La vacuna anticorrupción
Imagen: Jimmy Palacio | VICE Colombia

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verduras de las eras

La vacuna anticorrupción

OPINIÓN | Desde luego, todos en Colombia estamos contra la corrupción. Contra el robo. Contra del pillaje. Contra la enfermedad. Pero esto no es más que un paliativo para la frustración popular.

Artículo publicado por VICE Colombia.


Apenas dos meses después de que los colombianos votáramos en las elecciones presidenciales, y a menos de seis meses de que eligiéramos a los miembros del Congreso, se nos vuelve a pedir que votemos el próximo domingo, esta vez en una consulta popular programada desde antes de las últimas elecciones, llamada “Consulta Anticorrupción”. Los políticos (muchos de ellos congresistas electos, ya en funciones) han empatado una campaña con otra, en esta temporada electoral que ha durado todo el año y que convenientemente se desbordará sobre las elecciones locales y regionales del año próximo. Frente a la eterna operación del proselitismo, algunos nos preguntamos cuándo gobernarán los gobernantes y cuándo harán leyes; si les quedan ganas entre tanto publicitar, tanto apremiar, tanto hacer videos e ingeniar consignas. A algunos se nos ofrece a la imaginación, más que un cuerpo de estadistas y legisladores, un ejército en constante expedición conquistadora: Julio César, en campaña para extender Roma por territorios que en nada se parecieran a Roma; la Alianza Verde —tan imperativa, aunque no imperial, en esta pobre antirroma—, en campaña por expandir su electorado por territorios análogamente bárbaros: entre votantes que quizá no votarían por sus propuestas ni sus candidatos, pero sí por la entelequia de la anticorrupción.

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La iniciativa surgió del partido de centro y es una estrategia (astuta, por demás) para extender el centro hacia los bordes. Pues nada hay más consensual, menos comprometido, más del medio, más incontrovertible, más supuestamente central que oponerse al mal y a los malos. “Anticorrupción”: bajo ese título —convertido en hashtag, en emblema, en estandarte, en lema, en credo— se le pregunta a la nación si está de acuerdo con siete puntos. Pero se le formula en fin una sola pregunta: si está en contra o a favor de la corrupción. Y, desde luego, todos estamos contra la corrupción. Contra el robo. Contra el pillaje. Contra la enfermedad. A favor de la virtud. A favor de la vida ética. A favor de la salud.

La estrategia de presentarle paquetes ideológicos al elector resulta —por desgracia— fundamental en la política electoral. La idea de presentar un paquete que simplemente se identifique con “el bien” ha sido fundamental para los fascismos y las autarquías, cuyo instrumento infalible es el de reemplazar la política por la moral. Si un grupo se muestra como el enemigo por excelencia de la corrupción, se potencia el aura de su benéfica influencia —convertida en vehículo trascendental, metapolítico— entre muchos grupos del espectro ideológico. Históricamente la estrategia ha sido aprovechada para atajar el ímpetu progresista y cualquier viraje significativo hacia la redistribución de la riqueza y el cuestionamiento de los intereses del capital, pues desvía el deseo de justicia social y lo convierte en pasión vindicativa contra “el ladrón”. El centro, cuyo único discurso comprensible en las pasadas elecciones fue el de la prédica del fin de las diferencias, ha encontrado un odio legítimo para mover al pueblo sin distingos ideológicos o programáticos: el odio al ladrón. Si no tenemos lo suficiente, si vivimos mal, si no tenemos justicia, si nos sentimos impotentes frente a la administración del Estado, eso no se debe a que haya problemas concretos, estructurales e ideológicos, en la concepción y el alcance de lo público, sino a que hay unas personas que se roban nuestro dinero y nos roban nuestro país .“Más de cuatro millones de colombianos de todos los colores políticos dejaron de lado sus diferencias y firmaron la Consulta Popular Anticorrupción”, dice la excandidata a la vicepresidencia por la coalición de centro, Claudia López, en el video que anuncia la consulta, mientras se muestra la imagen de Sergio Fajardo, el candidato del centro a la presidencia. Y entonces uno se acuerda de que el pretexto de la lucha contra la corrupción ha servido recientemente en nuestro continente como arma victoriosa contra los gobiernos progresistas de Brasil y Argentina. Pues contra el cambio no hay nada más eficaz que el escándalo.

