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agresión sexual

Lo que aprendí cuando me agredieron sexualmente

Pasó un año hasta que me atreví a hablar de ello.
CS
ilustración de Carla Sánchez
Ana Iris Simón
tal y como se lo contó a Ana Iris Simón
agresion sexual

Hace dos años y medio, durante las fiestas de mi barrio del centro de Madrid, un hombre me agredió sexualmente. Fue en mi portal. Estaba en un garito con mis amigos y me volví a casa sola. Eran menos de 10 minutos andando, apenas una calle larga. Por el camino, que esa noche estaba lleno de gente y de puestos de churros, bocatas de panceta y calamares y casetas de tiro, un hombre se me abalanzó. Lo empujé y salí corriendo mientras pensaba que "solo era un borracho". Porque hasta entonces todos habían sido eso, solo borrachos.

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Lo perdí de vista, pero cuando estaba metiendo la llave en la cerradura del portal alguien me empujó. Era él. La puerta se cerró a su espalda y empezó a meterme mano mientras yo forcejeaba y le daba puñetazos y patadas hasta que vi que un grupo de chicos pasaba por delante de la puerta de cristal. Entonces conseguí golpearla hasta que me oyeron y después, no sé cómo, conseguí también pulsar el interruptor que la abría. Los chavales pasaron y lo sacaron de allí. Él huyó corriendo. Yo también, escaleras arriba, hasta mi casa. No fui capaz de quedarme con los chicos, que habrían podido ser testigos en el posterior juicio, porque en ese momento en lo último que pensaba era en un posterior juicio. En ese momento no pensaba en nada.

Mi hermana, con la que vivía en aquel momento, estaba en casa. No llamamos a la policía ni fuimos a denunciar aquella noche porque realmente no éramos muy conscientes de lo que había pasado. Creo que, de hecho, yo lo era aún menos que ella porque a la mañana siguiente, cuando me desperté, empecé a hacer el desayuno sin saber aún muy bien qué hacer, cómo reaccionar.


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Fue mi hermana la que insistió en que teníamos que ir a denunciar y eso hicimos. En la comisaría más cercana nos atendieron dos policías y cuando les conté lo que había ocurrido noté cómo apartaban la mirada, cómo no se sentían demasiado cómodos escuchando aquello, una reacción a la que me tuve que acostumbrar en los meses que vinieron después.

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La policía nos llevó en coche patrulla hasta la Unidad de Atención a la Familia y la Mujer y allí me tomaron declaración. Una de las primeras preguntas que me hicieron fue que cuánto había bebido la noche anterior. Otra que qué ropa llevaba. Y, aunque luego comprendí que eran cuestiones necesarias para salvaguardar el rigor del proceso judicial, en aquel momento sentí que quien tenía que ampararme me estaba, de entrada, cuestionando. Me sentí completamente desprotegida y esa fue otra de las sensaciones a la que tuve que acostumbrarme después de aquella noche.

¿Qué relevancia tenía cuántas copas me hubiera bebido, lo corto o escotado que fuera mi vestido o por qué había decidido volver a casa sin compañía? Parecía que estuvieran acusándome de haber hecho algo mal, de haber incitado a aquel hombre a intentar violarme, de "habérmelo buscado". Yo, por mi parte, también me culpabilizaba. Lo hice durante mucho tiempo: "por qué volviste sola", "por qué no cogiste otro camino", "por qué saliste aquella noche"…

"Supongo que con las agresiones sexuales pasa un poco como cuando se te muere alguien muy cercano: nadie sabe muy bien qué decir, por mucho que te quiera"

Tardé un tiempo, a medida que fue avanzando el proceso judicial, en comprender que aquellas preguntas eran necesarias. Lo que nunca entendí es por qué nadie me avisó de que lo eran. Todo habría sido mejor, o al menos un poco menos doloroso, si alguien se hubiera tomado unos minutos en explicarme que no eran acusaciones en interrogativo. El juicio se resolvió hace unos meses, después de dos años y medio de ruedas de reconocimiento, de notificaciones que no sabía muy bien lo que significaban, de horas de terapia y de un cambio de domicilio. Porque desde aquella noche nunca volví a entrar sin miedo a aquel portal.

