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El número para ponerse cachas

Mi carro es mío

Competir en una carrera de carromatos es lo más americano que existe.

Un conductor de carromatos y sus caballos perdiendo el culo en una recta.

Filtración de líquido cefalorraquídeo, me digo para mis adentros mientras observo a unos médicos atender a un jinete que ha caído de su silla de montar. No se levanta. Aún no ha transcurrido la primera hora del día inaugural del National Championship Chuckwagon Races, en Clinton, Arkansas, y ya me he dado cuenta de lo peligroso que puede ser este deporte. Ayer, de camino al rancho, hablé con un neurocirujano retirado acerca de los daños que solían darse en este certamen anual. En la lista destacaba la fuga de líquido cefalorraquídeo. Hacia el final del fin de semana del Día del Trabajo, al menos cinco jinetes habrán sido golpeados, arrojados de su silla o arrastrados por sus monturas. También hay peligro para los animales: a un caballo tuvieron que suturarle un profundo tajo sufrido al chocar contra un carromato de madera a casi 50 kilómetros por hora. A nadie parece preocuparle la posibilidad de resultar herido, pero muchos de los participantes llevan cascos disfrazados como sombreros de cowboy. Un enfermero me contó que en los 14 años que llevaba trabajando en estas carreras había presenciado una muerte e innumerables heridas en cabeza y columna vertebral. “Yo no tengo la suficiente fortaleza testicular para conducir uno de esos”, me dijo señalando a uno de aquellos desvencijados carros con aspecto de estar en el siglo equivocado. Las carreras prosiguen una vez los médicos dan el visto bueno. Nadie está preocupado por las filtraciones cerebrales. En uno de los laterales de la pista, una mujer pequeña de unos 60 años se desgañita al paso de los carromatos. Si alguien debe saber de qué va todo esto, me figuro que tiene que ser ella. “No tienes que ser bueno para conducir, sólo has de tener cojones”. Se llama Judy Harris, y ella y el resto de los Harris están entre los cientos de carros, jinetes, caballos y remolques que cada año descienden a los extensos terrenos de Dan Eoff, el hombre que en 1985 inició esta tradición invitando a unas pocas docenas de amigos. Los speakers afirman por megafonía que se trata de la mayor competición equina de Norteamérica. Tendré que dar por buena su palabra, ya que son casi tres kilómetros a mi alrededor atestados de equipos procedentes de todo EE.UU (sobre todo del sur), además de un grupo de Australia y varios llegados de la República de Texas. Como muchos “chuckers”, la familia Harris lleva años viniendo: han asistido al menos a 24 de los 27 campeonatos de carromatos, un certamen que ahora incluye ocho días enteros de acampada, cursos prácticos de cómo llevar un rancho, rodeo y hasta una mini feria estatal. También hay alcohol suficiente como para ahogar a toda una división de caballería. Los días más importantes son, por supuesto, los tres últimos, cuando los espectadores se apostan, al este, en los riscos y laderas que dan a la pista de carreras, y tipos montados a caballo se concentran en los extremos norte y sur del terreno interior del circuito. Es entonces cuando dan comienzo las carreras de carromatos. Ms. Judy, como todo el mundo la llama, me cuenta que, de entre las distintas categorías de carromatos –entre las que se cuentan los carros con decoración de fantasía y los carretones de madera, ligeramente más grandes–, el acto principal son los carromatos “clásicos”. Las normas que rigen las carreras de estos cohetes de tres metros y 450 kilos tirados por dos caballos, son ridículamente sencillas: 1) Cada equipo consta de tres miembros: un conductor, un “cocinero” y un escolta. Antes de que la carrera empiece deben estar sentados alrededor de un falso campamento que incluye una tienda de campaña y un bulto hecho con sogas (el “hornillo”). 2) Al pistoletazo de salida, el cocinero arroja la tienda al carromato y sube de un salto detrás del conductor. El escolta recoge el hornillo y lo arroja a la parte de atrás del carromato, que realiza una rápida vuelta en U alrededor de unos barriles; después salta a lomos de su propio caballo y cabalga detrás del carromato, intentando adelantarlo. 3) La pista consiste en una recta de 400 yardas [algo más de 365 metros -ndt], dos amplias curvas en un tramo de 100 yardas, una recta de 200 yardas, una curva cerrada y una nueva recta, de 250 yardas, hasta el punto de llegada. 4) El escolta ha de traspasar la línea de meta por sus propios medios antes que el carromato, y los pasajeros y “equipaje” de éste deben llegar intactos. El asunto al completo dura unos 75 segundos. Como máximo.