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El énfasis en la corrupción como problema fundamental de una sociedad hace que esa sociedad avance hacia la antipolítica. Sirve como paliativo para la frustración popular y sirve, además, para capitalizar esa frustración. Ante un sentimiento generalizado de impotencia y derrota como el que experimentamos millones de colombianos tras el triunfo de la derecha en las pasadas elecciones, la designación de un enemigo común resulta un analgésico potente y de rápido efecto. Uno de los problemas del furor anticorrupción es a quién se pone en el papel de ese enemigo. Los enemigos no son ya las multinacionales con sus desafueros, ni los explotadores de los trabajadores, ni los destructores del medio ambiente, ni quienes quieren continuar la guerra para que la tierra siga concentrándose en pocas manos, ni los alcaldes ineptos, ni quienes impiden el acceso de los colombianos a la salud, ni quienes entorpecen las garantías sociales, ni quienes se oponen a las libertades individuales. La ciudadanía se identifica como el conjunto de los no corruptos, los no ladrones, los no perversos: como víctimas de los otros. ¿Y quiénes son esos “otros”? Potencialmente, todo el que se encuentre en el poder (pues el enemigo inmediato de quien se siente impotente es quien ejerce un poder). Los políticos elegidos se convierten todos, merced a una consigna, en enemigos de su electorado. Así, la priorización de la lucha contra la corrupción no solo desvía la energía de las iniciativas sociales hacia la acusación moral, sino que, sin que el elector se percate de ello, deslíe el tejido democrático: opone al ciudadano (juez previo a cualquier juicio) y al político; no al político del partido contrario solamente, sino a todos los políticos. El enemigo público (que se concibe, por cierto, también como un enemigo privado: el que me roba a mí mis impuestos y mi derecho al bienestar) es especialmente el político legislador (que, en un sistema de equilibrio de poderes, es el garante contra el totalitarismo).

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El lector objetará con razón, llegado a este punto, que en Colombia la izquierda está apoyando la Consulta Anticorrupción. Quizás haya olvidado que la izquierda hizo un acuerdo con el centro para que este apoyara a su candidato en la segunda vuelta de las pasadas elecciones presidenciales. Hay, además, otro aspecto de la coyuntura: la Consulta Anticorrupción ha tomado, en la imaginación de muchos, los visos de un frente unido que se opone a la derecha uribista. Y aunque manifestar repudio frente a los gobiernos y los procederes de la derecha pueda ser una buena razón para votar, el elector debe recordar que la única derecha en Colombia no es ni ha sido el Centro Democrático, en primer lugar: el discurso del centro —promotor de la consulta y promovido por ella— en las pasadas elecciones no se destacó por la propuesta de la ampliación de lo público ni de la redistribución de la riqueza. En segundo lugar, el elector debe saber que con su voto está manifestando su antiuribismo de manera extemporánea y sin consecuencias, y no tomando absolutamente ninguna decisión con respecto a la injusticia, ni con respecto a su propio bienestar, ni con respecto a su dignidad, ni con respecto a su felicidad. Ni con respecto a la corrupción, tampoco. Ni siquiera con respecto al partido de gobierno —ni a sus aliados, los corruptos partidos “tradicionales”—, cuya actitud hacia la consulta sigue siendo más favorable que desfavorable: prueba de la inocuidad de la próxima votación, risiblemente respaldada por la mayoría de la corruptela del país.

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“Vence al corrupto”, se llama la página en internet que explica en qué consiste la iniciativa. El video que presenta en su página comienza con un letrero que dice “¡Es hora de acabar la corrupción!”. “La Consulta Anticorrupción es una causa que nos une como país”, se lee enseguida. Sin embargo, no ha quedado claro cómo es que se va a acabar con la corrupción. Los colombianos han de votar por siete puntos:

