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Cultură

Dejé de ser joven después de tres días de fiesta en Ibiza

Nunca mas volvería a ser joven. Adiós Ibiza.

Fotografías por Marc Borrás

Muchos recordamos nuestra primera experiencia sexual, nuestro primer beso —no hagamos hincapié en el porqué de este orden para nada habitual—, nuestro primer día en la universidad… Imágenes que se graban en nuestra mente y se alojan para siempre en un rincón de nuestra cabeza, y que siguen con nosotros el resto de nuestra vida. Momentos gloriosos de la juventud de los que, por suerte, no hay fotografías reales. Una juventud que, tal como viene, se va.

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Este año ha sido el año en el que, definitivamente, mi juventud ha dicho "adiós Herma, un placer, lo pasamos bien, fue muy bonito, pero esto acaba aquí". Como todo proceso de pérdida, este también tiene sus fases.

La primera fue la del shock y la agresividad. Me di cuenta del inevitable momento que se acercaba e intenté un movimiento a la desesperada para convertir mi última jovialidad en un momento eterno y total, un sonoro 'boom' en la cara de todos aquellos que me querían hacer viejo antes de tiempo: me presenté a un concurso culinario de televisión con comida sacada de la basura y casi llegué a la selección final. Una gesta épica a enmarcar, un último acto de rebeldía. Luego llegó la fase de la reorganización y aceptación.

En fin, el caso es que una vez aceptado el hecho en sí de la madurez decidí darle un último adiós, un entierro vikingo con el que quemar así los últimos restos de mi joven yo que a pesar de todo se negaban a irse.

Lo hice de la mano del vodka Stoli, aprovechando su invitación a un evento de dos días en Ibiza en el que nombrarían a los mejores cocteleros a nivel mundial de su elit Vodka, algo que se prometía como una experiencia equivalente a la que deben vivir en su día a día esas personas que ingresan cifras con entre cuatro y seis ceros en sus cuentas corrientes cada mes.

Tras pisar el lujoso hotel en el que nos alojaron y tomarme tres cócteles —cuyo ingrediente principal era el vodka, claro está— en una sala con la música a tope supe en seguida de qué iba a ir esto: ir al extremo, disfrutar de la Ibiza del lujo, del dorado, de la opulencia. La Ibiza de la eterna —y fugaz— juventud.

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Después de esto, fuimos a cerrar la jornada en el hotel con una fiesta en la piscina, rodeados de cuerpos esculturales y juguetes de plástico en el agua. Todo regado con buen vodka Stoli. Sí, aún más.

En ese momento entendí el sentimiento de gozo ilimitado que embarga a los bebés cuando sus rosados cuerpos se bañan en la piscina: sumirse en una estado de inconsciencia e inocencia total, rodeado de seres que parecen salidos de otro mundo mientras el líquido elemento te retrotrae al útero materno es una sensación mágica.

Gracias a Dios y por suerte para mi salud, conseguí recuperar la cordura y me hice fuerte en una esquina compartiendo anécdotas con el fotógrafo que cubría el evento y que me contó como era vivir también la otra cara de Ibiza, la que está llena de italianos e ingleses que viven en una fiesta sin fin de mayo a septiembre.

Pero ese, ese no era nuestro destino. Los organizadores nos llevaron al Atzaro, donde —de acuerdo con las reglas no escritas que rigen los destinos de aquellos que han bebido— debatimos abiertamente sobre la paz mundial a ritmo de chill out y con un concurso de tango de fondo y todo.

El dress code era ir de blanco total. Vamos… la equipación oficial. Todo el preámbulo era algo grande y algo más grande era lo que me esperaba. De hecho, me atrevería a decir que hasta entonces todo había sido un simple juego de niños ya que lo que me esperaba era un pase VIP para Amnesia, y Stoli ponía toda la bebida a nuestra disposición. Grave error.

