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Música

¿Acaso los fans piden demasiada atención por parte de sus artistas favoritos?

¿Realmente los fans necesitan cruceros, meet and greets, campamentos y conciertos privados?

Ilustración por Stephanie Monohan

Una de las piedras angulares de un club de fans es su deseo de conexión con el objeto de su afecto, desde los deportes hasta el anime y, por supuesto, la música. Es un deseo bastante humano —incluso una necesidad— querer acercarse a las personas que nosotros creemos que nos entienden, y hace todo el sentido del mundo que queramos acortar la brecha entre nosotros y aquellos que crearon el arte que resuena profundamente en nuestros huesos. Puede que la Familia Medici se haya convertido en sinónima del mecenazgo al financiar a sus artistas favoritos del Renacimiento, pero esa sed de reconocimiento, para tener una relación “real” con sus ídolos, ha pasado desde hace mucho tiempo a ser del dominio de los aficionados a la música.

Es un deseo que trasciende la edad o el género. Mientras que las chicas de secundaria en los 60 le gritaban a los Beatles con la esperanza de que Paul volteara a verlas, los punks en primera fila siguen escalándose los unos a los otros como cachorritos para alcanzar la mano del que canta o grita por el micrófono, los metaleros modernos contestan a los gritos de sus cantantes favoritos y pelean entre ellos por las baquetas que son lanzadas, así como las fans de las boy bands levantan cartulinas en el aire mientras cantan todas sus canciones. Y toda la industria musical nota esa sed, ¿por qué creen que es tan común ver paquetes “VIP” que incluyen un meet and greet en las preventas a conciertos? Para un verdadero fan, esa oportunidad de conocer a sus ídolos, darles la mano, recibir un autógrafo, tomarse una selfie, o darles un abrazo (o hasta robarles un beso) vale el precio de su entrada, sin importar lo exorbitante que lleguen a ser esos precios. He visto a hombres y mujeres estallar en lágrimas luego de conocer a Phil Anselmo y a Kirk Windstein de Crowbar y sólo puedo imaginar el efecto que tiene alguien como Beyoncé con su legión de acólitos. A un nivel mucho más DIY, esos momentos de conversación en la mesa de venta de mercancía o el after en un bar luego de un concierto tienen la misma función, especialmente cuando los fans saben que existe el potencial para que se desarrollen esas sudorosas conversaciones que podrían transformarse en una sincera amistad.

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Y entre más acceso se concede, más desean los fans. Es un momento bastante interesante para ser un artista —una era en la que los imperios pueden crecer y derrumbarse gracias a tu habilidad en las redes sociales, en donde Twitter, Instagram y el resto han logrado bajar a un nivel casi humano a las divas y rockstars anteriormente intocables, mientras que los artistas ofrecen a sus fans un vistazo detrás de la cortina y dentro de sus vidas. El nivel de interacción varía; DJ Khaled en Snapchat es una leyenda, a Vince Staples le encanta chatear por Twitter, Kind Diamond checa su fanpage religiosamente y Taylor Swift se la pasa en Tumblr, mientras que no hay ni una sola oportunidad de que el comentario de un fan sea contestado vía Instagram por Mariah Carey, Blake Shelton o Jay Z. Pero la posibilidad está ahí, y estimula ese deseo. El cual ya no está limitado estrictamente a los autógrafos o puños levantados en primera fila, sino que ahora los fans tienen la oportunidad de interactuar con sus artistas favoritos en Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat y Periscope —las posibilidades son infinitas, y los artistas ahora operan sus redes casi por obligación para engancharse con sus seguidores tanto como les sea posible, seguir construyendo su base de fans y seguir manteniendo a todos contentos. Estamos en el punto en donde incluso las redes sociales no se sienten como algo suficiente, mientras que la sed de acceso por parte de los fans se intensifica y su necesidad de reconocimiento crece. Esto ha creado una nueva ola de iniciativas por parte de la industria (algunas ideadas por las bandas, otras obviamente el producto de incontables juntas de marketing) que suben la apuesta y le dan la oportunidad a los fans de acercarse personalmente a sus ídolos.

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Así fue como nacieron los complejos cruceros musicales. Lo que comenzó como una idea novedosa se ha convertido en algo completamente ordinario; todo el mundo y sus mascotas tienen un crucero musical hoy en día, y todos prometen niveles sin precedentes de acceso a los fans hardcore que están dispuestos a desembolsar una fuerte cantidad de dinero. Lo que antes era territorio los Baby Boomers y las bandas de covers en los 80, el Caribe se ha visto invadido por miles de fanáticos musicales, todos hambrientos de cocteles con nombres raros y photo opportunities. Viejas glorias del nu-metal, cantantes de country, nostálgicos actos noventeros y metaleros pintarrajeados derritiéndose en el sol —realmente hay algo para cada uno abordo de los conciertos flotantes, incluso para los fans más grandes de Train. Aunque dudosamente obtendrás una invitación personal para tomarte una chela con Kid Rock o Paramore, es sorprendentemente fácil hacerte temporalmente amigo de bandas pequeñas y miembros de la tripulación en una de las ofertas comparativamente menos convencionales de 70000 Tons of Metal o ShipRocked. En mi experiencia, los cruceros de música son divertidos a morir —es casi imposible amargarse en un viaje de varios días por el Caribe lleno de las bandas que te gustan y sus ansiosos fans, sobre todo cuando Motörhead está tocando— y parece que están lejos de extinguirse.

