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Ciudad (im)posible

Un centro comercial es una renuncia a la ciudad

OPNIÓN | El nuevo columnista de VICE Colombia se pasea, deprimido, por esos monumentos al consumo que le dan a la gente lo que nuestras ciudades nunca han podido ofrecer.
Ilustración: Mateo Rueda | VICE Colombia

No se puede hablar demasiado de los centros comerciales, los cuales, si nos ponemos filosóficos, parecen ser un reflejo elocuente del estado espiritual de las culturas urbanas contemporáneas. Depredados, entre otras cosas por la economía virtual, en los suburbios y los centros de las ciudades de Estados Unidos, los legendarios malls se desmoronan, produciendo escenarios posapocalípticos fascinantes (como muestra este reportaje de The New York Times).

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Justo al mismo tiempo, un visitante cualquiera de Bogotá (y otras ciudades colombianas) podría pensar que las construcciones más excitantes y más reveladoras del momento no son las torres anodinas de apartamentos y oficinas expulsadas del suelo desde hace años como hongos de ladrillo; ni la renovación de avenidas que ya se deshacen; ni los megaedificios ‘experimentales’ y francamente raros de las universidades privadas; sino los centros comerciales.


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Desde 1976 (annus mirabilis de la inauguración de Unicentro, que, si hemos de creerle a Pedro Gómez y otros ancianos felices, fue una nueva fundación de Bogotá), los centros comerciales se multiplican como conejos. Y ya se calcula que hasta 2020 en Colombia se abrirán más de cuarenta nuevos. Al menos para el caso colombiano, y en gran medida latinoamericano, es muy cierto lo que escribe Beatriz Sarlo en La ciudad vista (2009): “Tirar abajo un shopping center es imposible, porque iría en contra de la época de un modo utópico y revolucionario”.

Cada nuevo centro, con su nombre de tufillo republicano (Centro Mayor, Santafé, Plaza Imperial) o mitológico (Atlantis, Titán, Mercurio), busca ser, en lo que respecta a su arquitectura, más original que el resto. Los centros comerciales evocan naves espaciales al estilo ‘futurista’ setentero, con fachadas blancas y bordes redondeados; juegan a ser ‘posmodernos’, con fachadas de aluminio de curvas imprecisas, techos translúcidos, atrios centrales en vidrio. Pero, obvio, de los centros comerciales solamente son originales las fachadas y los terminados.

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Desde 1976, los centros comerciales se multiplican como conejos. Y ya se calcula que hasta 2020 en Colombia se abrirán más de cuarenta nuevos

Quien va a uno nuevo tiene, consciente o inconscientemente, la confianza de encontrar todo aquello que ya conoce de otros: no solo las marcas, los recorridos y las experiencias habituales (algo entre matar el tiempo, comprar y estar rodeado de gente); ante todo la misma atmósfera reconfortante de seguridad, practicidad, control y limpieza que los centros comerciales ofrecen. Que es —constatación siempre deprimente— lo que nuestras ciudades parecen no estar en capacidad de ofrecer a la mayoría de sus habitantes.

Paso, por decir algo, por la calle 82 entre carreras 11 y 12 en Bogotá, donde, uno frente al otro, dos centros comerciales enormes se compiten la hegemonía del ocio de la zona, y comienzan a crecer en mi alma el aborrecimiento frente a la centrocomercialización de la vida urbana, la definición del paseo en términos de consumo, la solución escapista al estrés que produce la ciudad, y otras ansiedades castrochavistas similares.

Pero de repente pienso en los andenes rotos y chuecos, en las calles temibles, en los parques sospechosos de barrio, en la intensidad alucinante bogotana, etc., y en los viejos con caminador, las adolescentes aburridas, las familias sin plan y sin plata. En fin, en la gente para quien, en medio de la escasez de alternativas, ir a un centro comercial (a comprar o no) es una forma protegida y asequible de vivir la ciudad. Y me calmo un poco. ¿Cómo no enternecerse?

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Que quede claro: esta no es una declaración de amor por los centros comerciales. Pero a veces hay que ser razonables. “Para tener éxito”, ha escrito de forma banal pero indiscutible el crítico británico Deyan Sudjic en El lenguaje de las ciudades (2017), “una ciudad necesita ofrecer a sus habitantes seguridad, protección y libertad de elecciones”. Cada vez que lo público fracasa en proveer esto, surge un espléndido nicho del mercado. Los centros comerciales —Sarlo los llama la “última invención urbana del mercado”— saben aprovechar grandiosamente esa oportunidad de brindar bienestar.

Los centros comerciales están en el corazón de un círculo vicioso urbanístico interesante: cada uno es el resultado de una renuncia a la ciudad

Y las administraciones públicas, por su parte, saben darles la bienvenida. Antes que construir centros cívicos, unidades deportivas, parques, desarrollar programas de esparcimiento juvenil, etc., que habrá que mantener después, es infinitamente más sencillo y más barato aprobar la construcción de una mole comercial a fin de “desarrollar” una zona (asegurando, claro está, con fondos públicos, el acceso a los centros comerciales a través de vías, puentes peatonales, etc.). En qué medida en años recientes las alcaldías bogotanas “les abrieron totalmente las puertas a los centros comerciales y olvidaron del todo el concepto de espacio público” lo ha mostrado bien Nelson Forero Medina en un texto que vale mucho la pena leer: ‘Centros comerciales en Bogotá: espacios híbridos, sociedad dividida’ (2016).

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De este modo, los centros comerciales están en el corazón de un círculo vicioso urbanístico interesante: cada uno es el resultado de una renuncia a la ciudad, cada uno provee a los ciudadanos de ciertos servicios básicos emocionales que la ciudad no logra ofrecer y cada uno contribuye a establecer un modelo de vida ciudadana desalentador, por decirlo con cautela: nuevas formas de exclusión social, privatización de dinámicas públicas, reinterpretación del esparcimiento ciudadano en términos de consumo, etc. Pero bueno, diría acaso Pedro Gómez, alguien tiene que hacer ciudad, ¿no?

A ese respecto, tengo un sueño recurrente, donde los centros comerciales están entretejidos directa, íntimamente, con la estructura misma de la ciudad, donde distinguir unos de la otra es imposible, pues son la misma cosa. Cada torre de apartamentos y oficinas lleva a, está dentro de, un mall interminable donde cada persona encuentra, a su respectivo precio, todo lo que pueda necesitar: mercancías, restaurantes, gimnasios, servicios médicos, hoteles, moteles, oficinas públicas, zonas verdes rodeadas por cafés y tiendas. Los dos centros comerciales de la calle 82 bogotana están conectados por un camino elevado que lleva a su vez, por vías ora cubiertas, ora al aire libre, siempre a un negocio, a una plazoleta de comidas, a una oferta distinta. Los centros comerciales se han integrado por fin perfectamente con la ciudad: son una y la misma cosa. Cada vez me despierto sudando.

* Este es un artículo de opinión. No refleja la visión de Vice Media Inc.


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