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Fotografías verbales

Para seguir siendo carnívoro

COLUMNA. En medio de un hato ganadero en los Llanos Orientales, fui testigo de un acto que puso a prueba mi gusto por la carne. Crónica corta.

El novillo fue separado de la manada desde la noche anterior. Lo ataron a un árbol de mango que le da sombra a un kiosco. A la mañana siguiente vimos cómo ordeñaban las vacas, cómo separaban las terneras de sus madres para marcarlas con la huella incandescente, y vimos a los vaqueros llaneros aproximarse cabalgando en la lontananza.

A media mañana pasé desprevenidamente junto al novillo amarrado al palo de mango. Aunque yo no lo había notado, el escenario estaba dispuesto. Junto al palo sobresalía una plancha de cemento de unos dos metros cuadrados delimitada por el pantano. Y en el kiosco estaban las mesas de madera gruesa con las macanas y los ganchos. Apenas me notó a una distancia amenazante, el novillo se sacudió. Se apoyó bruscamente en sus patas abiertas y levantó el cuello. Me siguió con sus ojos negro brillante y trató de alejarse lo que el amarre le permitió. Fueron movimientos inusuales. Si dentro del corral todo el ganado se dejaba contemplar de cerca y tocar, ¿por qué este novillo se encontraba tan prevenido o en alerta?

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Me encontraba junto a varios fotógrafos en un hato ganadero de los Llanos Orientales, en el departamento de Arauca, al pie del borde fronterizo con Venezuela. Dos mil y pico de hectáreas, mil y pico de cabezas de ganado. Le hice aquella pregunta al dueño que era un hombre de ojos claros, piel blanca canelada por el sol, en unos sesenta años, con un apellido de ascendencia italiana: Caroprese. Me contestó con otra pregunta: "¿Y quién no estaría bravo si lo tuvieran amarrado toda la noche?".

Criado desde niño en la vida ganadera, Caroprese caminaba a pie limpio entre la baldosa de la casa y el tierrero de los potreros. Con un sombrero y una camisa de puño ligeramente arremangada, se expresaba con seguridad y paciencia. Así que le creí toda su respuesta. Pero pocos minutos después me asaltaron las dudas.

Luego de que los vaqueros se apearon de sus caballos y saludaron a la familia y al patriarca, se acomodaron en torno al novillo amarrado. Eran cuatro. Dos jóvenes, digamos en los veinte años, y dos muy adultos, digamos mayores de cincuenta. Mientras el más experimentado nos llamaba para agruparnos en torno al novillo, los otros tres lo doblegaron con movimientos recios y cuerdas de nudos indescifrables.

Vi caer el novillo al suelo y sacudirse unos segundos con la fuerza que le quedaba. De patas y cola amarrada, lo empujaron hasta la plancha de cemento. Reducido por completo, sólo pudo lanzar un mugido lánguido. El vaquero más experto le cogió la trompa y en un giro en diagonal le dejó el cuello expuesto. El vaquero se agachó y pasó su mano desde la trompa hasta el tórax del animal deteniéndose en las curvas del cuello. "Así es que se prepara el novillo para el sacrificio", dijo y explicó que lo habían amarrado al palo de mango desde la noche anterior para que la carne fuera más gustosa, que le iban a hacer una incisión profunda en la arteria yugular para desangrarlo. Era la manera de que los músculos, es decir la carne de consumo humano, se vaciara de sangre. El vaquero se irguió y nos mostró el cuchillo. Una hoja de tres dedos de ancho por unos treinta centímetros de largo. Señaló el punto donde lo iba a cortar y me fui.

Veinte minutos más tarde volví. Mis compañeros continuaban tomando fotografías. El novillo ya estaba muerto y un lago de sangre inundaba casi toda la plancha de cemento. Esos ojos negros brillantes que habían seguido mis movimientos con alarma ya estaban apagados. Uno de los fotógrafos me preguntó a manera de reclamo: "¿Te fuiste y no viste el sacrificio del animal?". Le dije que sí. "¿Por qué?". Le dije: "para seguir siendo carnívoro".

Foto por Juan Miguel Álvarez.