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especial ficción 2012

Una desafortunada intrusión

Sherlock Holmes se había apostado como “capitán” de una “vigilancia del vecindario” que él mismo había iniciado.

Ilustraciones de JMF Casey

Una misteriosa figura encapuchada entró en el jardín

'E

ra una despejada noche de brillante luna, y aun así Holmes parecía desconcertado y molesto, como por obra de fantasmas. Era evidente que el Gran Investigador no era él mismo, pues se paseaba nerviosamente arriba y abajo sobre la alfombra persa de su sala de

estar, de modo que le pregunté si sus famosas migrañas se habían cobrado tributo en su estimado cacumen.

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“No, Watson”, dijo Holmes, “no me duele la cabeza, amable señor, ¡pero ciertamente estas sombras y susu- rros que revolotean y destellan en torno a mí me tienen quisquilloso y preocupado! Se me ocurre recurrir de nuevo a la medicación que me prescribió usted no más temprano que ayer”.

Como médico privado de Holmes, yo había tomado la responsabilidad de prescribirle una nueva tanda de éteres y polvos que aliviaran su consternado rostro, en particular suministro para todo un mes de su preciada cocaína, procedente de un lote que mi suministrador, el respetado boticario Marks & Worthler, en el número 2 de London Lane, me había asegurado que era especial- mente pura. Cuando las temblorosas manos de Holmes descubrieron su tesoro detrás de su librería, quedé bo- quiabierto por lo que vi.

“¡Holmes, le han robado!”, exclamé.

Holmes, atenazado por un súbito estado de agitación, replicó: “¡¿Qué me han robado, Watson?! Rápido, señor, ¿qué me ha sido sustraído? ¡¡Pues nada veo que falte, y soy un maestro de la percepción!!”

“¡La cocaína!”, balbuceé yo. “¡Menos de un día desde que fue prescrita y falta más de una semana de prescripción!”

Mi intranquilidad no hizo más que crecer, pues mi comentario recibió como respuesta una risotada algo trastornada de Holmes. “¡Esto no es un robo! A menos que me haya robado a mí mismo, viejo Watson! He estado inhalando como un gorrino enloquecido tras una rica veta de trufas. ¡Ahora, si se relaja un poco, me administraré otro poco inmediatamente!”

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Dicho esto se preparó una abundante raya del medi- camento. Esperé para mis adentros que eso le calmaría los nervios, y tras inclinarse e inhalar se quedó de re- pente en silencio, pero su cuerpo se agitó y sus ojos se abrieron de par en par de un modo, me pareció a mí, antinatural, incapaces de parpadear, pestañear o des-

cansar. Holmes se colocó al lado de la ventana, con la mirada fija en su pequeño patio, observando desde su posición privilegiada su jardín, compartido en tres de sus lados por amistosos vecinos. Mis propios pár- pados estaban temblando, pues había tenido un ata- reado día de consultas y prescripciones de cocaína.

Percatándose de mi esta- do de preocupación, Holmes propuso, “Descanse usted, Watson. Yo permaneceré aquí alerta para asegurar- me de que ningún extraño irrumpe para perturbar su sosiego o practicar van- dalismo en la pequeña comunidad vallada de este vecindario”.

Este comentario me pareció un nimio disparate, puesto que nunca hasta ese momento habíamos tenido vándalos o intrusos de ninguna clase, y de haberlos tenido –puede que algún tipo haciendo del patio un atajo para llegar a su casa tras una excursión nocturna–, bueno, no habría sido motivo de gran preocupación. Holmes, no obstante, era el más sabio de los dos. De eso estaba seguro. Y re- cientemente se había apostado como “capitán” de una “vigilancia del vecindario” que él mismo había iniciado, de modo que asentí alegremente y de ahí me deslicé en un sueño agitado que terminó de la más abrupta de las formas, el griterío de Holmes llamando a las armas.

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“¡Pero qué demonios, Holmes!”

