FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Mi eterna lucha por aceptar mi peso

Después de muchos años siendo obligada a perder peso sin ningún éxito, llegué a la conclusión de que era mejor vivir la vida sin estar contando calorías constantemente o sin sentirme como una fracasada por comer un trozo de pan.

Tendría unos nueve años. Estaba acostada en la cama con los ojos cerrados. Recuerdo haber contado hasta 30, mientras pensaba: "Dios, por favor, haz que esté delgada cuando abra los ojos". Pasados esos 30 segundos abrí los ojos y bajé la vista para mirar mi cuerpo desnudo. Dios no había hecho nada.

Volví a intentarlo, pensando que tal vez era cuestión de tener paciencia. Cerré los ojos nuevamente y esta vez conté los segundos intercalando la palabra "Mississippi". Sorprendentemente, eso tampoco funcionó, pero aún así probé una última vez. Ahora, no sólo conté los segundos con Mississippi, sino que deletreé la palabra. "Un Mississippi, M-I-S-S-I-S-S-I-P-P-I. Dos Mississippi, M-I-S-S-I-S-S-I-P-P-I…" Nada.

Publicidad

Le había dado a Dios tres oportunidades muy generosas para que transformara mágicamente mi cuerpo a mi gusto y no había hecho nada. ¿Qué te pasa? Eres capaz de abrir las aguas del mar Rojo y de construir un barco lo suficientemente grande como para meter a dos animales de cada especie y no puedes quitar un par de insignificantes kilos del cuerpo de una niña de nueve años? En ese momento empecé a entender el ateísmo.

A esa edad estaba obsesionada con mi peso. Ni siquiera estaba gorda, pero me consumía el temor a poder llegar a estarlo. Pero como la mayoría de las personas que sufren trastornos alimentarios, aprendí a esconderlo muy bien. Después de comer una rebanada de pan, me apresuraba a tomar la cuerda de saltar para quemar las calorías consumidas. En la escuela sustituía el lunch por una paleta. Al fin y al cabo, ¿qué puede ser más saludable que un caramelo?

Un día le dije a mi médico que me dolía el estómago y resultó que sufría de estreñimiento. Me mostró una radiografía del estómago sobre la que trazó grandes círculos con el dedo. "¿Ves todo eso? Eso es tu caca". Yo no veía lo que me estaba señalando, pero al parecer mi papá sí lo vio. A partir de ese momento, él y mi madre supervisaron mi alimentación de forma estricta. Después de varias semanas dejé de preocuparme tanto por mi cuerpo y empecé a sentirme bien conmigo misma.

Bueno, tan bien como puede sentirse una niña en plena pubertad. Pero por desgracia, lo de odiar tu cuerpo parece ser una especie de ritual de iniciación por el que toda mujer ha de pasar, junto con el primer periodo y descubrir la masturbación en la regadera. Yo pasé por la fase inicial, que suele ser la más drástica, a una edad muy temprana. Para cuando estaba en la preparatoria, mis temores se habían hecho realidad: tenía sobrepeso, sólo que esta vez no me importaba.

Publicidad

Nunca supe con exactitud a qué se debió mi aumento de peso, pero supuse que tendría que ver con el hecho de que reglara tan irregularmente. Más tarde supe que tenía el síndrome del ovario poliquístico (SOP), que es un trastorno hormonal que sufren millones de mujeres. No se conoce la causa, aunque lo más probable es que sea un trastorno genético.

Las mujeres que lo sufren tienen muchos problemas internos, como quistes en los ovarios y ciclos menstruales irregulares. Puede incluso causar infertilidad, lo cual, teniendo en cuenta mi edad e ingresos anuales, podría considerarse una ventaja. El efecto más visible del SOP en las mujeres es que hace que ganen peso con facilidad y que les cueste trabajo perderlo. Cuando empecé a tener alteraciones en el ciclo menstrual, me inflé como un globo.

Mi época en la preparatoria fue delirante. Como adolescente segura de mi heterosexualidad, mi prioridad número uno eran los chicos. Lo único que quería era un novio, pero de alguna forma me convencí a mí misma de que la única manera de conseguirlo era trabajando en mi personalidad. Dejé de preocuparme tanto por mi imagen y me centré en dar a conocer lo que esperaba de mis pretendientes: un gran sentido del humor y algunas cosas que consideraba de un alto nivel intelectual (las películas de Wes Anderson y Devendra Banhart).

