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Cultură

Reforma Laboral: Gatitos en cajitas

Lo que tengo que pensar para no cometer una matanza en mi oficina

Eleonor Hindley es una moza de sumo buen gusto que, como penitencia por sus pecados, trabaja de secretaria en una oficina de Cornellá. Cada dos semanas escribirá para nosotros sobre una faceta de la apasionante vida cultural de sus compañeros de trabajo. Y así hasta que nos aburra, la echen o se suicide.

Después de tantos días de fiesta, llega el momento, justo antes de irte a dormir, en que recuerdas que mañana tienes que volver a trabajar. Y no sé para vosotros, pero para mí es un puto infierno, un puto infierno lleno de gente que debería estar cobrando el 33% de lo que cobra.

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Cuando explico anécdotas de mi trabajo, la gente me dice que exagero al quejarme de que las comidas de Navidad de mi empresa se celebran en el bar donde cada día desayuno, con el mismo jodido mantel individual blanco con ribetes azules y su Buen Provecho en cuatro idiomas diferentes.

Dicen que exagero cuando explico que hasta 6 veces he tenido que dejar notas pasivo-agresivas en la nevera porque hay alguien que parece confundir la leche de soja que lleva mi nombre escrito, por la suya. Lo mismo con los yogures y más de una vez con el aceite. No estoy insinuando que trabaje con analfabetos que no saben diferenciar los objetos ajenos de los propios, no, yo nunca lo haría, no.

Un día cualquiera en mi oficina consiste básicamente en llegar y prepararme mentalmente para gente hablándome cuando ni siquiera he colgado la chaqueta. Tengo muy buen despertar y hasta que entro por la puerta mantengo el optimismo de que puede ser un buen día, pero de repente cuando estoy encendiendo el ordenador alguien viene contándome que la impresora lleva 10 minutos atascada… Pensando en gatitos saliendo de cajas de cartón, le contesto que no hay problema, que en cuanto me quite la chaqueta, gracias, miraré que le pasa. Y no pasa ni un cuarto de hora, que otras 4 personas vuelven a decírmelo.

Pero no pasa nada, sonrío pensando en más gatitos, y cuelgo junto a la impresora un cartel “La impresora ya está arreglada. En un futuro si alguien no se ve capacitado de tirar de la palanca roja y sacar la hoja atascada, que no dude en preguntarme.”

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Y de ahí hasta la hora de comer tengo que vigilar que gente adulta no robe material de oficina cada vez que voy al lavabo (en serio, tengo que enterarme de si hay algún nuevo tipo de fetichismo por los lápices o los post-it, o es que hay algún mercado negro en el que las gomas de borrar equivalen a barras de pan), que dos de los diseñadores gráficos no se insulten a grito pelado utilizando el Loquendo, o que la gente no se emocione poniendo Kiss fm porque en la otra punta de la oficina están con Flaix fm y aquello parece los lavabos del Malalts de Festa…

Oh, y rezar porque no venga el transportista con mirada de querer despellejarme y llevar mi piel como vestido, fijo que en su camioneta lleva el Goodbye Horses de camino a recoger mi valija.

Después de la mediana de sobremesa, tengo una hora de felicidad y pasotismo absoluto. Hasta que llegan las 17h, empieza la cuenta atrás para volver a casa, y me da la bajona. Entonces saco la pelotita antiestrés, y aguanto como puedo la sonrisa cuando escucho las conversaciones con manos libres a menos de 2 metros de mi mesa.

Llegado a este punto de hastío, ya puedo decir que echo de menos servir cervezas a oficinistas de clase alta que intentan ligar contigo a la hora de comer, mientras les preguntas si van a querer café o postre.

Al menos a estos no tenía que aguantarlos borrachos en las cenas de Navidad, dándolo todo con Shakira y tener que mirarles a los ojos al lunes siguiente. Y el martes. Y el miércoles y el jueves y…

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