Un adelanto de ‘Narcisa’, Jonathan Shaw

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Un adelanto de ‘Narcisa’, Jonathan Shaw

Narcisa es una pieza de adicción, una suerte de Caronte en crack que nos conduce por un estrecho agujero a las galerías más profundas del miedo.

¿Para qué sirve una historia? ¿Para qué queremos que sirva? ¿Por qué insistimos en que tenga alguna utilidad? Los mismos cuestionamientos llegan cuando pienso en la sustancia. Tampoco nos desbarranca, al menos no de inmediato. Quizá tenga una función: suspendernos. Ni arriba ni abajo: después de un tiempo, la droga sólo mantiene las cosas corriendo, a su propio ritmo: uno que quizá sea punzante pero continuo, sin interrupciones. Preguntarse por la utilidad de las cosas tampoco lo vuelve más sencillo, porque lo útil no tiene nada que ver con la necesidad. Incluso la subvierte: necesitamos lo que no necesitamos. Lo que no es útil para nada.

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Narcisa es una pieza de adicción. No sólo trata sobre ello: sobre la codependencia y el dolor que causa vivir atrapado en ese campo de tensión infinita, sino que vuelve la necesidad su propio motor, el ojo del tifón y el compás de su estremecimiento. Jonathan Shaw eyacula y expulsa a sus personajes hacia un mundo sin resguardo, todo intemperie, todo gravedad; los esculpe con su propia sangre y rabia tal que la misma Narcisa, esa frágil musa adolescente fumapaco, va tomando la forma de nuestras propias adicciones, una suerte de Caronte en crack que nos conduce por un estrecho agujero a las galerías más profundas del miedo. ¿La promesa? No existe la redención así que uno sólo espera que todo pare. Que se detenga en seco, por favor, porque nadie puede soportar tanto. Entonces te sorprendes volviendo por más a una novela circular, hermética, repetitiva, encerrada en sí misma. Te conviertes en el mismo trance. Porque has conocido una Narcisa. Porque lo has sido, alguna vez, en otra vida. Porque no hay más que una vida: ésta, larga y aburrida, acostumbrada al vértigo. Porque formas parte de un entramado de necesidades y necesitados. Y entonces vas, si no entendiendo, al menos masticando ese mismo dolor largo y cansado, provocado por la necesidad imperiosa de tener algo, de ser algo, de acabar con algo, aunque no sepamos qué o por qué: y entonces estás enganchado, lo admites, de la misma manera que uno se aferra, sin saber el destino, a veces ni siquiera el origen, al greyhound emocional, siempre en descenso, que arrastra las historias de Denis Johnson. Se olvidan pronto las comparaciones con los Beat. Se olvida también el árbol genealógico de Shaw, sus iggypops, sus johnnydepps. Narcisa llama y lo único que sientes es un cosquilleo en el antebrazo, en la nariz, en los ojos. Quieres es otro pinchazo. Otra rayita.

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Una cucharada de Narcisa, publicada por Sexto Piso. La primera es gratis.

PRÓLOGO

«Hija de Babilonia, que ha de ser destruida: bienaventurado aquel que pueda pagarte tus desmanes con la misma moneda».
Salmos 137, 8

En el mito tibetano, la dakini encarna el espíritu de la cólera y la furia femeninas.

A lo largo de los siglos se la ha descrito de muchas maneras y se la ha conocido por diversos nombres, como por ejemplo «La que cruza el cielo», o «La que se desplaza por los aires». A veces se la llama simplemente «Bailarina del Cielo». El arquetipo es el de una diablesa colérica y salvaje que baila por el firmamento en un furioso frenesí, entregada a la destrucción, el caos y el cataclismo violento. Sin otro atuendo que un collar de calaveras humanas, sostiene en una mano una daga; en la otra, un cráneo lleno de sangre del que bebe.

La dakini suele representarse bailando sobre el cadáver de un hombre.

Alcanzar el crecimiento espiritual requiere una determinación, energía y sufrimiento tremendos. La violenta imaginería de la dakini parece personificar el fervor que la tarea de vencer a nuestros demonios interiores exige. La dakini se centra en nuestra aniquilación únicamente en lo que respecta a nuestros más bajos instintos, nunca en la destrucción indiscriminada porque sí. Si en la iconografía cristiana san Jorge mata al dragón, la dakini corta las cabezas de las entidades que representan las maldiciones personales de cada cual.