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En la clínica veterinaria del encuentro, la Dra. Laura Martin Mobley le pone unos puntos a un caballo que sufrió rozaduras contra el lateral de un carro.

Las carreras de carromatos no mueven mucho dinero. Los carros están marcados con los estrafalarios nombres de los equipos o símbolos de ranchos propiedad de familias, y los premios para los ganadores, según un participante, “no son nada”. La familia de Ms. Judy venció dos años consecutivos, en 2007 y 2008, con un carro bautizado como “Rock-n-Rollin’”. “Cuando lo has hecho una vez, ya no dejas de venir”, dice ella. “Se te mete en la sangre”. Le pregunto si los Harris me permitirían participar con ellos en la carrera, y ella no duda ni un instante: “Mi sobrino Corky seguro que te deja montar con él”. Corky, como supe, había vencido en las carreras de carromatos en 2004. Casi me rompió la mano cuando me la estrechó en el campamento base Harris. Sus dedos eran como salchichas kielbasa, unidos a un brazo con varias trabajadas capas de puro músculo. Luce un largo y frondoso bigote a lo Fu Manchu que le cubre los labios de tal manera que dificulta apreciar cuándo está hablando. No es que eso importe mucho, porque Corky no es dado a parlotear. Simplemente asiente, sonríe y dice, “Seguro, puedes montar”. Y de una forma tan sencilla, estaba dentro. Cuando Ryan, el cocinero, sabe de mi participación, su única pregunta es retórica: “¿Así que me voy a tener qu’ocupar d’ambos, hijo’perras?” El resto del equipo Harris –Peewee, Glenda, Ms. Jen, Ryan, Brian, Dustin y Porkchop– son aún más amistosos. Me toman el pelo por estar nervioso, y sí, puede que esté un poco nervioso por eso de la filtración cefalorraquídea, aunque intento que no se me note. “Cuando estás con nosotros, eres de la familia”, dice Ms. Judy, que no ha tardado en convertirse en mi madre adoptiva. “Conoces esa canción de los Rascal Flatts, ‘Me And My Gang’?” No la conozco. “Bueno, pues es así”. La gran carrera es al día siguiente, sábado. A las 11 de la mañana, dos horas antes del disparo de salida, Ryan y otro grupo de personas se encuentran preparándose. Para cuando ensillamos, ha trasegado al menos cinco cervezas. No es que no confíe en él. Todo lo contrario. A Corky y a él les he confiado, literalmente, mi vida. Mientras Ryan bebe, Corky atiende a los caballos con metódica atención, su Fu Manchu echado hacia atrás por encima de las orejas como los cordeles de una mascarilla de cirujano. Los chuckers pasan mucho tiempo cuidando a sus caballos, lo cual explica que no tengan mucho aprecio por los furibundos defensores de los derechos animales que califican de cruel a este deporte y de bárbaros a sus participantes. Antes de los inicio de las carreras, los speakers sueltan una invocación tan patriótica como cabría esperar, dado que estamos en la Arkansas rural. Inclinamos nuestra cabeza ante Dios, el país y nuestras tropas. Después observamos cómo un carromato vacío rueda tristemente por el interior de la pista, tirado por dos caballos sin rienda. Se trata de un carro fantasma en honor de los chuckers que murieron el año pasado. Es intranquilizador. A medida que nuestro carro se aproxima a la línea de salida, mi cerebro nota que estoy a punto de verme metido en algo chiflado y arriesgado, y me abandona gran parte de mi capacidad de pensar. Me cuesta situar dónde estamos en relación con las muchedumbres y los riscos, y en el proceso se me olvida hasta cómo operan las funciones más básicas de mi cámara. “Tienes que ponerte de rodillas, por si acaso salimos despedidos”, dice Ryan cuando voy a sentarme al estilo indio en el carro de madera, de 450 kilos de peso. Las piernas de Ryan me oprimen la espalda, mientras Corky, sentado delante de mí, conduce a nuestros dos grandes caballos Cuarto de Milla hacia la línea de salida. Sigo el consejo. Supongo que estar de rodillas será más conveniente en caso de que instintivamente me ponga a rezar. No recuerdo el disparo de salida ni la curva alrededor de los barriles, pero de repente estamos en la primera recta, el carro agitándose violentamente como un coche con los amortiguadores gastados lanzado a toda velocidad por un camino de grava. Lo único que suena más alto que el roce de madera y metal es el vocerío encima de mi cabeza.

