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deporte y esperanza

Deportes en la Jungla de Calais, la versión francesa de la valla de Melilla

La vida es muy dura en la Jungla de Calais, el improvisado pueblo de migrantes ubicado a unos pocos kilómetros del túnel del Canal de la Mancha. Los deportes y los juegos ofrecen un poco de distracción a sus maltrechos habitantes.
All photos by Andy Jones

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Relatos de violencia nocturna, choques con la policía y gas lacrimógeno sugieren que el improvisado pueblo de migrantes ubicado en Calais, Francia, es un lugar hostil. Las autoridades francesas intentan contener por todos los medios a los refugiados desesperados que intentan huir de esa superpoblada Jungla para escapar hacia la esperanza que representa el Reino Unido.

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Cada día, la policía gala pasa horas intentando reducir las manifestaciones de los migrantes, especialmente las sentadas en las carreteras que se dirigen al túnel del Canal de la Mancha, mientras estos hacen lo posible por exponer su situación al mundo e intentar que les permitan cruzar el brazo de mar que les separa de las Islas Británicas. Son unas 6.000 las personas que viven en la Jungla: su único objetivo es huir del lugar en el que están confinados.

Uno de sus principales enemigos es el inevitable aburrimiento. ¿Inevitable? Bueno, quizás no del todo.

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Cuando un gran número de hombres y mujeres —muchos de los cuales con educación superior— se ven obligados a permanecer dentro de un gran vertedero tras haber viajado miles de kilómetros en busca de una vida mejor, es normal que la miseria se haga insoportable. Sin embargo, dentro de la llamada Jungla de Calais existe una gran camaradería: para huir de la locura, muchos giran su cabeza hacia los deportes.

"Juego bonito, vida terrible"

No sorprende que lo que más une a los migrantes sea el fútbol. Desgraciadamente, aun encontrándose en el campo, hay muy pocos espacios libres en la Jungla. La zona es un caos de tugurios, matorrales y tiendas: cualquier pequeño espacio susceptible de ser ocupado ya lo ha sido previamente.

Los sudaneses, que se pirran por el fútbol, a veces saltan algunas vallas y juegan entre ellos en un campo municipal. Si no, dan toques dentro del campo, evitando pisar las tiendas y a los demás ocupantes del campo —o, al menos, intentándolo.

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Khaled, que viajó de Sudán a Francia pasando por Libia, era jugador de Segunda División en su país. Me contó que huyó de su pueblo después de la muerte de sus vecinos en un bombardeo. "Soy un centrocampista creativo", me explica Khaled. "Como Fàbregas. Cuando jugamos al fútbol, todo el mundo se une. Sin embargo, algunos están enfermos y otros son viejos: no todo el mundo puede jugar".

"Me encontré el balón aquí, la verdad. Cuando la soltamos, toda Mamá África viene a jugar: no hay guerra, no hay política. Sólo fútbol".

La pelota abollada que Khaled encontró en la carretera por casualidad se ha convertido en la posesión más preciada del grupo. Khaled me invita a pasar a su tienda para compartir un café súper-dulce y hablar de fútbol y me cuenta cómo los deportes unen a la gente de la Jungla: "Me encanta el fútbol. Es de lo que más hablamos. Estoy desesperado por llegar a Inglaterra: sueño con encontrar un trabajo allí… ¡y quizás así ganar lo suficiente como para ver jugar a mi equipo, el Chelsea! Quiero ir a Stamford Bridge y ver a Diego Costa, a John Terry, a Fàbregas, a Mourinho".

En otras partes del campamento, los migrantes de otras latitudes se dedican a otras especialidades. "Los afganos se dedican al críquet y al balonmano", explica Dom-Dom, un asistente social que trabaja en el campo. Cada día trae comida para los migrantes; hoy incluso ha traído una vieja pantalla de cine para que la gente pueda ver películas antiguas. "En Afganistán, debido a lo escarpado del terreno, es muy difícil construir campos de fútbol; el críquet, que solo requiere una pelota y un bate, es mucho más sencillo. Aquí, el vóley es el otro gran deporte".

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Mientras me cuenta todo esto, vemos cómo un gran grupo de hombres afganos de todas las edades —desde adolescentes hasta sexagenarios— disputan un energético partido de vóley. Una línea temblorosa dibujada en el suelo hace de red.

"Una de las características de los afganos es que si se encuentran con otros afganos fuera del país, serán sus amigos inmediatamente", me asegura Mohamed, un joven de 18 años procedente del lejano país asiático. "Si hablas pashtún, eres mi amigo. Hemos tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí y tenemos mucho tiempo para hacernos amigos".

