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El origen del lamentable arte de tirarse a la piscina

En Inglaterra existe una condena social unánime a los futbolistas que hacen teatro. La pregunta es ¿de dónde viene la tradición de tirarse a la piscina? La respuesta, aquí.
All illustrations by Henry Cooke

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La calidad de la Premier League, la autoproclamada "mejor Liga del mundo", ha mejorado enormemente en los últimos años gracias a la búsqueda de los mejores jugadores, entrenadores y métodos extranjeros. Ahora, la rabona cohabita pacíficamente con el pelotazo arriba, pero existen algunas aportaciones extranjeras que nunca serán bienvenidas. Y ninguna será tan condenada como tirarse a la piscina. O dejarse caer en el área.

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En Gran Bretaña no hay nada más aberrante que un futbolista simulando haber sido objeto de un penalti o de una falta imaginaria. Su reacción a la sobreactuación es tan fulminante que no da lugar a la repetición o la reincidencia. Existe un consenso moral sobre cómo perseguir a quien incurre en tan despreciable comportamiento.

Claro que, si hay que ponerse en la piel del abogado del diablo, la pregunta es: ¿es justo ser tan intolerante con los piscinazos? ¿Qué pasaría si se le concediera una significación moral a su ejercicio? ¿Nos estaremos equivocando al ser tan implacables? La respuesta a esta y otras muchas preguntas está en Latinoamérica.

Todas las ilustraciones de Henry Cooke

Al igual que pasó en Italia, sucedió que los expatriados británicos se llevaron el fútbol a Latinoamérica y fundaron clubes híbridos en Argentina. Aquellas florecientes instituciones buscaban recuperar el sabor de casa en el exilio, y para ello permitieron la llegada de nuevos jugadores para que se socializaran, para que mezclaran con otros jugadores británicos y en otros disciplinas deportivas, tales como el cricket. Fue entonces cuando el fútbol se convirtió en una práctica que no dejaría de propagarse como al pólvora entre River Plate y más allá.

Las reglas y las regulaciones del fútbol pronto serían enraizadas, claro que las virtudes corintias que acompañan al juego no serían seguidas de la misma manera en Latinoamérica. Es posible que el continente tuviese cierto apetito por deportes ancestrales, pero allí ya existía su propia versión de según que lances del juego. Existía la llamada "viveza criolla".

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Se podría traducir como "astucia local", y se trata del arte de embaucar; una forma de inteligencia que según las palabras del antropólogo Eduardo P. Anchetti alienta "el engaño como arte allí donde sea necesario". Sería lo opuesto a lo que los británicos bautizaron en su día como el "fair play"; no solo se trata de la raíz de una forma de teatro, sino una manera de simular artística que se asocia a los futbolistas sudamericanos.

Para entender lo que es la viveza criolla es preciso viajar a las España del siglo XVI, y a la popular literatura picaresca. Se trató de un género literario basado en la novela de ficción, que deslizó todas sus proclamas y sentimientos subversivos y contrarios al establishment de la época a través de la figura del personaje del pícaro — a la postre un absoluto héroe de barro — quien desafía a las instituciones como la iglesia y la monarquía, y a las clases bienestantes que lo aplastan, con una sola arma: su ingenio.

Si trasladamos la historia al terreno de juego, la figura del pícaro se destaca por su habilidad para driblar y fintar, rasgos que han sido universalmente admirados e imitados. Claro que, de la misma manera que sucede con los piscinazos en el fútbol, la viveza criolla es una forma de elevar a la categoría de arte la mera treta del engaño. Así que la cadena de engaños que vinculan al regate con los piscinazos son fundamentales a la hora de debatir si la reacción de los británicos ante el teatro en el terreno de juego importado desde Latinoamérica es justo o no lo es. Así mientras en Latinoamérica ambas son prácticas que van de la mano, en Inglaterra hay una práctica que se considera correcta (driblar), y otra que se considera nociva (tirarse a la piscina).

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La percepción ultra moralista del juego británico dispone una serie de "formas correctas" de hacer las cosas, con el inevitable rasgo de soberbia inherente a cualquier sistema que alardea de ser "el correcto". No se trata de algo únicamente presuntuoso, sino que además es antes la excepción que la regla: no son solo los latinoamericanos quienes desafían a las reglas como norma. En Italia, por ejemplo, la viveza criolla se conoce como — furbizia — y al igual que sucede en Argentina, alienta a los futbolistas a coquetear con el engaño.