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En nuestro reservado comprobé que nos rodeaban unas 40 o 50 botellas Premium —valoradas en miles de euros— y desde mi privilegiada atalaya vislumbré un mar de gente desbocada. Allí arriba entendí a Dios Padre, a los ricos que quieren ser más ricos, al encargado cabrón de un restaurante mediocre que no te da sitio porque le has caído mal, al portero que no te deja pasar… En fin, allí entendí los resortes secretos que mueven los engranajes del mundo, porque las cosas son como son y también me pregunté si las cosas no son así porque tienen que serlo… Creo que jamás he estado tan cerca del cielo en mi vida.

Mi tortuosa vuelta a la realidad fue al día siguiente en el yate de Tiketitoo, donde teníamos una cata de cócteles de la mano de los mejores cocteleros de la convención de elit Vodka. Cuantas "co", madre mía. El caso es que todo eso se truncó porque no estoy hecho para el mar ni para los yates ni para las ostras, ni, obviamente, para el alcohol. Ya no soy joven, por si no os había quedado claro al principio.

A duras penas llegué a Formentera, temblando y con el estomago vacío. Sorprendentemente, llegué a Formentera con el único objetivo de devolverle a mi estómago todo lo que había perdido y meterme entre pecho y espalda una paella. En mi lamentable estado, me tocó compartir mesa com Tom Brady, marido de la top model Gisele Bündchen. La vida es así, y es más fácil que estas cosas pasen cuando estás dentro. Con estas cosas me refiero a que conozcas a un famoso cuando te acabas de limpiar los restos regurgitados de tu cena de ayer de la comisura de los labios.

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Si para muchos Ibiza es pan, vino y fiesta, Formentera, esa isla con forma de cabeza de caballito de mar, es sinónimo de amor y relax. Aunque no se pueden concebir la una sin la otra: son el ying y el yang unidos por un nudo gordiano de los ferrys.

Dentro de estas jornadas nuestro proveedor de vodka y mecenas de la fiesta contrató el ático de Ushaïa, donde disfrutamos del cierre de su discoteca. Fue increíble verlo todo mientras el sol agonizaba por el fondo del mar.

Quizás lo que mas me llama la atención de todo este mundo VIP es la comida: cómo la gente con la que compartí mesa tenía al alcance auténticas delicias visuales y gastronómicas y cómo continuamente no reparaba en dejar suculentos platos a medio terminar.

En las entrañas del Ushaïa se ubica el famoso y exclusivo Montauk, un restaurante conocido por sus exquisitas carnes, estofados y parrillas. Allí, tras una pequeña master class sobre cómo utilizar los distintos cuchillos de medio mundo me enfilé a comer unos 300 gramos de solomillo, logrando, al fin, algo que para mí resultaba fundamental: la ingesta de proteína.

Para poner el broche de oro al fin de semana, para poner el último clavo al ataúd de mi juventud, faltaba ya solo un último martillazo: la visita a ElRow en la discoteca Space.

En la religión ibicenca todo es ciertamente fugaz, cambiante y maleable, pero hay algunas cosas que han aguantado como pilares fundamentales: Space es su Iglesia y la fiesta de Elrow, su eucaristía, una fiesta imprescindible a medio camino entre la discoteca y la rave. Todos los asistentes bailan a un ritmo sudoroso y químico que te lleva a un trance donde todo es un bucle. Repetición, ahí está la clave de todo. La repetición hace que se consiga la perfección.

Todo con la base de unos bajos que aumentan la sensación de estar en el centro de un ritual mágico pasa por sentir la potencia de los bajos en el pecho. De hecho, pasaron horas antes de que me abandonaran las fuerzas. El tiempo se medía de una manera extraña y solo llegué a constatar un par de pestañeos. Mi final en las pistas de baile ibicencas lo guardaré para mí como algo épico, algo excepcional y único ya que era la última vez que iba a estar allí —en esto no tiene tanto que ver que yo sea ya un viejo como el hecho de que Space Ibiza cerró poco después.

Nunca mas volvería a ser joven. Adiós Ibiza.