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Entrada de diario:

Río de Janeiro, 13 de abril de 2010.

Hace más de sesenta días que no llueve. Cielos estériles, mudos,

sin una sola nube; fríos y yermos como paisajes lunares soñados. Dos meses llevo padeciendo esta humillación cósmica, y aquí estoy otra vez, instalado en tristes orillas de noche sin luna, rascándome viejas marcas de picaduras de mosquito en los pies cansados y abatidos mientras me fumo un cigarrillo y saboreo el amargo ardor químico en la lengua después de haber besado a Narcisa. Narcisa, mi amada herida; sus rosados labios infantiloides dan chupadas a la pipa de crack todo el día y toda la puñetera noche. Anda embarcada en una nueva expedición. Con el de hoy van cuatro días; sentada en el desván de esa vieja casa abandonada en Lapa, fumando crack a oscuras, rodeada de fantasmas, arañas, ratas, murciélagos y cosas que se mueven a tal velocidad en las sombras de su visión trastornada y pesadillesca que no tienen nombre ni definición (ni siquiera en su propio vocabulario surrealista y sobrenatural).

Anoche se coló aquí eructando y tirándose pedos como un camionero.

Se quitó la ropa y apoyó ese culo perfecto de adolescente que tiene en mi viejo sofá de cuero raído, gruñendo como un rottweiler furioso.

–¡Venga, Cigano, vamos follar! ¡Venga, mermão, vamos, vamos!

Yo ya estaba empalmado y me abría paso a conciencia en esa oscuridad suya inefable y especial, el único lugar en el que de verdad he querido estar en toda mi vida; le agarraba con ambas manos aquel culo duro, la piel de gallina, de manzana caramelizada; me aferraba a su nervudo pellejo juvenil como si fuese un salvavidas; me sentía completo y colmado mientras ella me rodeaba con sus largos brazos y con las piernas, envolviendo mi alma como con las alas de una mantis religiosa gigante, tirando de mí hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hasta los dominios de la paz, el consuelo y la muerte.

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Narcisa. Dakini. ¡La Ramera de Mil Putas!

La que amo. La que odio.

Media hora después ya estaba de nuevo en pie vistiéndose, como el soldado que se guarnece para la batalla. Arrasó el cuarto, arrambló con el dinero de encima de la cómoda como un ave de presa de camino a la noche caliente y turbia, y me gritó por encima del hombro con aquel tonito mordaz y picarón: «¡Amigo adiós gracias!».

Volví a caer en una modorra intermitente mientras me preguntaba si aquel polvo supersónico y fragoroso había sido un sueño, una pesadilla o a saber qué deuda horrible que debía pagar una y otra vez.

No tardaría mucho en darle el bajón, y entonces yo por fin podría dormir un poco sin que me despertase cada dos o tres horas para llenarle los agujeros de esperma, las manos de billetes, monedas, caramelos, chicles, baratijas, cigarrillos y un puñado de cenizas sacadas de debajo de mis viejas, tristes y cansadas bolas de adivino.

HIJO PRÓDIGO

«Tan cierto como que las chispas alzan el vuelo por los aires es que el hombre nace para la aflicción».
Job 5, 7

Río de Janeiro, marzo de 2006:

Llegué con ojos soñolientos, en la cabina del oxidado camión

azul descolorido al que me había subido para el último tramo, desde el sur de Bahía. El final del viaje emergía a través de la lente resquebrajada de un resquebrajado parabrisas trepidante, vibrátil y polvoriento.

Por fin de vuelta en casa. Después de tantos años fuera, me pregunto si no habrán sido, en realidad, más que un largo y extraño sueño.

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Río de Janeiro: 15 kilómetros.

Un hedor acre y nostálgico de aguas residuales invade mis sentidos y me despierto de golpe, entrecerrando los ojos ante la animada mañana de un mundo de fantasía.

Aquí las señales de tráfico deberían decir: Abandonad toda esperanza.

Unas columnas de humo negro se alzan como dedos larguiruchos de bruja que llaman por gestos por encima de hectáreas de deprimentes casuchas con tejados de hojalata.

El patio trasero del diablo; chabolas y edificios de ladrillo sin fachada, tiznados de hollín, destartalados; nubes de humo ondean desde grises chimeneas torcidas contra un cielo azul plano plagado de buitres que vuelan en círculos; fragmentos desolados de fábricas hundidas en el desierto cieno rojo como dientes rotos en la boca abierta de un cadáver desnutrido; páramos infernales que se extienden sin fin.