El primero es la reducción de los salarios de “congresistas y altos funcionarios del Estado señalados en el artículo 197 de la Constitución Política”. Está, desde luego, de primero: es el más demagógico, el que de inmediato apela a una sensación de poder vindicativo. “¡Bájenle (sic) el salario a los congresistas!” dice la propaganda más conspicua que he visto de la Consulta Anticorrupción en el espacio público. El votante podrá sentir que es injusto que haya unas personas que devenguen salarios elevados por gobernar o legislar (¡encima de tener poder!), y podrá asumir que el Estado invertirá en su bienestar (el del votante) lo que deje de pagarles a los congresistas, como si el presupuesto de un país funcionara del mismo modo que el doméstico de un individuo que saca dinero de la billetera para meterlo en la alcancía. La reducción de los salarios de unas cuantas decenas de personas, en la fantasía popular, servirá para brindar a la ciudadanía carreteras, vivienda popular, educación y salud, supongo. La idea podrá afiliarse en la imaginación de los ciudadanos a la máxima de “quitarles a los ricos para darles a los pobres”. Y los ”ricos”, en ese caso, son los representantes electos de la ciudadanía, y no las compañías de extracción minera, ni Monsanto, ni los directivos de una empresa que declara ilegal una huelga justa, ni los herederos latifundistas. Poca cuenta se dará el ciudadano de que su indignación por los altos salarios de cargos públicos propende a la plutocracia: el efecto de llevar al extremo tal indignación sería precisamente que solo los ricos (los latifundistas, por ejemplo) pudieran acceder al poder. Pero sobre todo no entiendo en virtud a qué asociación de conceptos (como no sea a los dictámenes de la manipulación) es este el primer punto de una consulta con la que se manifiesta el repudio contra la corrupción. Pues, ¿cómo es que recibir un salario, de la cuantía que sea, hace a alguien corrupto? Puede hacerlo injustamente adinerado, si no trabaja; puede incurrirse con ello en una inequidad; pero, por definición, la recepción de un salario adjudicado por un cargo no tiene nada que ver con la corrupción.

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Si en cambio se cambian las prioridades, y se hace a la ciudadanía consciente del servicio universal que lo público debe prestar, se entiende que el dinero público es y debe ser de todos, y el énfasis vuelve a ponerse en la inversión pública y en el cuidado de los bienes públicos.

La segunda pregunta de la consulta tiene como tema el castigo y en su encabezado parecería proponer la novedad de que la corrupción constituya un delito punible, lo que ya, desde luego, está estipulado por la ley. Se titula “Cárcel a corruptos y prohibirles volver a contratar con el Estado”, y se opone a que las personas condenadas por corrupción tengan “posibilidades de reclusión especial”. Parece razonable endurecer la pena contra quienes delincan contra la administración pública. Sin embargo (y esta observación se aplica también al referendo que seguirá a este, y que será el que pide la cadena perpetua para los violadores de niños), se sabe con evidencia suficiente que la dureza de la pena no disuade del delito.

Después del segundo punto, ya el enemigo va vencido (con el salario reducido, en la cárcel y desterrado del Estado), sin que se haya contemplado, por un solo momento, la posibilidad de prevenir la venalidad de los cargos públicos. La tercera pregunta de la consulta tiene la apariencia de prevención; supone que un formulario y el aumento de proponentes para las contrataciones se encargarán de ello. Dice de la siguiente manera: “¿Aprueba usted establecer la obligación a todas las entidades públicas y territoriales de usar pliegos tipo, que reduzcan la manipulación de requisitos habilitantes y ponderables y la contratación a dedo con un número anormalmente bajo de proponentes, en todo tipo de contrato con recursos públicos?”. Digamos que algo se entiende de este párrafo abstruso gracias a la formulación populachera de “a dedo”. Sin embargo no queda claro si el uso de pliegos tipo garantiza que las contrataciones sean justas y apropiadas para todos los casos, ni si reducirá los costos de la corrupción, pues bien puede contratarse corruptamente a licitantes que cumplan con las condiciones de los pliegos tipo. Con todo, no tengo objeciones sustanciales a este punto.

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La cuarta dice: “¿Aprueba usted establecer la obligación de realizar audiencias públicas para que la ciudadanía y los corporados decidan el desglose y priorización del presupuesto de inversión de la Nación, los departamentos y los municipios, así como en la rendición de cuentas sobre su contratación y ejecución?” El votante podrá creer que es el inicio de la democracia participativa, y a lo mejor lo es, y bien. Por mi parte, la falta de información con respecto al mecanismo exacto que haría posible esa participación, sumada a que creo que la ciudadanía ya decide a través de sus representantes electos sobre el presupuesto (habida cuenta de que esta es una democracia representativa), sumada a mi incompetencia (como, creo, la del 90% de los colombianos) para decidir sobre presupuestos, me impediría pedir responsablemente que se me permitiese participar en ellos, y mucho menos decidir sobre el “desglose” de unas cuentas que yo no sabría ni cómo empezar a hacer —ni usted, señor entusiasta, tampoco—.