Mohamed se enciende un cigarrillo que ha liado él mismo y me sigue contando por qué está aquí en Calais. "¿Quién vino y destruyó nuestras vidas? Europeos. Americanos. No había problemas en mi vida hasta que ellos llegaron. Nos destruyeron la vida en Afganistán y ahora quieren destruírnosla aquí también. ¿Vendríamos aquí si la vida en nuestro país fuese buena? Está claro que no, ¿no?".

La Jungla: un juego de vida y muerte

Muchos migrantes han sufrido lesiones graves intentando llegar al Reino Unido por el túnel del Canal. Por todas partes vemos a hombres y mujeres con brazos o piernas rotos, el resultado de haber caído de trenes o barcos… o de las vallas que delimitan la Jungla. Como si de la valla de Melilla se tratara, en Calais también hay una frontera de alambres de espino: es el 'Anillo de Acero' de la Secretaria del Interior del Reino Unido, la conservadora Theresa May. Los heridos se sientan sombríamente en el suelo, con bolsas de plástico sobre sus miembros enyesados, resignándose a ver a los demás jugando a fútbol.

Mientras intenta hacer funcionar un minúsculo altavoz para que los refugiados más jóvenes puedan escuchar música, Dom-Dom me cuenta más sobre los migrantes. "Puedes ver un montón de hombres y mujeres con lesiones graves. No solo se lo hacen intentando subir al tren; a veces caen desde las barreras. Yo mismo he llevado a hombres jóvenes en brazos porque se habían roto el tobillo. Caen en la oscuridad o les atropella un coche". Me señala a un hombre cercano: "Mira: este se rompió la pierna de una forma horrible y quedó a la intemperie toda la noche. Le recogí con el coche y le llevé al hospital".

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Otros no han tenido tanta suerte. Hassan, de 25 años, huyó de su casa en Pakistán cuando los fundamentalistas islámicos atacaron su pueblo. "Vinieron armados y tuvimos que escapar. Llegué aquí a Calais hace cinco meses. Vivimos como animales en la selva; bueno, no, los animales seguro que viven mejor", asegura.

"He intentado cruzar muchas veces, pero no he tenido éxito; me he subido en furgonetas y trenes, pero no ha habido manera", prosigue Hassan. "Un amigo mío murió en un tren. Intentó subir a un vagón y lo logró, pero entonces chocó contra una pared de hormigón. Yo estaba con él. Fue el 27 de julio. Se subió al tren y se golpeó contra la pared".

Debido a los esfuerzos constantes por entrar en el Reino Unido —poca gente piensa que la Jungla de Calais está en realidad a un par de horas a pie del túnel del Canal—, uno de los mayores problemas que encontramos en el campamento es la falta de energía. Las ONGs y las colaboraciones de los locales solo alcanzan para servir una comida al día; los heridos o enfermos no pueden mantenerse horas en la cola, así que muchas veces se quedan sin comer.

El deporte se convierte, pues, en un lujo. Las 'tiendas' que uno puede encontrar en el campo —chozas de madera con estanterías sorprendentemente ordenadas— ganan dinero especialmente a base de vender bebidas Monster, un líquido que se ha convertido en el sustituto de la gasolina en el campamento.

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Ahmed, un tendero de 22 originario de Kabul, asegura que inició su pequeña tienda cuando se aburrió de intentar cruzar el túnel del Canal. "Esas latas se venden mucho, sí", explica. "La gente intenta entrar en el Reino Unido todos los días y eso cansa muchísimo, así que recurren a las bebidas energéticas. Antes de salir por la noche para intentar subir a los camiones —un paseo de dos horas—, vienen aquí y compran Monster".

Uno puede encontrar latas de esta bebida energética por todo el campo. De hecho, los restos se van encadenando en la distancia, formando una cadena que llega hasta el túnel del Canal.

En la zona médica de la Jungla, dos hombres se entretienen jugando al futbolín. La mesa está hecha polvo debido al uso; el 'campo', antes verde, es hoy de un color oscuro informe trufado de agujeros. Da la sensación de que las figuras de los jugadores quieran separarse de sus barras de metal y marcharse en cualquier momento.

Me quedo con esa imagen, que define bastante bien los ocupantes de la Jungla de Calais: golpeados y maltratados, pero siempre listos para echar una partida.

Sigue al autor en Twitter: @andyjoneswrites