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En las noches que vinieron después aprendí algunas cosas. Como que me habían quitado la libertad. O quizá nunca la había tenido y me di cuenta en ese momento. Me quitaron la libertad de irme de copas e incluso de salir a cenar porque la idea de estar en la calle cuando se hacía de noche me paralizaba. Me quitaron la libertad de volver andando a casa (desde que ocurrió aquello siempre cojo taxis) y también la de volver tranquila (desde entonces llevo siempre en el bolso la alarma que me regaló mi abuela o el spray de pimienta que me regaló el padre de una amiga). Me quitaron la libertad de no tener miedo.

Mi intento de violación ocurrió tan solo dos semanas después de la violación de la Manada. Y no digo esto como referencia temporal, lo digo porque realmente creo que jugó algún papel en lo que aprendí. Hasta que cientos de mujeres no empezaron a salir a las calles para reclamar justicia, apenas contaba que yo también había sido víctima de la violencia sexual. Y no lo contaba por vergüenza, pero sobre todo por temor a incomodar. Porque, como aquella primera vez, cuando se lo conté a la pareja de policías que me atendió en la primera comisaría a la que fui, mucha gente bajaba la mirada o se quedaba muy quieta o cambiaba demasiado rápido de tema cuando lo hacía.

Lo noté sobre todo en los hombres. Mis amigos, los que estaban conmigo aquella noche en la que decidí irme sola del garito, me escribieron y me llamaron en cuanto se enteraron, pero casi ninguno de ellos me volvió a sacar el tema después. Sé por mis amigas que a ellas sí les preguntaban, les decían que "cómo estaba Sara", que en qué punto estaba el proceso judicial, pero no eran capaces de preguntármelo a mí. Supongo que con las agresiones sexuales pasa un poco como cuando se te muere alguien muy cercano: nadie sabe muy bien qué decir, por mucho que te quiera.

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Pasó un año hasta que no solo me atreví a hablar abiertamente de ello, sino que me di cuenta de que tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo para que aquellos que decían en mi presencia que eran casos aislados o que "tampoco era para tanto" se dieran cuenta de que no era así. De que ni sus hijas ni sus hermanas ni sus madres estaban a salvo. Yo también pensaba que nunca iba a ocurrirme a mí, y eso que una de mis mejores amigas también había sufrido una agresión sexual unos años antes.

"Yo no era la única chica a la que había agredido aquel hombre, pero sí la única a la que no consiguió violar"

Pensando en ello me di cuenta de que en, el fondo y por triste que resulte decir esto, yo "había tenido suerte". Había tenido suerte porque gracias a miles de mujeres, a la mediatización de casos como el de la Manada y al auge del movimiento feminista habíamos aprendido a no callarnos. A no aceptar que nos mataran y nos violaran. Recuerdo que cuando años atrás agredieron a una de mis amigas, que también pasó por un juicio y por la vergüenza y el miedo y el dolor, no hablamos tanto de ello pero sobre todo no reflexionamos sobre lo que había detrás. Pensábamos, simplemente, que aquello pasaba porque la realidad de las mujeres era así. Ahora sabemos que podemos, que tenemos derecho a cambiarla.

Recuerdo pensarlo el pasado 8 de marzo, en la manifestación, rodeada de todas mis amigas y de algunas de sus madres. La mía también estaba. Recuerdo el nudo en la garganta al mirarla, y al mirar a mi hermana y a mis amigas, al verles en los ojos la emoción de saber lo que significaba para mí todo aquello. Recuerdo con la misma emoción que rabia oírlas a todas ellas, recuerdo oír a miles de mujeres gritar con una sola voz eso de "sola, borracha, quiero llegar a casa". Recuerdo pensarlo también el día en que, por fin, llegó el juicio. Yo no era la única chica a la que había agredido aquel hombre, pero sí la única a la que no consiguió violar. Desgraciadamente no estaba sola en la violencia, pero afortunadamente tampoco en la rabia, en la respuesta a esa violencia.