La quinta es: “¿Aprueba usted obligar a congresistas y demás corporados a rendir cuentas anualmente sobre su asistencia, iniciativas presentadas, votaciones, debates, gestión de intereses particulares o de lobbistas, proyectos, partidas e inversiones públicas que haya gestionado y cargos públicos para los cuales hayan presentado candidatos?” Me sorprende que no estén ya obligados a rendir informes anuales los congresistas. Pero se me ocurre que (con todo y que se sientan muy intimidados por la votación anticorrupción) el que trampea sin informe igualmente meterá mentiras y enredos en su informe, y que la consecuencia más visible de este punto será que habrá más papelería, más documentos para la lectura de nadie, lo que tanto nos gusta a los colombianos, pues nos da una falsa sensación de control en medio de la impotencia. Como con el caso de los pliegos tipo, no rechazo este punto.

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La sexta pregunta dice: “¿Aprueba usted obligar a todos los electos mediante voto popular a hacer público a escrutinio de la ciudadanía sus declaraciones de bienes, patrimonio, rentas, pago de impuestos y conflictos de interés, como requisito para posesionarse y ejercer el cargo; incorporando la facultad de iniciar de oficio investigaciones penales y aplicar la extinción de dominio al elegido y a su potencial red de testaferros como su cónyuge, compañero o compañera permanente, a sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad, segundo de afinidad y primero civil, y a sus socios de derecho o de hecho?”. Me sorprende que se listen juntos, como si de cosas equivalentes se tratase, el “patrimonio” con los “conflictos de interés” y la “potencial red de testaferros”. También me parece vago y contrario a derecho el que estos asuntos se sometan a “escrutinio de la ciudadanía”, y no al conocimiento de un juez, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de políticos y por tanto “la ciudadanía”, erigida en tribunal, puede en la práctica referirse simplemente al partido contrario al político. El escrutinio de pormenores patrimoniales de políticos rivales y la elaboración de noticias confusas y falsas sobre los mismos sabrán comerse el tiempo de los congresistas y les quitarán el sueño que les provocan las sesiones parlamentarias.

Lo más importante con respecto a este punto es que si bien puede haber patrimonios mal habidos, hay patrimonios que no lo son. El exigir a todo ciudadano electo que publique todo su haber y sus deudas es violatorio de la privacidad y, más grave, violatorio del principio de la presunción de inocencia, fundamento del Estado de derecho. Los electos, al posesionarse de su cargo, tendrán, pues, que demostrar inocencia, lo cual invierte el principio de la carga de la prueba. Ya hace tiempo inventamos un sistema judicial de “limpieza” en el que la carga de la prueba se invertía, y todo el mundo tenía que demostrar su inocencia o de lo contrario se asumía su culpa; el invento se llamó el Tribunal de la Santa Inquisición y disolvió el tejido social de la España de comienzos de la modernidad, cuyos vicios y cuya cultura de la desconfianza, a propósito, fundaron nuestra nación. El que los políticos tengan que demostrar que no son ladrones supone que el servicio público entraña la delincuencia. La exigencia de hacer públicos documentos reservados, sin ninguna imputación previa, me parece peligrosa para la protección de los derechos, no ya de los congresistas, sino de todos los colombianos. Es por demás deletérea para el vínculo entre gobernado y gobernante, y corrosiva para el tejido democrático.

La séptima pregunta lleva el epígrafe —nuevamente con un lenguaje casi risiblemente demagógico, amén de despreciativo del servicio público— de “No más atornillados en el poder”. Se pregunta: “¿Aprueba usted establecer un límite de máximo tres periodos para ser elegido y ejercer en una misma corporación de elección popular como el Senado de la República, la Cámara de Representantes, las Asambleas Departamentales, los Concejos Municipales y las Juntas Administradoras Locales?” Yo le pregunto a esa pregunta: si hay tantos representantes reprobables del pueblo, ¿por qué uno apto y probo no podría estar en un cargo por más de tres períodos (pienso en Gustavo Petro en el Senado, por ejemplo, o en Germán Navas Talero en la Cámara)? ¿Para "darle la oportunidad" a uno menos bueno? ¿O porque sí? ¿Por qué a un político local, que conoce los intereses de su comunidad, debe obligársele a una carrera ascendente, digamos, de concejal a representante a senador, si puede concentrar su conocimiento y madurarlo en el trabajo en un órgano? ¿Simplemente porque la consulta parece decir, una vez más, que en principio todos los políticos son malos? Esta pregunta tiene además un problema lógico: ¿cómo se establece la relación entre lo que aquí se propone y la corrupción? Si se sugiere que todos los congresistas son en principio corruptos, ¿se está recomendando que no cometan sus fechorías por más de doce años?

