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Ocio

Pero por el amor de Dios, salid de casa de una vez

Malditos locos, vais a destruir el mundo si seguís viendo series y pidiendo comida a domicilio.
Foto vía el usuario de Flickr uzi978CC BY-SA 2.0

Las gentes de la primera mitad del siglo XXI seremos recordadas por nuestras apasionantes vidas llenas de suculentas experiencias—leedlo entre comillas—. Seremos conocidos por todas esas sesiones infinitas en las que nos encerrábamos en casa y esperábamos a que los pilares de la humanidad —comida, sexo y entretenimiento—se desplegaran antes nosotros de forma majestuosa sin que tuviéramos que hacer el más mínimo esfuerzo.

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Quiero una pizza. [Sonidos de pantalla táctil de móvil]. En 20 minutos tendré una pizza.

Quiero ver Terminator 2. Ahora. [Sonidos o lo que sea que haga Netflix]. Ahí está esa calavera dentro del coche quemado en Los Angeles, el año es 2.029.

Quiero eyacular. [Sonidos de pantalla táctil de móvil; treinta minutos después se escucha un vídeo erótico reproduciéndose y, finalmente, a los tres minutos, se escucha un sonido que podríamos situar entre la vergüenza y el placer].


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La mayoría de la población de este país se dedica al sector terciario, cosa que significa que gran parte de su jornada laboral transcurre entre cuatro tristes paredes de oficina; los más suertudos, disfrutarán de la compañía de una planta de plástico llena de polvo y de una pantalla de ordenador con una foto de ese viaje organizado a Vietnam de hace 18 años; ese viaje en el que todas las personas que coincidieron hicieron muy buenas migas —“es que todos éramos muy de la broma”— y en el que prometieron volver a viajar juntos aunque al final nunca volvieron a repetir un viaje juntos y de hecho nunca más volvieron a hablarse.

Con este panorama, decidimos salir del trabajo y encerrarnos en casa durante las escasas horas que nos quedan del día, esperando a que llegue el pedido de comida de Glovo o esperando a ese tipo llamado Miguel que hemos conocido hace escasos minutos en Tinder y que nos tiene que venir a practicar sexo oral (o esta es la idea). Si lo de Miguel sale mal entonces siempre nos quedarán las series de Netflix o algo.

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Estamos orquestando una vida de absoluta pasividad en la que somos unos simples receptores. Todo viene hacia nosotros y todo entra en nuestro cuerpo mientras nos negamos a aportar nada a este mundo, pues cualquier cosa que creamos que podemos hacer ya lo hace otra persona mucho mejor que nosotros; Instagram ya se ha encargado de que nos demos cuenta de ello y por eso prefiramos no hacer nada y ponernos profundamente tristes y sentirnos completamente inútiles.


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Supongo que los parques y las calles peatonales tienen los días contados, tal como van las cosas, las ciudades y el espacio público serán solamente el medio a través del cual la logística operará para traernos nuestras necesidades a casa. Enjambres de drones y ciclistas con cajas en la espalda pululando por vías casi desiertas trayendo verdura fresca o hamburguesas veganas. Este es el panorama que imagino.

Porque esta vida sedentaria tiene además una buena coartada existencial. Este nesting demencial juega con la estética de una vida sana y saludable. Cuando compramos comida a domicilio no vemos pizzas grasientas ni fideos con glutamato sino bocadillos de aguacate y ensaladas con pipas y mierdas de estas. Cuando nos quedamos un fin de semana viendo series y películas sin salir de la cama no pasa nada porque estamos consumiendo cultura, pues son plataformas que ofrecen “contenidos de calidad”, ya sabéis, las series son las nuevas películas. ¿Era así, no? Al final solo se trata de gente comiendo basura y viendo basura online.

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No podemos huir de eso porque todos estos nuevos sistemas de vida tienen unas ofertas imposibles de obviar (“nos hacemos la cuenta Premium y la compartimos para que varias personas podamos ver series y pelis por cinco eurillos al mes”) y el virus se reproduce sin control, algo que, evidentemente, está dejando secuelas en las condiciones de los trabajadores y generando un nuevo paradigma en el que las viviendas pueden ser auténticos microcubos, pues en ellas no se hace nada excepto abrir una puerta para recibir algo o encender una pantalla a través de la cual accedemos al mundo. Estos cubículos son la pareja perfecta para esta vida ultrasedentaria.


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Puede que este fenómeno sea una especie de regresión, una búsqueda eterna para volver al útero materno, pues decidimos encerrarnos en un espacio claustrofóbico para engullir todo lo que nos ofrece un cordón umbilical que no sabemos exactamente de dónde proviene.

¿Es que no os apetece abandonar durante unas horas vuestros micropisos carísimos y salir a la calle y experimentar las ciudades? No hace falta ir a parques a hacer yoga ni a museos para fingir interés, podéis tumbaros en un banco a beber cerveza caliente pero, por el amor de Dios, cualquier cosa para evitar la muerte de las ciudades. Es que si no salimos a la calle lo más lógico es que al final se cierren las calles. Nos quejamos de que salas de conciertos, bares, restaurantes, librerías o cines sean sustituidos por McDonald’s o enormes Zara pero no nos damos cuenta de que hemos sido nosotros los que hemos tomado ya la decisión. No estábamos yendo a todos estos sitios porque ya nos iba bien consumir lo que nos ofrecían en casa, sin esfuerzo.

Pero no pasa nada, cuando miréis por la ventana y veáis que no hay nada (bueno, solo transportistas de naturaleza mecánica), solo tendréis que seguir haciendo lo que ya estáis haciendo: ver una serie y pedir algo a domicilio. Puede que, al final, lo más lógico sea prescindir de la realidad.