Éste no es el Río de Janeiro de la frívola memoria de mi juventud: una ciudad melancólica de paisajes de verdes montañas y de sueños de sonrientes y sensuales mulatas bailando samba. Ni rastro queda de las espumosas aguas azules de aquellos días tropicales saturados de sol, ni de aquellas húmedas e intermitentes noches de putiferios.

No. Éste no es el lugar que conocí. Este circo de los horrores infestado de pobreza es una depravada masacre del alma. Arden a lo largo de una polvorienta carretera al infierno hogueras de basura envueltas en una humareda negra como pedos expelidos por mil anos moribundos. Esqueletos descamisados de lo que en su día fueron hombres, un hormiguero de espíritus condenados se echan a las espaldas derrotadas y correosas cargas imposibles de una hilera de camiones que escupen humo al ralentí; chuchos escuálidos se dan salvajes dentelladas con los colmillos rojos en pequeños círculos viciosos sobre este césped torturado, estéril, urbano.

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Infierno. Pienso en el terrible Inferno de Dante mientras contemplo la infinidad de viviendas apagadas, de ladrillo hueco color mierda, y me pregunto si no me habré muerto en los eriales de las frenéticas selvas malarias, en algún punto entre Ciudad de México y esto.

¿A ver si esto es el infierno?

¿Es que ahora soy un fantasma?

Bueno, pues si por fin he llegado al Pozo del Abismo, Dios y el Diablo saben que hay un lugar reservado para Ignácio Valência Lobos.

Dios y el Diablo saben que tengo una buena pandilla de amigos en el Otro Lado.

Movido por oleadas de progresivo espanto, miro a mi alrededor a medida que nos absorbe un remolino triturador fruto del tráfico de primera hora de la mañana, el paisaje convertido en una eterna vorágine traqueteante de bocinazos, tartanas histéricas, un abanico inimaginable de salpicaduras de óxido, polvo y deterioro, pasando a toda velocidad entre camiones y buses estruendosos y pesados, abarrotados de masas de pecadores de semblante aburrido condenados a perpetuidad, malditos.

Me asfixio con la acre pestilencia de averno del sulfuro y el azufre; negros vapores venenosos arrojados en nubes de flatulencia deyectada sin amortiguación alguna; una visión perfecta del Día del Juicio en el infierno, envuelto en un grasiento rocío gris tóxico.

¿Qué le han hecho a mi hogar?

¿Dónde coño está Río de Janeiro?

Primera hora de la mañana en el infierno; una ciénaga merdosa de monótonos, opresivos presagios, apuros y conflictos, en algún punto de los infaustos y olvidados arrabales de Babilonia: Río de Janeiro, Ciudad de Dios, en el Año 2006 de Nuestro Señor.

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PRIMERA LUZ DEL DÍA

«No puedes volver a tu familia, ni a tu infancia… No puedes volver a las viejas formas y sistemas de cosas que en su día parecían perpetuos pero que están en continuo cambio: no puedes volver a las evasiones del Tiempo ni de la Memoria».
Thomas Wolfe

Río de Janeiro, marzo de 2006:

El vetusto barrio rojo junto al puerto se despereza de una resaca más, como una vieja y perezosa puta mulata. Subo fatigosamente las calles empinadas y serpenteantes de edificios coloniales desvencijados, en un avance tortuoso hacia el piso donde mi anciana tía Silvia vivió y murió, y que me dejó en su testamento.

El camino lo delimitan las numerosísimas favelas de Río: omnipresentes, repetitivos, palpitantes guetos de chabolas. Caminando de lado como un cangrejo, me escurro entre esas veredas de resbaladizos adoquines, me mezclo con agitados chamarileros en desesperado comercio callejero mientras marcho a través de un flujo lunático de tráfico humano. Mis ojos, inyectados en sangre por culpa del madrugón, tropiezan con callejuelas laberínticas, sinuosas como jeroglíficos, arriba, arriba, arriba, hacia las laderas a rebosar de gente del barrio marginal, a empaparme de todo una vez más.