La pretensión de la Consulta Anticorrupción es una fantasía que pretende sanear tanto al país como al votante. Es una vacuna de placebo por partida doble. Quien la apoya concibe la ilusión de que el país quedará inmunizado contra la corrupción (“¡Es hora de acabar la corrupción!”), cuando lo único que podría disminuir la corrupción significativamente es el aumento del alcance y la calidad de lo público en todos los estratos de la sociedad. En el video de propaganda de la página de la consulta se dice que “el dinero público es sagrado”, y ahí está patente el problema: no solo por la ligereza semántica (ningún dinero podría ser “sagrado”), sino porque al asumir que el principal problema de un país es la corrupción (y no la injusticia social, por ejemplo) se asume que el dinero es, como las cosas sagradas, de nadie. Si en cambio se cambian las prioridades, y se hace a la ciudadanía consciente del servicio universal que lo público debe prestar, se entiende que el dinero público es y debe ser de todos, y el énfasis vuelve a ponerse en la inversión pública y en el cuidado de los bienes públicos.

Quien apoya con fe la consulta tiene —al tiempo que la fantasía de que vacuna al país— la fantasía de vacunarse a sí mismo, pues aleja de sí toda sospecha de corrupción. Hay una suerte de prohibición tácita contra la oposición a la consulta. Quienes criticamos la consulta quedamos del lado de los impuros; si no somos corruptos, probablemente estamos planeando serlo algún día. Quienes la apoyan con júbilo, en cambio, son los buenos: hombres responsables de su propia salvación. Hace unos días, un periodista bastante influyente declaraba en Twitter: “Un político en contra de la Consulta Anticorrupción algo debe o algo teme, o las dos”. La Consulta Anticorrupción se ha ido planteando en los medios de comunicación como chantaje; o sea, con ese otro sentido que le hemos dado a la palabra “vacuna” los colombianos. Vendrán, tras este, otros referendos (léase otros autos de fe): el de la cadena perpetua para violadores de niños, que ya está en ciernes y que hará que quienes estemos en desacuerdo parezcamos favorables al delito en cuestión, por supuesto.

Además de estar mal planteada, de ser poco significativa, de ser una politiquería del centro (básicamente una encuesta de popularidad) y de ser chantajista, la Consulta Anticorrupción es irresponsable y temeraria. Pongamos que (y es el escenario más probable) saque mucho menos de los doce millones de votos que requiere para constituir un mandato afirmativo: ¿cómo se interpretará entonces el “mandato” del pueblo a los políticos? ¿Se supondrá, en ese caso, que la gran mayoría delos colombianos preferimos la corrupción, y habremos dado carta blanca para que se cometa?

Tal vez no sobre señalar que la Consulta Anticorrupción ocupa el mismo lugar simbólico y político que el voto en blanco ocupó en las pasadas elecciones, solo que más blanqueado aún: blanco impoluto. Quienes no votaron en las elecciones presidenciales por el candidato de izquierda, porque sus propuestas y sus obras les parecían comprometedoras y los asustaban, podrán votar contra todos los pecadores habidos y por haber este domingo, con poco efecto y mucho gasto y desgaste. Quienes no votaron para que aumentara el salario mínimo de los trabajadores, podrán votar ahora para que se reduzca el salario de los altos cargos públicos, porque siempre es más popular la idea de quitarle a alguien que la de darles a todos. Al igual que el voto en blanco, el voto por la consulta será un voto de autocomplacencia. Quien rehusó votar entonces contra el fascismo, pues la posibilidad del fascismo no le producía suficiente frío ni calor, puede votar ahora con ardor contra el clientelismo.