Cultură

“Mientras existan chicos la calesita no se muere”

Cómo sobrevive uno de los juegos más antiguos. Las plazas de Buenos Aires hacen frente a la crisis económica y le ganan a la tecnología.
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Artículo publicado por VICE Argentina

En la plaza Arenales, en el barrio de Devoto, Tito guarda una placa que dice “Por los cincuenta años de alegría”, al lado tiene una soga con chupetes colgando. Los niños y niñas del barrio tienen un ritual: abandonarlos mientras dan la vuelta entera. Tito limpia los caballos antes de abrir y me mira: “Las mujeres tienen puntería che, justo venís hoy, que hace 41 años que estoy en esta calesita”.

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Tito empezó a trabajar por los barrios en la década del 70, un día compró una calesita en la estación de Monte Grande y años después decidió mudarse a otra, a la que tiene ahora, en el barrio de Devoto. Dice que es un afortunado, vive de su negocio, de una hermosa calesita y de ver a los niños sonreír. La calesita está casi igual a aquel día que la compró. “Sólo tiene un par de arreglos en el piso y dos caballos que los compré en los 80 que los cambié por un tanque que nunca me gustó”.

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La primera calesita en el país fue fabricada en Alemania y se instaló en plaza Lavalle, en el antiguo barrio Parque entre, 1867 y 1870. A partir de esa fecha, un hombre de apellido Huerta continuó fabricándolas y solía vendérselas a los inmigrantes españoles para que tuvieran su primera fuente de trabajo mientras llegaban al país.


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Según la Asociación de calesiteros de Buenos Aires, actualmente funcionan 55 calesitas en la capital, 35 están en espacios públicos y todas tienen su permiso habilitado contemplado por la ley del Ministerio de Ambiente y Espacio Público. Algunas están cerrando por la crisis económica, pero son pocas. La calesita sigue siendo un juego económico. “La mayoría cobra entre 10 y 20 pesos la vuelta, cuando hoy una entrada al cine cuesta el triple” dice Tito.

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“Siempre va a ser divertido venir a una calesita” detalla Roberto, quien hace 33 años es dueño y se ocupa de la calesita de Parque Saavedra, también nombrada Patrimonio Cultural en la Ciudad de Buenos Aires. Su padre tenía una, él, junto a su pareja lleva otra y siguen manteniendo una tradición familiar. Aunque Roberto si nota la crisis. Él no puede vivir de este negocio. Por las mañanas es herrero y por las tardes calesitero. “Como todo negocio hay que pagar las cuentas, y cada día son más caras. El problema es la crisis económica, no generacional, antes que un juguete la gente compra un litro de leche” repite.

¿Qué pasa con la tecnología?

“Nada, jamás me asusté por otros entretenimientos. Mientras existan chicos la calesita no se muere” dice Roberto con una sonrisa. Según él, cambió la manera de jugar, pero no el juego en sí. “Antes venían hasta los 12 años, ahora hasta los 7 está bien. Pero antes no había bebés de un año y ahora si, los padres y las madres están más despreocupados”.

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“Lo interesante del tema es EL condimento argentino” dice un integrante de la asociación de calesiteros. ¿Cuál es? La sortija: Quien logra agarrarla en pleno movimiento se gana una vuelta gratis.


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Los clásicos siguen sonando, "La vaca lechera" resuena en los parlantes, los caballos y los autitos estáticos protegen a los niños y niñas que sostienen con sus manos los caños de alrededor, mientras tanto sonríen a la cámara de sus madres. "El invierno no nos va a vencer" le dice una madre a la otra mientras sostiene las mochilas.

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Tito agita la sortija arengando a los niños, ellos estiran sus brazos mientras cantan, se vive una euforia en comunidad. “El negocio es hacer que uno de la pareja de hermanos la agarre, para que el padre pague una vuelta más al que se quedó afuera” cuenta Tito con complicidad. La ronda está terminando, Tito me hace una seña para que vea sus movimientos. Cuando lo saludo me dice, “no te preocupes que la última vuelta se la regalo al otro para que no llore”.

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