Digamos que el espíritu de la viveza criolla es el mismo que lleva a Messi a caracolear con la pelota hasta despistar a su marcador. Sin embargo, la furbizia, tal y como explica el escritor italiano Andrea Tallarita "es distinta al resto de tretas, puesto que es la única que se hace sin pelota".

La furbizia se expresa no solo en tirarse a la piscina, sino en faltas tácticas, en rápidos tiros libres, y en elaborados pérdidas de tiempo. O en putear a Zinedine Zidane hasta convertirle en un delincuente. Marco Matterazi demostró ser uno de los espadachines más sofisticados de la furbizia; es posible que no pensara todo lo que dijo; simplemente se regaló un baño de florituras verbales humillantes, una treta en la que el futbolista más brillante de su generación cayó de cuatro patas.

Zinedine Zidane ve la tarjeta roja ante un pícaro Gennaro Gattuso durante el mundial del 2006. Foto REUTERS/Kieran Doherty

En cualquier caso ni la viveza criolla ni la furbizia son tretas que sean bienvenidas en Latinoamérica o en Italia; sus más acérrimos detractores condenan que su existencia legitima formas de corrupción tanto en el terreno de juego como fuera de él. Según el profesor John Foot, autor de "Calcio: una historia del fútbol italiano", "el engaño sobre el terreno no se ve necesariamente como algo moralmente negativo, sino como una forma de saltarte una cola… o de no pagar tus impuestos íntegramente". Sin embargo, si la furbizia y la viveza criolla se manifiestan de manera masiva, entonces, desvirtúan el sistema, unas reglas cuyo funcionamiento descansa en su cumplimiento.

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Según el rotativo The Economist el espíritu de la viveza criolla fue uno de los acicates que apuntaló la populista política económica de la ex presidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, imputada por varias causas de malversación criolla. Cristina creyó que su país "podía jugar con sus propias reglas, antes que seguir la economía del resto del mundo". Claro que lo que funciona en el terreno de juego, no funciona en el escenario económico internacional. Cristina niega ahora los casos de corrupción que se le imputan, además de su participación en el asesinato del juez Alberto Nisman.

Fernández de Kirchner se niega a confesar, otro de los aspectos más representativos de la astucia argentina, y uno de los motivos por los que en Gran Bretaña se odia a los piscineros. Curiosamente, la mayoría de los que se tiran a la piscina niegan haber incurrido en falta alguna, y mucho menos se disculpan por lo que hicieron. ¿Por qué? Pues porque en palabras de Andreas Campomar, autor de Golazo "escapar al castigo equivale en muchas maneras equivale a hacer trampas".

Eso es algo que Luis Suárez ya demostró cuando se negó a reconocer que había mordido a Georgio Chellini ("Me he desequilibrado"), y en la manera en que Sergio Busquets acostumbra a salir indemne de su interminable catálogo de caídas imaginarias. Cuando al centrocampista del Barcelona se le pregunta por sus inexplicables pérdidas de gravedad, este saca al pícaro que lleva dentro: "No estoy actuando… Simplemente estoy siendo listo". Para todos aquellos que tengan estima por jugar limpio, esta ausencia de disculpa resulta, cuando menos, indignante. Claro que eso sucede, especialmente, siempre que insistimos en entender el juego en términos de lo que está bien y lo que está mal.

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La actitud de Busquets resulta más comprensible cuando uno considera cómo se toman las confesiones de un piscinero fuera de las fronteras inglesas. Durante la temporada 2004-2005 el italiano Gianlucca Zambrotta, fue castigado por el comité disciplinario italiano después de tirarse flagrantemente a la piscina y conseguir que se pitara un penalti a favor de la Juventus, su equipo de entonces.

Pese a todo, el delito de Zambrotta no fue el acto de tirarse a la piscina en sí mismo, sino la inesperada confesión que le siguió. Su error, según el profesor Foot, consistió en reconocer públicamente que había hecho trampas, cuando, en realidad, no tenía nada por lo que disculparse.

No existe evidencia alguna que sugiera que la viveza criolla sea un elemento necesario para aquellos que buscan conquistar la victoria. A fin de cuentas, algunos de sus embajadores más infames — Maradona, Busquets o Matterzi — no solo acumulan elogios por doquier a su fútbol, sino que han ganado todos ellos el mayor título del fútbol global: el Mundial.

Igual los ingleses deberían disminuir un poco la revulsión que crean en las islas los pícaros. A fin de cuentas, el inglés no tienen ninguna autoridad moral sobre las prácticas globales de un deporte auténticamente planetario.

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