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Medellín: amor y odio

Escritores, periodistas y directores de cine paisas nos cuentan por qué su ciudad es una carnicería en medio del jardín más bonito del planeta.
Ilustración: Sarcofaga | VICE Colombia

Artículo publicado por VICE Colombia.

Este artículo hace parte de la última edición de VICE Colombia: UTOPÍA|DISTOPÍA. Pueden encontrar todos sus contenidos por acá.


“¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules como ojos de gringa”.

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—Gonzalo Arango, Medellín, a solas contigo (1963).

Dicen por ahí, entre esas barriadas levantadas sobre la ladera de la montaña verde, que Medellín es “una carnicería en medio del jardín más bonito del planeta”. Aunque la frase se vuelve condena popularizada, muchos habitantes de la capital antioqueña se niegan a aceptarla. Sin embargo, dentro de la población de la segunda ciudad más importante de Colombia, un puñado de paisas marginales, conscientes de su marginalidad, se reconocen a sí mismos en el reflejo de esta sentencia cuando piensan en Medellín.

Quizá la frase entra como un fogonazo, removiéndoles esa sensación punzante, constante, del amor y del odio que sienten hacia una ciudad que les ha dado todo. Una ciudad que llevan a cuestas por donde van.

No es difícil que nazca este sentimiento hacia Medellín. Brota de la apacible floresta que hace rebatir a una multitud bañada de pujanza y berraquera. Se siente a flor de piel cuando la contradicción se traduce en habitar una ciudad que no te deja ser, en donde el arribismo bonachón se sirve camuflado en garrafas de aguardiente y se va agotando, hasta

llegar a la beligerancia, conforme se va vaciando la botella. Se expresa en ese olvido imposible a la urbe cuando se está lejos de ella: en su mención continua y orgullosa a kilómetros de distancia, en tenerla como referencia universal de todo.

“Quiero morirme en Medellín. De tal manera que después de haber andado tanto no haya avanzado un palmo”, escribió alguna vez Fernando Vallejo, quien después de haberse mantenido alejado casi toda su vida de esta tacita de plata, ahora reside en esa ciudad que detesta y aborrece como pocas cosas en su existencia y la cual aparece como telón, causa y efecto en la gran mayoría de sus obras, a pesar de haber vivido en Medellín menos de 30 años.

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¿Por qué todo en la vida, cuando se es de Medellín, se termina haciendo, se quiera o no, pensando en esas montañas conservadoras, en esa sociedad buena gente y mezquina, en ese terruño donde brotan y crecen flores hermosas y letales? ¿Por qué no nos soltás y ya, Medellín?

Esta dualidad insoportable lleva a muchos al destierro voluntario y también termina convirtiéndose en el combustible de muchos otros, quienes luchan desde las entrañas del Valle de Aburrá para mantener encendida la llama de este matadero disfrazado de eterna primavera. La ciudad que amamos, la ciudad que aborrecemos, la ciudad que, anhelo, un día deje de chuzarme tanto por dentro para poder amarla con rabia. La misma rabia que le tengo. Algunos otros paisas, que viven dentro y fuera de su tierra, trataron de invocar sus propias sentencias sobre lo que les hace sentir Medellín.

* * *

“Esto tiene que ver un poco con la cultura y el espíritu de ser antioqueño. Por un lado tenés esos valores buenos y muy bonitos que ayudaron a que se creara una comunidad, rompiendo montañas y venciendo un poco a la naturaleza, […] la pujanza, la verraquera, el no arredrarse ante los obstáculos, y algo de solidaridad y humanidad con respecto a los lazos familiares.

Pero esos mismos valores, ya exagerados y con la cultura centrada no más en ellos, convirtieron a la pujanza, por ejemplo, en vencer todos los obstáculos contra lo que sea, contra quien sea, en aras del aprovechamiento individual.

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Es una cultura muy dura, muy del masculino. Al menos en mi caso, más ahora que he vuelto a Medellín, siento el calor y la queridura de la gente, pero por otro lado está esa mentalidad paraca, esa de solucionar las cosas a los trancazos y con la fuerza. Siempre te vas a encontrar con esa mentalidad: encerrada en esas montañas que la rodean, con esa concepción de ser el ombligo del mundo. Esa concepción le da al paisa cierta sensación de confianza y seguridad, pero también da una estrechez de mirada”.

—Luis Miguel Rivas, realizador audiovisual y escritor de libros como ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? y Era más grande el muerto.

“Nunca he vivido en Antioquia y por tanto mi percepción es muy subjetiva y quizá incompleta. Sin embargo, como visitante asidua de Medellín, siento por esa ciudad una gran fascinación, un gran cariño.

A pesar de sus enormes problemas sociales, me admira siempre la amabilidad de sus gentes, su capacidad de hacer las cosas bien, la imaginación de muchos de sus proyectos culturales, sus bibliotecas, sus avances en educación y lectura, y una fuerza y un movimiento que la hacen una ciudad muy viva y acogedora. Creo que tiene lugares muy hermosos, que cada vez más deja atrás su provincianismo para convertirse en una ciudad cosmopolita.