“¡Watson! ¡Despierte, gato durmiente! ¡Un fisgón! ¡Entre nosotros! ¡Debemos averiguar su identidad de inmediato!” Holmes parecía nervioso mientras continuaba diciendo cosas por el estilo. Una simple mirada me informó de que la bolsa de cocaína había sido desprovista de una percep- tible cantidad de gránulos desde su última inhalación, ¡y apenas habían transcurrido unas horas! “Pero Holmes, ¿qué me dice? ¿Un fisgón en su jardín?

¿Qué motivo de alarma es este?”, pregunté. “¡Le digo que lo he visto!”, continuó Holmes. “¡Una desvalida, misteriosa, encapuchada figura! ¡Justo ahí, pasando por nuestro recinto cerrado, traspasando estaba! ¡Debemos encontrarle y poner solución a esta egregia

afrenta! ¡Coja su abrigo, viejo amigo!” En unos segundos me había puesto el abrigo y alcan-

zado la puerta, a pesar de mi confusión, pero titubeé cuando vi a Holmes demorándose para coger y cargar el rifle Winchester que había colgado en la pared.

“¿Para QUÉ es eso?”, le pregunté señalando con el dedo.

“¡El intruso puede instigar violencia y quiero estar preparado!”, declaró Holmes inclinándose para otra inhalación de la cocaína en veloz desaparición.

“Cálmese”, rezongué. “Tenemos que hacer que dure, ¿no cree?”

“¿Qué es este ‘tenemos’?”, restalló su rápida len- gua. “¡Adquirí esta cocaína con mis propios billetes! ¡Controle su propia reserva! Sé lo que estoy haciendo”.

Y salimos para aventurarnos en la noche.

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Holmes estaba preso de una ner- viosa excitación y yo apenas podía seguir el paso vivaz de sus pies, lengua y cerebro. Me narró sus pensamientos, ¡pero era un galimatías!

“¡Nadie irrumpe en mi jardín! ¡Despacharé este asunto enseguida! ¡Alguien va a cenar esta noche perdi- gones de plomo, declaro!”

“¿Quién era ese intruso, Holmes? ¿Qué es lo que debería estar buscando?”

“¡Llevaba capucha, como le he dicho, y merodeaba despreocupa- do, dando sorbos de un tazón de té y picoteando de un

paquetito de coloridas pastillas compradas sin duda en la botica noc- turna! ¡Deprisa!”

“¡Holmes, ese tipo no parece peligroso en lo más mínimo! Más bien alguien inocuo cuya presencia de- beríamos sentirnos perfectamente libres de ignorar y permitir pasar…”

Pero mi argumento recibió una llamada al orden por los repetidos estallidos del Winchester que Holmes suje- taba con sus garras nudosas. Delante de nosotros, a unos cuantos ladrillos de distancia, la figura de la capucha se derrumbó; ¡los disparos de Holmes habían hecho su trabajo! Nos pusimos a la altura de la figura moribunda, el té escurriéndose del tazón, las pastillas esparcidas entre los rosales.

“¡Pero qué demonios, Holmes!”, empecé. “¡Este hom- bre sólo estaba yendo hacia su casa! ¿¡Por qué le ha disparado!?”

Holmes observó a la figura tendida, respirando a rachas, silencio en sus ojos, un rastro de restos de cocaína sobre su labio superior. No respondió a mi última pregunta, como tampoco a las de los agentes de Scotland Yard, cuya consternación fue eco de la mía. Por suerte, el policía de guardia esa noche era amigo y antiguo compañero de colegio de Holmes, y el Desafortunado Intruso, perteneciendo a una clase más baja que la de nuestras estimadas personas, no mereció de él el grado de investigación y acción judicial que se le reservaría a un lord.

Y aunque nunca pude desentrañar los cómos y los porqués de éste, el más misterioso de los sucesos, lo atribuí a la intrépida inescrutabilidad de Holmes, esa que poseen todos los genios, y, también, a que probablemente estaba una pizca encocado.