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Cultură

Hice de camarero salido falso en despedidas de soltera en Madrid

Necesitaba el dinero y acabé trabajando para una de esas agencias que ofrecen payasos, zancos, malabares, títeres, globoflexia y mimos. ¿Patético? Pues sí.

Para un joven de provincias, a finales de los 90, Madrid era un territorio excitante y lleno de nuevos desafíos. ¡Mira, Madrid Rock! ¡Oh!, la sala Maravillas. ¡Atención, el No Fun! Con veintipocos años, podían darse situaciones que colmarían el sueño húmedo de cualquier adolescente inestable, como estudiar Periodismo y, al mismo tiempo, pertenecer a la compañía de un teatro independiente de Lavapiés. Sé lo que estáis pensando ahora mismo: una vida disoluta llena de noches de bohemia e ilusión… Se os olvida algo fundamental, esa convención inventada por el ser humano que marca la diferencia entre vivir en un ático de Costa Fleming tomando con música de Antón García Abril de fondo o habitar bajo el viaducto de Madrid, durmiendo sobre un montón de y arropado por una manta polar raída del Decathlon. Sí, hablamos del dinero.

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Si por representar una obra de teatro cuatro días a la semana, atender reservas, servir vinos en el ambigú, picar la pared del local anexo, montar y desmontar el escenario o repartir flyers del espectáculo no sacas más de 20.000 pesetas al mes (120 euros al cambio), algo más hay que hacer para ganarse la vida. Y ahí llegó una oportunidad en forma de soplo de un compañero: el fantástico y glamuroso mundo de la animación en despedidas de soltera. Sección actoral, claro: no hablamos de ser stripper ni acróbata enano, perfiles para los que la naturaleza no nos ha dotado.

Imagen real de una agencia de espectáculos

La oficina de la compañía, llamada 'PartyMadrid' o 'MadridParty' (imposible recordarlo con exactitud) estaba en el edificio de la plaza de Callao anexo a los cines. Allí, en apenas 20 metros cuadrados, la CEO de todo el asunto (cuando aún no había CEOS), recibía tu CV con fotos de actor -una con el puño bajo la barbilla, otra de cuerpo entero y manos en jarra, otra en plan tío divertido/monologuista con micrófono vintage incluido- y, sin mirarlo, te pasaba una hoja para medir tus 'capacidades artísticas': "Mira a ver si sabes hacer algo de esto". Malabares: No. Montar a caballo (¿montar a caballo? ¿en serio?): No. Patinaje artístico: No. Actuación: Ehhh… sí, esto sí. "Muy bien, el sábado empiezas. Es de 21.30h a 00.30h. Actúas en el restaurante como falso camarero y luego tienes que guiarlas hasta el Villa Rosa, en la zona de Huertas. Allí las dejas tomando una copa. Son 9.000 pesetas". Pongamos esto en perspectiva. 9.000 pelas de la época del Windows 97. Al cambio no son ni 60 euros, pero en aquella época era un BUEN DINERO que podía ayudarte a sobrevivir si tenías alma de judío de novela de Philip Roth.

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Eso sí, el vestuario de camarero (camisa blanca y pantalón negro, ¡sorpresa!) tenías que ponerlo tú. Apañé una camisa beige que tenía y le pedí un pantalón negro de pinzas a mi compañero de piso y me presenté en el fantástico restaurante Playa Riazor de la calle Toledo a la hora señalada. Lo primero era pasar al office. En ese cuarto, la CEO se reunía con el elenco (sí, he escrito "elenco") y comenzaba a pagar POR ADELANTADO. Allí estábamos la stripper de metro ochenta y cinco de la despedida de soltero, el stripper amigo de los anabolizantes que iba a ser mi compañero de chanza y algún actor más. Tras acabar el reparto de billetes, nos dejaba para que nos cambiáramos. Cinco personas en menos de diez metros cuadrados cambiándose de pie. Tangas que entran y que salen a la altura de tu nariz, cuerpos escuchimizados frente a torsos de mármol, culos que chocan al agacharse. Aquí estamos: somos el escalón más bajo de la industria del entretenimiento para adultos.