De vuelta en Río de Janeiro después de tantos años, paso por delante de un edificio portugués en ruinas, la ornamentada fachada colonial sumida en el deterioro de la miseria y de la intemperie. Una apretujada hilera de tendederos tras otra se entrecruzan en un patio que en tiempos fue señorial, hogar ahora de hordas de niños desnudos color mierda. La maleza que crece en forma de arbolillos emerge de una pared de ladrillo derruida. La estatua de mármol de un ángel con incrustaciones de cagadas de paloma mira hacia abajo, desde su atalaya en el tejado, con unos mustios ojos sin vida de atemporal apatía pétrea.

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Continúo mi camino cazando al vuelo atisbos de espinas de pescado decoloradas por el sol y diseminadas en el suelo; un sombrero de paja y el detalle de una pluma de loro; carnes humeantes en las parrillas; aroma de ajo y sardinas asadas, cerveza derramada, sudor, meados y gases de tubo de escape; todo junto cocinándose a fuego lento en el aire tropical preñado, machacón, anterior al establecimiento de la empresa Lenten.

Familias enteras se congregan en las sombras de los portales deteriorados, apretujadas como muñecos, contemplándome con ojos romos como remaches de plomo. Les devuelvo la mirada al pasar andando fatigosamente, trastabillando por las concurridas aceras de mi juventud recordadas a medias, avanzando a duras penas entre zigzagueantes sombras calientes de jóvenes motoristas kamikazes; bocinazos, motores atronando, taladrando mis oídos en una cacofonía de redobles, petardos y chillidos. Voces desapercibidas provenientes de jukeboxes que escupen fragmentos aleatorios de James Brown y viejas canciones nostálgicas de Roberto Carlos. Radios estridentes que retransmiten histéricas partidos de fútbol en medio del monótono zumbido eléctrico del tráfico, la música y la ruidosa vida descarnada. Gente por todas partes.

Mi gente. Cariocas. Mi tribu perdida y bastarda de Río de Janeiro.

Deambulo por las tiendas del vecindario, botecos destartalados en las esquinas, paderias y callejones repletos de pieles oscuras, bandidos jovenzuelos provistos de pistolas que sonríen scarrones y mirones, entre mohines y dengues en el laberinto mágico de demenciales patrones ecuatoriales; luces y sombras y ritmos de un nuevo día en el desconcertante y familiar carácter carioca de siempre.

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Atravieso las polvorientas calles del gueto de este sueño extinto, paso por delante de las velas de macumba encendidas junto a platos de oferendas. Botellas de ron de cachaça barato, tabaco y cerillas abandonados en el suelo de un cruce; ofrendas ubicuas a aquellos espíritus de los muertos siempre presentes: entidades ultraterrenas que no he visto jamás con mis propios ojos pero de cuya existencia estoy convencido, siempre ahí, moviéndose en silencio a nuestro alrededor.

A lo mejor soy capaz de notar cómo me susurran en la lejanía, atravesando agujeros de gusano y brechas de espacitiempo y otras dimensiones; voces fantasma llamándome a lo largo de estos años de ausencia desde la enmarañada red de un inframundo de poderes y recursos palpitantes; moviéndonos, haciéndonos bailar, reír, burlándose de todos nosotros, manipulando los locos deseos de los hombres a través de estas favelas sépticas desparramadas, estas colinas ondulantes, estos páramos industriales agrietados, suburbios, edificios, playas y tabernas. Un manto impreciso de vida; una sutil existencia paralela, un Mundo Desconocido. Siempre presente. Siempre ahí, aguardando mi regreso definitivo a la oscuridad, a las profundidades inexploradas de mí mismo.

Ahora puedo percibirlo todo de nuevo mientras vago por estas calles hace mucho tiempo olvidadas: la Presencia constante, vital, de un oscuro y arcano campo de energía. Algo invisible y vivo, que vibra tras las sonrisas y las carcajadas, que baña a la gente, a mi gente, de una gracia especial; la fuerza industrial, el invulnerable humor carioca, la caridad y el estilo retuercen la carne mortal hasta transformarla en una armadura a prueba de balas hecha de valentía y fortaleza mientras discurren por sus vidas aquí, robando y matando, engañando y mintiendo, viviendo y muriendo, bailando sin cesar en este inolvidable ballet humano de horrenda belleza, decadente opulencia y desbordante mugre múrida excrementicia, apestosa y demencial; de voraz, cruda y apasionada vida; cariocas: esta perversa y enigmática raza de personas de la que yo, Ignácio Valência Lobos, he de volver a formar parte.