Adoro su clima, su entorno geográfico maravilloso y su naturaleza privilegiada. Me duele, por supuesto, saber de sus violencias, de sus desigualdades, de la indigencia que muestra su cara brutal en tantas calles. Mi amor por Medellín se estrella, no con ningún odio, sino con el rechazo que me producen muchas cosas de la cultura antioqueña: el pensamiento ultraconservador de parte de su sociedad, su racismo y su clasismo, su chauvinismo visceral, el machismo que todavía rezuma, la doble moral que entraña su relación con el dinero, y ciertas costumbres que no me gustan, como su tolerancia con el exceso de alcohol y cierta estética dudosa.

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Creo, en fin, que es una sociedad apasionada, y que todo lo bueno y lo malo de ella proviene de ese apasionamiento”.

—Piedad Bonnett, poeta, crítica literaria y escritora de libros como El prestigio de la
belleza y Lo que no tiene nombre.

“Medellín es un fantasma del que creo que escapé, pero cada tanto, para confundirme, me sonríe desde el espejo”.

—Andrés Burgos, periodista, escritor y director de las películas Sofía y el terco y Amalia, la secretaria.

“Con Medellín tengo una relación no tanto de odio y amor, sino más bien una sorpresa enorme de lo que es su esencia. Podría decirse que hago parte de esa ‘multitud gregaria’, de esa masa que ama a Medellín como si se tratara de algo mítico, de una forma de ser. No tengo esa contradicción sino más bien una fascinación por su naturaleza, que tiene una especie de perversión, resultado de una marcada capacidad de fastidiar, de ser cruel, de hacer sufrir, que es una cosa tan de Medellín.

Y al mismo tiempo todo esto está identificado en sus paisajes, en sus barrios, y en cierto sentido está en mis películas. Rodrigo D: esa es Medellín para mí; La vendedora de rosas: esa es Medellín también. Dentro de la gran miseria encontrás una energía, un deseo de salir adelante y una esperanza en todo. Una convicción constante de que todo va a mejorar, a pesar de las circunstancias más extremas. Medellín logra encontrar la felicidad aunque no haya felicidad”.

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—Víctor Gaviria, guionista, poeta y director de películas como Rodrigo D: No futuro,La vendedora de rosas y La mujer del animal.

“Medellín se regodea en su pecado capital: la soberbia. Se sabe hermosa, aunque enferma. Se maquilla para disimular el tumor que la carcome. Los Andes la moldearon guapa e imponente: parió a León de Greiff y a Teresita Gómez, fue el hogar de José Manuel Arango y Francisco Antonio Cano, pero insiste en ser el altar de Pablo Escobar.

Si permanezco, terca, sobre su tierra, no es porque esté enraizada como los guayacanes que tienden tapetes amarillos en sus aceras, sino porque en mí se perpetúa el espíritu de mis abuelos sonsoneños que la avizoraron desde la montaña como una promesa”.

—Fragmento de la columna “Soberbia”, publicada por El Colombiano, de la periodista y escritora Ana Cristina Restrepo.

“Lo más insoportable son sus veleidades de república, sus aires de libertad que perfumas y sus gritos de independencia, y sus arrebatos pendencieros. Pueblos tan orgullosos de su bandera entrañan variados peligros, se sienten excepcionales, andan muy altivos, miran desde una cierta suficiencia.

Esa actitud arrogante plantada en una ciudad apenas centenaria, capital de un departamento con plagas varias en sus alabadas montañas, en un país mediano con patriarcas de sombrero, siempre resultará patética. Detrás de esa actitud solemne viene obligatoriamente un llamado a la militancia, una desconfianza sobre quien no cante el himno con el mismo empeño. Muy pronto esa cofradía fundadora hace un llamado a los valores, levanta un monumento a los empeños sagrados y repican las campanas para celebrar que ‘los buenos somos más’.

Aquí nació el ‘Estado de opinión’, donde no pertenecer a las mayorías es una vergüenza, donde filarse es más seguro. El valle que preside toda la escena es estrecho y en ocasiones falta el aire. Pero es imposible no gozar con ciertos alardes que se repiten entre ese cuenco que han comparado con una copa quebrada, con una bandeja, con un mortero. Las exhibiciones montañeras todavía tienen gracia, todavía venden los culebreros y el agáchese atendido por esos impostores es el que más vende. Por algo los insultos de la región se hacen imprescindibles para todos. Por algo el recelo sobre ese pueblo de colonos.
Pero la ciudad se ve mansa al final de la tarde, cuando ‘la sombra comienza a descender sobre la ciudad, rueda por los tejados, cae en las calles’, como escribió José Manuel Arango. Ese manojo de ladrillos que el poeta definió de manera sencilla: ‘hablo de la ciudad que amo, de la ciudad que aborrezco’”.

—Pascual Gaviria, periodista, columnista y editor del periódico Universo Centro.

“Es como si las montañas no nos dejaran ver más allá del horizonte. Y como no lo vemos, tampoco nos interesa. Ni siquiera vemos el sol cuando se oculta ni cuando sale. Cuando lo vemos nos llega ya arriba. En Medellín hay cierto sentimiento de apropiación que, hasta cierto punto, es bueno, pero que parte un poco del desconocimiento de lo que hay afuera. Vivimos encerrados en esa pequeña burbuja.

—Respuesta de Juan Sebastián Mesa, director de la película Los nadie, en entrevista con VICE Colombia.