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Cómo ser mujer, mudarte con tu pareja heterosexual y que funcione, según Virginia Woolf

Los contratos de la vida en pareja heterosexual han cambiado. Y los papeles que incluyen compartir un hogar, también.
Imagen vía Flickr por Mike Licht.

Se abre el telón: una pareja heterosexual que mira una serie relajadamente durante un domingo. De un momento a otro, a uno de ellos le sobreviene una idea tan tenebrosa como emocionante: tal vez rentar un apartamento más grande, deshacerse de los inquilinos, adoptar un perro, recoger a ese gatito callejero que siempre les hace ojitos de regreso del supermercado y hacer más espacio en el baño para el secador o la loción. Mientras camina de la cocina al sillón, contiene en las comisuras de los labios todos los planes llenos de cachorros y sábanas compartidas para sólo exclamar “¿y si nos mudamos juntos?”

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Ante esa pregunta, hay dos tipos de respuesta. La primera va por un no rotundo y ahí no hay nada que hacer, sean cual sean los motivos; la segunda apuesta por una afirmación rotunda y la altísima probabilidad de sexo tan romántico como contractual, terminando en una pillow talk donde planean el mundo ideal que conformarán. Pero, y es que siempre lo hay, mudarse con alguien, sobre todo si se empieza a hablar muy en serio, implica cosas. Más allá de dejar los calcetines tirados o cualquier nimiedad irritante, la formación de un hogar heterosexual trae una discusión sobre roles. Problema fácilmente soluble si llamamos a Virginia Woolf al rescate. Woolf fue llamada a dar una serie de conferencias acerca de la mujer y la novela en 1928. Sus textos, sin embargo, fueron lo suficientemente largos como para no poderse leer completos y requirieron una publicación especial llamada Una habitación propia, que vio la luz en 1929, convirtiéndose en un pilar para el feminismo del siglo XX. La pregunta es, ¿cómo elaborar un prenupcial –aunque no exista papel de por medio- que asegure lo mejor a las dos partes?

Virginia Woolf, 1927. Viéndote, mientras haces todo mal.

Situación I.

El elemento femenino de la pareja se dispone a buscar apartamento, encuentra uno que le gusta, le muestra las fotos al elemento masculino y ambos están encantados. Ella se dirige al casero con la mejor intención de negociación porque permiten animales. El casero, desconfiado, le dice que no le otorgará contrato a menos que la respalde un varón. Y es que confiar en la inestabilidad femenina es muy arriesgado económicamente, no sirve a los negocios, él ha tenido malas experiencias, mira que no es personal. Woolf lo describe ficcionalmente como entrar, siendo mujer, a una biblioteca y ser interrumpida por un vigilante, muy galante, “que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un «fellow» o provistas de una carta de presentación.” Ante este percance viene la primera lección woolfiana: huyan y no vuelvan jamás, que el pasto y la grava no son lugares asignados y lo que importa en el arrendamiento es el dinero, no el sexo.

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Situación II.

Dentro del texto, Woolf cavila sobre todas las mujeres que habían trabajado años y con dificultad reunido dos mil libras o con suerte cuasi divina, máximo treinta mil. Y se pregunta por la situación sempiterna de pobreza femenina. “¿Qué habían estado haciendo nuestras madres para no tener bienes que dejarnos? ¿Empolvarse la nariz? ¿Mirar los escaparates? ¿Lucirse al sol en Montecarlo? Había unas fotografías en la repisa de la chimenea.” No se trata de juzgar a nuestras madres, pero sí de ver el error práctico. Tampoco es un asunto de necesariamente trabajar, aunque Woolf es partidaria de la independencia económica femenina, sino de la frágil masculinidad de algunos.

Empolvarse la nariz y mirar los escaparates son actividades frívolas, según algunos. Nada malo en ellas si son pasatiempos; todo mal si la vida gira alrededor suyo. Contemporáneamente esto significa involucrarse en todas las actividades de la unión. El asunto de “mejor que mi pareja se encargue del dinero” es, según Woolf, algo peligroso porque desvía el empleo de recursos hacia los intereses primordiales del varón. Si cada penique que gane, dice Virginia, será utilizado según la sabiduría de mi pareja, entonces no tengo interés en ganarlo, “mejor que mi marido se encargue de ello.” Y es que lo saludable en una relación sería que cada uno destinase sus recursos a sus propios intereses, con afán de compartirlos con el otro. El dinero puede hacer cosas por una persona y perderlo por completo es también perder independencia, diluyendo un yo en otro.

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Situación III.

“¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua?”

Eterna pregunta.

Los hay muchos que declaran, con cerveza y porro en mano, que sus mujeres no deberán beber, fumar, ser léperas o vulgares.

¿Necesito decir por qué una relación saludable rompe con este estereotipo de pureza?

No.

Y la mujer en cuestión tiene todo el derecho a beber en su casa con sus amigos, así como el varón. O como cualquier ser humano que esté en su hogar.

Situación IV.

“Amor, seguro estás así porque estás en tus días.” A veces esa frase es reconfortante porque sugiere que el varón en cuestión comprende los altibajos hormonales mensuales. Otras ocasiones se dice con aire de superioridad y como insulto pasivo. Y “a una no le gusta que le digan que es inferior por naturaleza a un hombrecito –miré al estudiante que estaba a mi lado– que respira ruidosamente, usa corbata de nudo fijo y lleva quince días sin afeitarse.”

No hay nada de superior en tener pene, ni en menstruar. Los cohabitantes de un espacio deben comprender que sólo son procesos corporales distintos, de tal suerte que el varón tenga espacio para mostrar su sensibilidad y la mujer sea vista como un ser humano, no como un animal alterado y ensangrentado.

Maestro Kabun - Amantes Sorprendidos. Circa, 1600. Sigue los consejos de Woolf para que no te agarren en curva, como a estos dos.

Situación V.

¿Qué sucede con esa discusión sobre quién aporta más ingresos? Nos decimos muy modernos, pero sigue existiendo la expectativa del varón como proveedor, claramente disfuncional. Woolf dice que “¿Es mejor ser repartidor de carbón que niñera? ¿Es menos útil al mundo la mujer de limpieza […] que el abogado? De nada sirve hacer estas preguntas que nadie puede contestar […] ni siquiera tenemos módulos para medir su valor del momento.” Es decir, no se trata de quién aporte más, sino de que se aporte como se debe: con la disposición, otra vez, de hacer de la estancia mundana algo agradable. Esa comezón monetaria lleva a discusiones y egos heridos. Cuando se está frente a esta situación, favor de releer la cita anterior y disipar el descontento.

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Recomendación final:

Una habitación propia.

Dando título al texto, la tesis central de Woolf es que la escritura femenina se debió principalmente a tener una habitación propia, lo que incluía cierta independencia económica y nivel educativo –que no necesariamente es escolaridad–. Si bien es difícil rentar una casa entre dos, los cohabitantes deben comprender que las personas necesitan espacio –solitud– para meditar, pensar, recordar y tener una vida interior propia para desarrollarse como individuos. La autora describe cómo esta independencia la llevó a formarse un criterio personal sobre el mundo, sin mirar constantemente a terceros en busca de aprobación. Justamente la vida en pareja, de amistad o cualquier relación interpersonal debe pretender que las personas mantengan su individualidad.

Mujeres, “¿Os dais cuenta de que sois quizás el animal más discutido del universo?”

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