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Mi pequeña y desgastada bolsa mexicana de cuero me pesa bastante en el hombro cuando paso frente a una peroba baja y recia que barre la acera sssskkk ssssskkkk a la entrada de un diminuto y oscuro boteco.

Unos chavales mulatos delgaduchos y descalzos dan patadas a una anodina pelota desinflada en un solar de tierra abandonado e invadido por la maleza. Un metralleo súbito en staccato pam pam pam. Dos matones corpulentos uniformados de gris se abren paso, empujan, embisten, desaparecen al doblar una esquina tras una sombra marrón que pasa a toda velocidad; un adolescente negro con el torso desnudo que corre por delante enarbolando dos pistolas pam pam pam como en una película.

Nada ha cambiado.

Esto no es una película. No es más que Río de Janeiro, Ciudad de Dios, en el Año 2006 de Nuestro Señor, e Ignácio Valência Lobos vuelve por fin al hogar.

Hogar. Mierda. Han pasado veinte años, como en un sueño de papel de periódico amarillento, y aquí estoy de vuelta. Un desconocido sin nombre que regresa a un extraño y viejo hogar que no es hogar, plagado de recuerdos gitanos desarraigados. Limpio y sobrio, con muchos más años encima, tal vez incluso con una pizca más de sabiduría. Y sólo por hoy, este fantasmilla idiota y perdido llamado Ignácio está más preparado que nunca para afrontar lo que sea que el puto destino le depare.

PIEZAS DESPARRAMADAS

«La vida es un viaje de vuelta a casa».
Herman Melville

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Me instalé rápidamente en el sencillo estudio; el ático de un edificio decrépito de antes de la guerra, cinco plantas sin ascensor en el barrio de clase obrera de Catete. La mudanza consistió en sacar el escaso contenido de una pequeña bolsa de viaje. Estoy acostumbrado a andar ligero de equipaje. La única cosa que he llegado a dominar.

Tras tres años enteros limpio y sobrio ha llegado la hora de dar la bienvenida al pasado. Mañana tengo tiempo de sobra para comprar lo que sea que conlleve esta extraña propuesta… ¿Qué tal han ido las cosas? ¿Cuánto hace que vi este sitio por última vez? ¿Veinticinco años?

Recuerdos vagos, frágiles como telarañas en la cripta de un desconocido, se cernieron sobre mí mientras doblaba una esquina y subía la calle con paso pesado. Al acercarme al edificio donde tía Silvia vivió y murió sola, pensé en aquella solterona distanciada durante tanto tiempo. Tal vez la sombra de la soledad que la cubría en vida como una manta mohosa fue lo que le otorgó la dudosa distinción de ser la única de los míos que se las arregló para eludir la Maldición y morir de vieja.

Un porteiro de pelo blanco se me acercó arrastrando los pies para darme la bienvenida a la entrada del edificio. Se dirigió a mí con el absurdo título formal de «Seu Doutor Ignácio», y me honró con una sonrisa mulata de anciano; me tendió las llaves del piso de tía Silvia, cinco plantas más arriba, y aquella jocosa sonrisa carioca me reconfortó al instante.

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Me quedé delante de las escaleras mirando hacia lo alto. Sin ascensor… Bien… Ahora necesito tanto ejercicio como se tercie… Llevo en baja forma desde que salí de la cárcel… Entonces, un paso detrás de otro, subí los escalones de madera desnivelados hasta la última planta mientras iba pensando, recordando, un paso detrás de otro, arriba, arriba, arriba hacia el viejo, vetusto, conjugado donde mi tía echaba las cartas y los búzios y les leía la cuestionable buenaventura a las viejas putas cariocas.

Incluso después de que la expulsasen de la kumpania, arrancada de cuajo de sus raíces gitanas, siempre se consideró a sí misma una curandera tradicional romaní, una partagri del viejo continente. Para mi gran sorpresa, tía Silvia me había mencionado en su testamento y me legaba su estudio de una sola habitación, con sus soleadas vistas al centro y el tortuoso revoltijo verde de árboles que enmarcaba una perspectiva parcial del muelle. Incluso me había dejado algo de dinero; lo suficiente para establecerme. Esto es lo que me comunicaba un abogado gadjo en un correo electrónico.