Quizá les sorprenda, pero estaba equivocada. A los chicos no les gustaba la gordita del grupo de improvisación de la prepa y que recitaba petulantemente citas de Rushmore. Puede que sea una narcisista acabada, pero en lugar de pensar que no era lo suficientemente buena, opté por creer que el resto de la gente no era lo suficientemente buena para mí. De ese modo, terminé siendo extremadamente exigente a la hora de salir con chicos. (En algunos ambientes esto se conoce como "mecanismo de defensa", pero a mí me gusta pensar que sencillamente tengo muy claro lo que quiero y lo que no).

Publicidad

Después de algunos años, por algún cruel giro del destino, reafirmé mi confianza en mí y en mi aspecto. Lamentablemente, para una mujer con sobrepeso, eso equivale a ganar la lotería. Indudablemente, también había momentos (y todavía los hay) en los que odiaba mi estúpida y rechoncha cara y mi horrible panza. Pronto me di cuenta de que casi todas las mujeres sienten lo mismo en algún momento al margen de su delgadez o sobrepeso relativos.

En la universidad alcancé el cénit de mi sobrepeso. Con mi 1,52 m de altura llegué a pesar 79 kilos, así que oficialmente era obesa. En esa época no me preocupaba demasiado. Sabía que debía preocuparme (según mi madre y la sociedad), pero no era así. Cuando me miraba al espejo, no veía a una persona fea. Finalmente perdí algo de peso, en parte gracias a que ya no podía atiborrarme en el bufet libre de la cafetería de la universidad, pero aún seguía estando gorda.

Después de muchos años siendo obligada a intentar perder peso por parte de fuerzas externas sin éxito alguno, llegué a la conclusión de que era mejor vivir la vida sin estar contando calorías constantemente o sin sentirme como una fracasada por comer un trozo de pan en un restaurante. Todavía puedo escuchar las voces que me instaban a perder otros 18 kilos. Me siguen a donde quiera que voy, como en Una mente brillante. Igual que John Nash, el esquizofrénico prodigio de las matemáticas, aprendí a no permitir que esas voces controlaran mi vida, aunque sigo escuchándolas.

Pensarán que no soy consciente de que esos 18 kilos menos podrían significar que me acosaran sexualmente el doble de extraños en los bares, o que no me ha pasado por mente que esos 18 kilos menos me permitirían hacer una vuelta de carro a la perfección. Sí, soy consciente de todo eso y a pesar de todo no me importa nada. Actualmente me siento muy bien llevando una vida moderadamente saludable y ejercitándome con paseos. Aunque me encanta publicar tuits en los que declaro mi amor incondicional por la pizza, he llevado una alimentación bastante saludable la mayor parte de mi vida. No muy estricta, quizá, pero mejor que la del estadunidense promedio. Sé que no es gran cosa, pero al menos en mi refrigerador puedes encontrar quinoa para calentar en el microondas y sé lo que son las semillas de chía.

No voy a mentir diciendo que odiaría ser delgada, porque sería una pendejada. Sólo digo que no me molesta tener sobrepeso. Hay un hombre de mediana edad que suele tocarme la vagina con objetos metálicos (también conocido como ginecólogo) que me asegura que perder peso podría contribuir a curar mis quistes en los ovarios. Ésa es la única razón que me motiva a perder unos kilos, pero tampoco tengo prisa. Es un sentimiento extraño de que hay algo malo en no despreciarme a mí misma.

Algunos pensarán que no debería estar promoviendo el positivismo corporal porque según sus cánones no es estético. También es posible que intenten disfrazar su rechazo hacia las mujeres con sobrepeso con argumentos sobre la salud y esas cosas. Igual, todos vamos a morir. Pero no pasa nada. Por cada diez de ustedes que piensen que soy horrible, habrá otros diez a los que mi cuerpo les guste, a pesar de las estrías en mis pechos y la celulitis de mis caderas. A pesar de todo, yo me siento muy bien.