Para los fans que piden mucho más intimidad, varias bandas con seguidores intensos han decidido ofrecer una opción un poco más privada. El verano pasado, 30 Seconds to Mars celebró la inauguración de su campamento Camp Mars ubicado en Malibú, que ofrece a los fans “escaladas, yoga, clases de cocina, levantar la bandera en días de fogata y karaoke” y —teóricamente— una oportunidad de acercarte al ganador del Oscar, Jared Leto. Los boletos para su edición 2016 ya están a la venta, en un precio inicial de $999 dólares. Por el lado menos mainstream, los señores del metal progresivo Periphery recientemente lanzaron la preventa para su edición 2016 del Periphery Summer Jam, un campamento en donde los fans pasan el rato, participan en la escritura de las canciones y toman lecciones de música con los integrantes de la banda en un hermoso complejo en las montañas Catskills de Nueva York. Esto incluye la oportunidad de “interactuar con la banda de manera personal en las horas de comida, las fogatas y cada que tu trasero sea pateado en las competencias de videojuegos”, y la opción más barata (acampando) te costará la módica cantidad de $ 1,099 dólares. Sería interesante comprobar si este tipo de experiencia se esfuma o se convierte en una tendencia más grande— pero con el inesperado éxito de los cruceros, mi apuesta cada vez está en la segunda.

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Y, claro, si tienes el dinero suficiente y realmente quieres pasar el rato con alguien famoso, hay otra última opción: literalmente comprar al artista o la banda de tu elección y hacer que toquen para ti en un concierto privado. Esta opción oscila entre lo meramente costoso y lo francamente irrazonable (Nicki Minaj tocó en el bar mitzvah de un niño y logró que fuera el momento más feliz de su vida, para luego convivir un rato con el corrupto y despiadado dictador de Angola) que realmente depende más de tu cuenta bancaria que de cualquier otra cosa. Gente rica y grandes compañías agendan fechas con grandes estrellas para conciertos y fiestas privadas todo el tiempo; no dejas de ser un fan sólo por tener toneladas de dinero. Claro, aquí también existen problemas para contratar el servicio, pero si eres un líder tirano y quieres comprar a una estrella pop para entretener a tus seguidores, tienes bastantes opciones: Beyoncé, Mariah Carey, Kanye, 50 Cent, Lionel Ritchie, Black Sabbath, Elton John, Julio Iglesias, Sting, Jennifer Lopez, Nelly Furtado, y Usher lo han hecho y ¡no parece que les vaya nada mal!

Pero dejando todo eso a un lado, los fans todavía tienen la posibilidad de hacer lo que siempre han hecho —comprar el disco, portar la camiseta, ir al concierto y cantar las canciones. No es la manera más llamativa o glamourosa de expresar nuestro fanatísmo, pero definitivamente es la menos cara. Después de todo, lo más valioso en ese intercambio es emocional —nuestro amor por su música. El amor corre de manera sincera y profunda desde Hinds, a Heems o a Hate Eternal, y ese sentimiento ha creado apasionados e increíbles fans, algo que realmente es es una cosa hermosa. Menos atractivos son el número de fans from hell que apoyan cualquier cosa que se relacione con sus ídolos, y eso incluye atacar las cuentas de Twitter de gente que está en contra de su banda favorita con cuentas anónimas, insultos, chantajes y amenazas de muerte. Esos lentes en color rosa parecen de plano rechazar las críticas, que—pese a ese sentimiento protectivo de parte de los fans— no le hacen bien a nadie. Si los fans agresivos siguen provocando a los otros con tweets en los que siguen insistiendo que la nueva canción de Kanye West es LO MEJOR DEL MUNDO, lo verdaderamente mejor eventualmente dejará de estar en la cima y no habrá ningún artista al que valga la pena amar.

Todo esto complica el simple acto de escuchar música –disfrutarla, relacionarte con ella, sentir sus palabras y versos reverberar en tu conciencia y entrar en tu alma (o falta de ella, dependiendo de qué veneno aural elegiste). Amar una banda es un acto sencillo; que te guste algo es divertido, y es bastante fácil de hacer sin necesidad de pedir algo extra. Por mucho que adoremos a nuestros íconos y a nuestros héroes y querramos saludar esa mano que hizo riffs tan increíbles, todas esas cosas no deberían intervenir en la cosa más importante y crucial. El fanatismo es intenso, e importante, pero en serio— la música debería ser suficiente.

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