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Impact

Lo que aprendí de un padre mexicano antes del reencuentro con sus hijos en EU

Mientras el Congreso de Estados Unidos estudia los próximos pasos a seguir en cuanto al DACA, las vidas de las personas penden de un hilo.
LC
traducido por Laura Castro
Imagen de la autora

Este es un artículo de opinión de Paola Ramos, ex directora nacional adjunta de Hispanic Press para Hillary for America.

¿Y si la solución del millón de dólares a la reforma migratoria fuera simplemente abrir los ojos? El lunes pasado por la mañana, con los ojos entreabiertos y el sol desplegándose sobre la ciudad de México, corrí para tomar mi vuelo de regreso a Nueva York, deseosa de volver a dormir. Al acercarme a mi asiento, estratégicamente elegido junto a la ventana, noté la silueta de un hombre mayor que claramente consideraba mi territorio como suyo. A metro y medio de distancia de dicho ser, el instinto de mi cuerpo fue una irritación e ira irracional que gritaba dentro de mí: ¿cómo se atreve a sentarse en mi asiento junto a la ventana?

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Sin embargo, de cerca, una vez que mis ojos se encontraron con los suyos, la realidad de nuestra situación demandaba que la historia tuviera un final diferente: José estaba exactamente en el lugar a donde pertenecía. No en su asiento asignado, sino en el que lo había elegido a él. Tan sólo tuve que abrir bien mis adormecidos ojos para rápidamente darme cuenta de eso.


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José no eligió estar separado de sus hijos por más de 20 años. Como averigüé a lo largo de nuestra conversación mientras volábamos por encima del Golfo de México y entre cielos azules, los hijos de José dejaron México cuando eran unos niños pequeños y nunca volvieron de Estados Unidos. Entre palabras codificadas y largas miradas, sospeché que su hijo y su hija estaban en el país sin papeles, no voluntariamente, sino impulsados por la posibilidad de una vida mejor y de alcanzar el éxito. La ciudad de Nueva York se convirtió en su nuevo hogar, un hogar que les dio una conciencia de independencia y que también vio nacer a los nietos de José.

Gracias a Raíces de Puebla, una organización que financia visas, pasaportes y viajes para un cierto número de residentes mexicanos de edad avanzada que desean reunirse con sus familias, José estaba a punto de abrazar nuevamente a sus hijos en el aeropuerto John F. Kennedy. Me dijo que ése era un momento que había estado imaginando en su mente durante más de dos décadas.

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Desde mi avión, a 12,000 metros por encima del caos político de D.C., deseé por un segundo que un activista antiinmigrante hubiera estado en mi lugar, junto a José. De haber estado ahí, habría escuchado a un padre hablar con orgullo sobre sus hijos. Realmente habría entendido los desafíos con los que millones de familias latinoamericanas se enfrentan y quizá habría comprendido los matices detrás de ese complejo impulso que obliga a algunos a arriesgarse a cruzar al otro lado de la frontera. Habría visto los ojos de un hombre de más de 70 años, viajando en avión por primera vez, relatando sus largas conversaciones telefónicas con su familia americana.

Porque con los ojos bien abiertos, me pareció que era inevitable para la decencia innata reconocer el hecho de que José y su familia eran más que simples puntos a tratar de la agenda política, y que más bien eran seres humanos que compartían un lugar en Estados Unidos.


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La lucha por una Ley DREAM justa o una Reforma Integral de Inmigración evidentemente continuará guiada por el activismo heroico, las voces valientes y los tumultuosos intercambios políticos. Pero al final del día, se necesitarán actos fortuitos de humanidad básica para que algunos reconozcan genuinamente el valor y la pertenencia de los inmigrantes de nuestra nación. Tal como ocurrió cuando este país eligió abrazar la igualdad matrimonial o defender los derechos de las mujeres, anulando repentinamente la reticencia histórica debido a una respuesta emocional que nos vio como iguales. Se necesitará una conversación cara a cara con José que instintivamente nos haga bajar la guardia.

Mientras nuestro avión se acercaba a la ciudad de Nueva York, José se volvió hacia mí y dijo: "He estado esperando este momento toda mi vida". Tenía los ojos muy abiertos. Fue entonces cuando supe que el asiento junto a la ventana realmente le pertenecía a él, y no a mí. Y estoy segura de que tú habrías pensado lo mismo.