Me lo había ganado por eliminación, evidentemente, dado que era el único pariente consanguíneo que le quedaba sobre la tierra. El resto del clan llevaba criando malvas desde antes de que yo me subiera a un carguero panameño y dejase aquel medio-hogar estrambótico huyendo como un condenado, tratando de librarme de la Maldición que acosaba a los Valência Lobos. Valência Lobos, el nombre de mi gente. Mi nombre. Mi sangre. ¡Y qué sangre! Suicidas. Asesinos. Sobredosis. Malintencionados. Malaventurados. Mal medio mestizo y medio gadjo; la mitad de la sangre romaní y gitana. Sangre de la Maldición, y todo lo que eso conllevaba. Trenas. Loqueros. Puticlubes. Fumaderos. Decepción. Desilusión. Destrucción. Muerte. Un universo de muerte repentina y violenta.

Nunca he sabido ni me ha importado una mierda quién fue mi padre. Mi madre no lo hizo mal del todo para ser una puta avejentada y marginada con un mote puesto a mala leche y una sangre más que mala. Mi estirpe entera echada a perder.

Todos muertos a causa de la Maldición; hermanos, hermanas, primos, tías, tíos. La mayoría desaparecidos antes de que yo tuviese uso de razón (todos menos mi madre, Dolores Valência Lobos, y su hermana mayor, Silvia).

Mi madre aguantó un poco ahí, pero el alcoholismo crónico es una mala puta, de lo peor, de modo que terminó desapareciendo también. Muerta cuando yo tenía cinco años… Una burrada de sangre… Mala sangre, mala, mala sangre… Cuando mi madre se fue para el hoyo, tía Silvia era la única familia que me quedaba. La vieja se esforzó cuanto pudo para cuidar del chaval, pero el pequeño Ignácio ya estaba echado a perder sin remedio. Contaminado. Mahrime.

Contaminado por la Maldición, se lo tomó con calma y se echó a las calles hacia los diez años. E hizo lo que tuviese que hacer para sobrevivir. Pegamento de zapatero. Todavía hoy sigo oliendo aquella porquería. Se ve que hay recuerdos que son para toda la vida; se quedan en la sangre, con el desastre restante. Con el pegamento fui tirando toda la adolescencia hasta que me topé con un mundo más grande, mejor, de tabernas en callejones, cachaça y cocaína, que dio pie a una mediocre carrera de delitos menores y castigos.

Pues sí, supongo que tuve suerte de sobrevivir, pero siempre he sido un superviviente, ¿no? Y tanto, un pequeño guerrero gitano. Cigano guerreiro, aquí me tenéis. Así es como me llamaban los gitanos callejeros de Copacabana que de vez en cuando me acogían y me daban de comer. Y a saber cómo, a diferencia del resto de mi gente, me las arreglé para sobrevivir a todo aquel alcohol e incluso a las drogas más duras. Al menos hasta muchos años después, cuando trabajé en México para el sindicato, transportando chiva entre Sinaloa y Baja California.

Fue entonces cuando la Maldición de los cojones me pescó de nuevo. Hubo tantos «de nuevos» a lo largo de estos años… Pero aquella vez había sido la última para mí. Aquella chiva del demonio había acabado conmigo para siempre. Chiva: la Cabra. Pura heroína de brea negra mexicana. Las fauces babeantes del diablo. Pensaba que estaba en la cresta de la ola hasta que me bajaron los humos y me tendieron una trampa para que me comiese el marrón de un pez gordo, un político. Trincado. Cárcel. Atajado.

Allí me estrellé, ardí y experimenté mil muertes. Y entonces estuve listo. Acabado. Fin. Cuando salí de la cárcel me mudé a un humilde cuartito en una colonia obrera de México, d. f. Acepté un empleo cutre en una fábrica y me convertí en un trabajador, uno más, uno del montón. Allí fue donde por fin conseguí estar sobrio. Y luego, un desgarrador día tras otro, hice lo necesario para permanecer en aquel estado. Y me mantuve en aquel estado. Cambié mucho a lo largo de los siguientes años.

De modo que, en resumidas cuentas, ésta es mi puñetera historia. Y aquí estoy ahora, de vuelta una vez más. Justo donde comenzó hace mucho tiempo esta espantosa pesadilla sin importancia.

Ignácio Valência Lobos. Cigano guerreiro. Ahora despabilado por completo. Recogiendo las piezas desparramadas de un pequeño, descolorido y borroso rompecabezas de pesadilla llamado Hogar.