Arriesgando la vida por una de las más feas y deliciosas criaturas del mar

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Arriesgando la vida por una de las más feas y deliciosas criaturas del mar

Fui con un percebeiro, en "la costa de la muerte" en Galicia, para aprender del oficio más peligroso en la industria de los alimentos.

En la región costera de Galicia, al noreste de España, hay una legión de pescadores que arriesga su vida todos los días. Ellos enfrentan la muerte en el intento de conseguir el crustáceo más horrible, prehistórico, y delicioso: el percebe.

Son las 4:00 p.m. de un día soleado con mucho viento. La temperatura es agradable en La Coruña, sólo 23 grados centígrados. Tengo una cita con Amable Pérez, uno de los percebeiros más conocidos de la ciudad. Aprendió el oficio a los 13 años; hoy, a sus 41, la crisis económica del país está dificultando mucho su trabajo y el de sus "colegas". Ya no es como en los ochenta, cuando los percebes alcanzaron los niveles de precio y demanda más altos de la historia.

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"Todos los años muere un percebeiro. El riesgo es muy grande y hay algunos que se esfuerzan demasiado y tienen la desgracia de no contarlo. Algunos no saben ni nadar, imagínate", me cuenta Amable. Pero los riesgos no afectan el precio del producto; son las estaciones y la disponibilidad de los percebes en el mar lo que hace que sean más o menos costosos. Si hay pocos, los precios suben, aunque los que ganan más son los vendedores, que los venden al menos, al doble de lo que pagaron al percebeiro. Durante ciertas épocas del año, como en vísperas de Navidad, un kilo de percebes puede alcanzar los 350 euros (al rededor de 1 millón de pesos).

El percebe es muestra de que la calidad de un producto no radica (al 100 %, al menos) en su apariencia, pues es el fruto del mar más feo del mundo: parece un alien al que le gusta incrustarse en las rocas. Su magia está en el sabor, es lo más parecido a comer mar. La criatura es hermafrodita y tiene dos sistemas productores: masculino y femenino. En efecto, lo que nos comemos es su sexo.

Existen varias formas de recoger percebes, pero Amable me dice que la mejor es la de "inmersión submarina", pues los especímenes más ricos están debajo de las rocas". También está la técnica clásica, llamada "a pelo", donde se usan solamente algunas herramientas y fuerza. Hoy, Amable me enseñará qué tan peligrosa es ésta última.

Mientras conducimos hacia la zona donde hará el trabajo, Amable me cuenta del furtivismo, es decir, la recolección ilegal de percebes. "Hay clanes organizados y violentos que no están legalmente registrados como percebeiros. Ellos no respetan los tiempos de recuperación lógica del percebe: quieren hacer dinero rápido, rompiendo la ley, mientras nosotros pagamos un montón de impuestos. El camino legal, sin embargo, también tiene sus complicaciones, pues sólo tenemos unos días al mes para trabajar y puede ser que ese día el mar esté picado o que en la zona de permiso no haya percebes. Es complicado, a veces la ley te empuja a ser ilegal", dice.

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Continúa reflexionando mientras vamos en el carro. "Ser percebeiro es algo difícil. Hace menos de un mes uno de nosotros murió ahogado delante de sus compañeros, quienes no pudieron hacer nada por él. Al parecer se puso nervioso y eso es lo que nos traiciona: el miedo". Es habitual encontrarse cruces blancas en algunas zonas de la costa gallega que indican que allí murió alguien practicando este oficio ancestral. Por eso la llaman "la costa de la muerte".

Hace un año, Amable protagonizó los diarios de la región porque salvó a un percebeiro que estaban siendo tragado por el mar. "No sabía si era legal o furtivo, pero no dudé en ayudarlo, pues soy un ser humano antes que cualquier otra cosa", me cuenta orgulloso.

Llegamos a la zona de Mera, a unos 10 kilómetros de La Coruña, donde está uno de los cientos de faros erigidos en la costa. Veo otros percebeiros esperando a que el mar se calme. "El mar de hoy no es muy bueno, la marea está muy alta, pero aún así podemos bajar a ver qué encontramos", dice Amable.


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Desde el faro la vista es majestuosa: La Coruña se ve limpia y la gran Torre de Hércules, al fondo, se levanta orgullosa junto al horizonte. Los demás percebeiros se van, creen que en esa zona no habrá nada. Amable no se echa para atrás y me dice que lo siga por una peligrosa bajada. "Ten cuidado ¡eh!, no te me vayas a matar antes de llegar", me dice medio bromeando, medio en serio. El camino es peligroso, y cualquier paso en falso me hará rodar hacia abajo. Sí, hay riesgo de morir.

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Amable va caminando rápido, acostumbrado a bajar pendientes rocosas. Va vestido con su ropa de neopreno, preparado para las gélidas aguas del Atlántico, una malla pegada a su cuerpo donde meterá los percebes cazados y la "rapa", una lanza de metal con punta plana que es fundamental para "raspar" el percebe de las rocas.

Aunque suene extraño, muchos de estos cazadores no saben nadar. El truco, según Amable, es "no dejar nunca de ver el mar detrás de ti. Si te descuidas un segundo, una ola puede empujarte y llevarte donde ella quiera".

Seguimos bajando y me señala una punta de rocas donde las olas chocan violentamente, el sonido del mar es ensordecedor. "Allí voy a ir", dice, y pienso que hay que estar bastante loco para hacer lo que él hace. Pero nada en su carácter lo delata como alguien desequilibrado. Todo lo contrario, de hecho.

El mar está bravo y bastante picado. Hay olas hasta de cinco metros. "Voy a pasar hacia ese lado", me dice. Con rapidez salta y llega nadando hacia una enorme roca que despunta y donde el mar azota sin clemencia. Veo que se ata con una cuerda a una piedra mientras con la rapa agarra algo que, supongo, son percebes. Llega una ola y lo golpea, pero él está como si nada. Así un rato. De pronto lo pierdo de vista durante unos cinco minutos. No entro en pánico, pero casi. Allí solamente estamos nosotros dos. Aparece al rato entre otras rocas y lo veo de nuevo atar la cuerda para tener asidero en caso de resbalarse. Lucha contra las mareas, mete en la malla percebes, mira hacia el mar y sabe que una ola romperá. Se protege. Y así durante otro largo rato, jugando con la ira del mar. Es como si el mar no lo dejara apoderarse del extraño marisco.

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Después de hora y media, Amable decide regresar. Lo veo cansado, y algo consternado mientras sube las rocas. "Hoy para mí ha sido un día perdido, en lo económico quiero decir", me dice. "No recolecté suficientes percebes para llevarlos a la lonja de La Coruña (el mercado principal de la región)". Me muestra la red atada a su cintura. Lo que a mí me parece una buena cantidad, para él es muy poco. Me da a probar uno. Siento que el mar se apodera de mí, comenzando por mi paladar. "Dale, tómalos y haz una buena comida con tu familia", me dice.

Regresamos por donde llegamos. Le agradezco su tiempo y su regalo y nos despedimos.

"Entrar en el mar es lo mejor que me puede pasar", me dice antes de marcharse. "Pero arriesgas tu vida cada vez que bajas", respondo. "Sí, lo sé", añade, "pero es una pasión. No me da miedo, me da placer. Me proporciona esa felicidad chiquita del día, pero me dura toda la vida".

Este artículo fue publicado originalmente en Munchies, nuestra plataforma dedicada a la comida.