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Del proceso judicial aprendí que no es perfecto, que dista mucho de dar a las mujeres la protección y la comprensión que necesitan, pero que las instituciones están llenas de gente que cree en lo que hace. Como los agentes de policía que, en mi juicio, se preocuparon en todo momento de que no tuviera que verle la cara a mi agresor, como yo misma había decidido a pesar de que podía perjudicar mi declaración. Y esa es otra de las cosas que nunca entenderé: por qué me recomendaron que declarara sin biombo, viendo y siendo vista por ese hombre. Supongo que porque una de las bazas de la defensa era que no podía haberle reconocido porque aquella noche había bebido. Pero antes del juicio ya lo vi y pude reconocerle en dos ruedas distintas, una a través de imágenes y la otra de un cristal.

Las instituciones judiciales, aunque tristemente a veces no nos amparen como necesitamos, están llenas de gente que cree en lo que hace, como la jueza que, ante la pregunta de en qué había cambiado mi vida, trató de que mi respuesta fuera lo más breve y lo menos dolorosa posible. Porque claro que ha cambiado, claro que vuelvo a casa en taxi y le pido a los taxistas que esperen hasta que entre al portal, claro que he tenido que cambiar de casa, claro que convivo con el miedo de que me vuelva a ocurrir, de que le ocurra a alguna de mis amigas, a mi hermana pequeña. Claro que desde entonces, cada vez que nos separamos nos decimos eso de "Escríbeme cuando llegues a casa". Pero nada sería diferente, nada sería menos grave si no lo hubiera hecho.

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"Si tuviera que decirle algo a la Sara de hace dos años, a la que aún tenía miedo de estar en espacios abiertos, a la que se pasó más de un año sin salir por las noches y pensaba que nunca más iba a poder hacerlo le diría que tranquila, que conseguirá hacerle frente"

El tiempo y los trámites que viví entre la noche de la agresión y el día en que, más de dos años después, se resolvió el caso, también me hizo pensar sobre lo afortunada que había sido de poder contratar un abogado que me guiara y me hiciera sentir segura, que me explicara los pasos que teníamos que dar y el estado en el que estaba el proceso. Pienso muchas veces en qué habría pasado si no hubiera tenido los recursos suficientes para pagarlo, o en si no hubiera podido pagarme la terapia que empecé pocos días después de aquella noche. Y, de nuevo y aunque suene triste, en ese sentido también "tuve suerte".

Porque habrá miles de mujeres que no tengan el dinero suficiente para ir al psicólogo a aprender a dejar de tener miedo, o al menos a que el miedo no las paralice. Habrá miles de mujeres que no tengan dinero para pagarse un abogado que les explique qué significan las notificaciones que les mandan o que ciertas preguntas no son necesariamente una herramienta de cuestionamiento o cuál será el siguiente paso.

Si tuviera que decirle algo a la Sara de hace dos años, a la que aún tenía miedo de estar en espacios abiertos, a la que se pasó más de un año sin salir por las noches y pensaba que nunca más iba a poder hacerlo le diría que tranquila, que conseguirá hacerle frente. Que no se merece el dolor, el miedo y la vergüenza. Que conseguirá superarlos.

Le diría que hable de lo que le ocurrió, que lo cuente, que haga que por lo menos sirva para que los que le rodean tomen conciencia de que no son casos aislados, de que no somos una exageradas y de que el feminismo es necesario porque aún es necesario cambiar muchas cosas. Que lo cuente y que no sienta vergüenza, porque no es culpa suya, en ningún caso es culpa suya. Y que no está sola. Que vive rodeada de mujeres que ya no aguantan, que ya no se callan, que saben que este es el mundo que les ha tocado vivir pero que tienen derecho a cambiarlo. Y en esas estamos.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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