Una vez cambiado, salgo y me encuentro con la CEO de MadridParty (o PartyMadrid). "Las amigas de la novia han pedido que le tires los trastos a la novia. Ese es tu papel". Me podía haber tocado camarero borracho, despistado, pero no, empezamos a lo grande. En ese momento crucial de tu vida haces lo que cualquier otra persona haría en tu lugar: bajar al piso de abajo del restaurante, acodarte en la barra y pedir UNA COPA. "Eh, soy uno de los actores, ¿me pones un whisky con cola?". "Claro, hermano", dice el tipo tras la barra, me pone una mano en el hombro y me regala una sonrisa. Silencio. Sus ojos oscuros lo dicen todo: es una mezcla de "te entiendo, te respeto y te voy a ayudar". Estoy a punto de derrumbarme y llorar, pero sigo adelante gracias a ese hombre anónimo al que nunca volveré a ver, una mano salvadora cuando estoy a punto de rodar cuesta abajo por el camino de la humillación. Me aprieto la copa de dos tragos y subo a enfrentarme a las fieras.

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Ahí están, un grupo de muchachas andaluzas, venidas a Madrid, y cenando en uno de los salones privados del Riazor. Todas menos la novia se ríen por lo bajini y se dan codazos cuando me ven entrar con una bandeja de ¿ibéricos? Me hago el simpático, pregunto por la novia y lanzo mi primer dardo: "Qué guapa eres, que pena que te cases". Sé lo que estáis pensando, pero, creedme, no hay lugar para sutilezas como miraditas o guiñitos en un curro como éste. Hay que ir a saco y dejar que sus amigas, que sí saben de qué va el tema, se diviertan y te den la réplica. Consigo que me sigan diciéndole a la casadera algo en plan "ehhh, piénsatelo, aún estás a tiempo". Y cosas así.

Le hago entrega a cada una de su regalo: una cinta con polla para ponerse en la cabeza y les pido que me sigan.

Mientras llevo sangrías, platos de sepia o repongo pan, continúo avanzando en mi estrategia de ligoteo modelo Bertín Osborne. Me acerco a la novia meando fuera del tiesto y le sigo proponiendo cosas "vente conmigo después y pasa de tus amigas", "aprovecha tu última noche de libertad", "tengo un amigo que tiene un bar y podemos cerrarlo y montar una fiesta privada allí". Supongo que el whisky hace que sea capaz de decir todo esto sin sonrojarme. La novia está cada vez más incómoda y llega a pedirle a otro camarero que deje de servirle. En un momento dado se acerca a mí y me suelta: "Mira, tío. Deja de darme el coñazo, ¿estás loco o qué te pasa? Quiero el li-bro de re-cla-ma-cio-nes". Está muy cabreada. Sus amigas se descojonan. Al menos, está funcionando. Miro el reloj: ya queda menos.

Pero hay veces que uno no sale del barro tan fácilmente, queda ese último golpe final que te sumerge en la mierda como si fueras el caballo de Atreyu en la puta Historia Interminable. Le vendan los ojos porque llega el stripper y yo, YO, soy el encargado de poner la música en un radiocasete de doble pletina mientras Juanjo, mi amigo anabolizado, ejecuta su espectáculo. Antes de empezar un último golpe, una última pisada para acabar de hundir mi cabeza en la mugre. "Espero que el stripper no sea el puto camarero, cabronas", suelta la novia. Sí, la crueldad humana no tiene límites; el hombre es un lobo para el hombre y todo eso.

Suena el tema principal de la BSO Dirty Dancing y Juanjo coge las manos de la novia para que repase minuciosamente su anatomía en un show de despedida de baratillo prototípico. Se acaba la música, se quita la venda y se termina la farsa. Revelo mi auténtica identidad, las amigas de la novia me felicitan y la princesa prometida hace las paces conmigo. Es el fin de un show muy de programa de variedades de Telecinco. Le hago entrega a cada una de su regalo: una cinta con polla para ponerse en la cabeza y les pido que me sigan, que las voy a acompañar hasta el bar. En el camino, respondo preguntas aleatorias sobre la música qué van a encontrar en el Villa Rosa, mi orientación sexual y mis verdaderas inclinaciones hacia la novia. Las dejo en el lugar acordado, me despido amablemente y declino una invitación a tomarme una con ellas. Salgo a la Plaza de Santa Ana vestido de camarero de bar de raciones. Llueve. Me siento mal, pero tengo 9.000 pesetas más en el bolsillo. Y eso no es poca cosa. Caerán más noches haciendo de camarero ebrio o graciosete, pero, ay, amigos, la primera vez que caes tan bajo nunca se olvida.