La White River Cattle Company, de Rosie, Arkansas, compitiendo en la sexta vuelta del certamen.

He aquí algo que no sabía antes de montarme: en las carreras de carromatos: los conductores sólo ven lo que tienen delante. El cocinero es responsable de otear y decirle al conductor si un carro se acerca por detrás. También es quien tiene que sujetar al conductor, a menudo con un abrazo de oso, para evitar que salga volando. Todos los que están en el carro han de inclinarse en las curvas. A mitad de recorrido del primer tramo, Ryan grita, “¡Se acerca, se acerca!” cuando un carro engalanado con el rótulo Team USA aparece a pocos metros a nuestra izquierda. Durante medio segundo los dos carros están codo con codo, con una mujer cocinera de revuelto pelo negro casi encima de nosotros, chillándonos y rechinando los dientes. Es como si los indios del Antiguo Oeste nos hubieran tendido una emboscada. Entonces el Team USA hace un requiebro y coge la delantera. La primera curva duele. Mucho. Mis costillas golpean una y otra vez contra el borde del carro. Se nos llena la cara de fango. Tengo otro apagón mental; no tengo ni idea de lo que está pasando hasta que llegamos a la última y cerrada curva, donde nuestro carro se mete en los surcos del terreno. El jueves y viernes antes de la carrera llovió a cántaros, haciendo la conducción más “segura” para todos menos para los carros grandes y pesados como el nuestro. Sus enormes ruedas de hierro pueden fácilmente meterse en los surcos abiertos, aumentando las posibilidades de que volquemos. El último giro demostró ser el más peligroso para todos: más tarde vi carros volar y por un momento mantener el equlibrio sobre una rueda, lo cual explica por qué estuve suspendido en el aire durante una fracción de segundo; una laaaarga fracción de segundo. Ms. Judy me informa después de que fue en esos momentos cuando nos adelantó nuestro escolta. A mitad de la última recta oigo más griterío procedente de atrás. Ryan suena preso del júbilo. También yo empiezo a gritar sinsentidos atrapado por el momento, y después me detengo, pensando que mi guirigay podría confundir a Corky. Ignoro lo que está pensando; no le he oído decir nada desde mucho antes de empezar la carrera. Entonces cruzamos la línea de meta. Los primeros. Hemos ganado, y no tengo ni idea de cómo. “No me puedo creer que lo hayamos conseguido con tres malditos cuerpos aquí”, oigo desde la dirección de la entrepierna de Ryan. Corky no rompe su racha de silencio; solo se detiene un momento para que su hija, Jess, le tienda a su nieta para que cabalgue con su abuelo de vuelta al campamento base Harris. Todo el clan es una sonrisa cuando me apeo del carro. “¿Qué tal ha sido?”, preguntan una y otra vez, pero yo sólo puedo balbucear distintas variaciones de “La hostia puta, ha sido divertido” mientras camino de un lado a otro durante 20 minutos preso del shock, intentando determinar si la arenilla que noto en la boca es barro o fragmentos de dientes. Pero lo he pillado. Ahora sé por qué esta gente compite a pesar de la posibilidad de parecer, de forma permanente, un machacado habitante de las praderas del siglo XIX. No es por el dinero, porque no hay premio económico. Ni por la aprobación de la gente de fuera, que los califican de estúpidos paletos o dicen que son crueles con sus animales. Las carreras son unas vacaciones para estas personas, una oportunidad de estar con los amigos y camaradas competidores y dejarse llevar por la sensación de rodar a velocidades inseguras sobre carros inestables en pistas diseñadas con el máximo peligro en mente. No es la idea de diversión de todo el mundo, pero como dice Ms. Judy, “se te mete en la sangre”.

@ThatWinkler