanca. Sable, espada y florete son las herramientas que usan los tiradores para intentar dar a su rival, y a mí, en mi primera clase en La Esgrimería, en Ciudad de México, me tocaba intentarlo con el sable.

Punto para mi rival. "¡¿Qué?! ¡Si apenas me tocó!", protestaba inmediatamente nada más empezar el primer duelo de la historia en mi vida. Así es, basta un pequeño toque surgido de un sutil movimiento de muñeca para comenzar a perder.

Tras los primeros instantes de combate, mis piernas ya empezaban a estar agotadas. Antes había hecho el calentamiento especial y los ejercicios de técnica. Digamos que en una clase de dos horas, el 90% del tiempo lo pasas con las piernas doblabas como si estuvieras sosteniendo una sentadilla.

Recorrí el salón rectangular durante casi 120 minutos. Adelante y atrás, paso al frente y paso largo al fondo… sudor.

La posición de combate —también denominada de guardia— parece propia del ballet. Es muy importante que la punta del pie de enfrente apunte hacia adelante, mientras el pie de atrás gira hacia afuera formando un ángulo de 90º. La distancia entre los pies es corta y mantener esta estricta postura es muy complicado: cada detalle será clave en el desarrollo del duelo.

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Cada vez que me indicaban que me pusiera en guardia durante el calentamiento, mis brazos inmediatamente se alzaban a la altura de mi cara, dispuestos a tirar unos cuantos puñetazos. Una vez comencé a dejar los reflejos del muay thai de banda, mi cuerpo se soltó un poco más.

Pero entonces llegó el fondo. Digamos que el fondo es el típico movimiento que te imaginas cuando alguien te pregunta si alguna vez has visto esgrima en los Juegos Olímpicos. Está el tirador —con todo su equipo blanco y un fondo negro— con el brazo armado estirado, la pierna de enfrente doblada en ángulo de 90º y la pierna de atrás completamente estirada.

Ahora, para llegar aquí, hay que volar. Sí, simultáneamente hay que elevar la punta del pie de enfrente dando una patada enérgica, mientras la pierna de atrás y el brazo no armado se estira. O algo así. El objetivo es tocar con la punta del sable a tu rival velozmente.

Y vaya si es rápido: todavía ni había parpadeado y mi rival ya me estaba dando un sutil zarpazo en toda la máscara. Ella —Vanessa Hernández Gusmão, que ganó una medalla de bronce en los Juegos Deportivos Infantiles, Juveniles y Paralímpicos de Ciudad de México— me ganaba otro punto más.

Aunque mi instructor Alejandro Urbán Pérez de León —que ganó el oro en los mismos Juegos— era muy paciente, la precisión necesaria para realizar cada movimiento me comenzaba a desesperar. El movimiento de muñeca es trascendental.

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Yo, en mi ensoñación infantil de luchar en tiempos medievales, pretendía atravesar con mi espada todo lo que estuviera a mi alrededor. "No anuncies el golpe", me ordenaban constantemente.

Deje de anunciarlo, pero la posición de mi dedo índice y del pulgar en el mango —espero que se llame así— se volvieron cruciales a la hora de atacar, al igual que el movimiento de muñeca. Dependiendo de la posición en la que estás —yo solo aprendí tres de ellas— tienes que virar la muñeca de cierta manera y, sorprendentemente, mi dolor de piernas fue superado por mi dolor en la mano. Pero persistí en mis esfuerzos.

Salí con una amplía sonrisa de la sesión que hacia tiempo que no se daba. No porque no sea feliz, sino porque es ese tipo de sonrisa que solo hace acto de presencia cuando te imaginas a ti misma cabalgando rápidamente, atravesando bosques y ríos, mientras lanzas al vacío algún grito de guerra que sale de lo más profundo de tu corazón.

Comencé mi camino de vuelta a casa sintiendo el pulso en la palma de mi mano gracias al poder del sable. A cada paso, las calles temblaban bajo mis pies y caminaba sintiéndome la mujer más valiente de la ciudad o, como mínimo, del barrio.

Me acosté y dormí profundamente. Al día siguiente me levanté como si escondiera un secreto: ayer, fui una esgrimista. ¿Qué más podré ser hoy?

Sigue las batallitas diarias de la autora en Twitter: @chantal_f