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Salud

La primera vez que dejé morir a una persona

Tenía 27 años y luego vinieron muchas más. Pero cómo olvidar la primera.

Tenía 27 años cuando dejé morir a una persona. Trece meses después de terminar la carrera de medicina, en el segundo año de una residencia de ocho años de neurocirugía en un centro muy importante en el sur de California, quedé a cargo de la unidad neuroquirúrgica de cuidados intensivos. Antes de aprender a operar, tienes que dedicar unos años a conocer el cuidado médico de pacientes con traumatismo cerebral, y eso era justo lo que estaba haciendo. Durante todo ese año tuve que trabajar semanas de 120 horas con turnos de 36 horas como norma. (Este tipo de horarios ya están prohibidos.)

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La "sala para dormir" del hospital era una mentira porque nunca dormíamos. Pero en el sexto piso había una habitación del tamaño de un armario con una litera y un teléfono donde como mínimo podías estar en posición horizontal mientras respondías al busca, que no paraba de sonar. Me acostumbré a su sonido. A veces sentía que la habitación temblaba. Eso quería decir que el helicóptero acababa de traer a un paciente y seguramente me iban a llamar.

Un martes de madrugada, a eso de las tres, sentí que la habitación temblaba. Mi busca decía: Trauma Resucitación Llega en 3 min. Eso significaba que debía estar listo para recibir a un paciente en tres minutos porque los paramédicos estaban a punto de traer a un paciente al borde de la muerte.

Los paramédicos del helicóptero nos avisaron de que venía una mujer de 34 años que tuvo un accidente de coche y no reaccionaba. Su corazón seguía latiendo, pero tenían que suministrarle aire cada 20 minutos. Cuando los paramédicos la sacaron del vehículo, vieron huesos rotos y sangre que le goteaba de la cabeza. Pero lo más preocupante era que los círculos negros de sus pupilas no eran del mismo tamaño; la "pupila dilatada" era señal de una lesión cerebral grave y de una presión intracraneal peligrosamente alta. Por eso llamaron a neurocirugía.


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Exhausto pero alerta, bajé las escaleras hasta llegar al segundo piso. El equipo de trauma ya estaba reunido: cirujanos, enfermeras, técnicos, estudiantes. Las dos puertas gigantes de la entrada se abrieron automáticamente y los paramédicos entraron corriendo con la camilla. Todos nos abalanzamos sobre ella para empezar a hacer nuestro trabajo con movimientos precisos. Un anestesista le introdujo un tubo por la boca a la paciente hasta llegar a los pulmones para que alguien bombeara aire ya que su cerebro no era capaz de mandar la señal de respirar. Se le hicieron radiografías para confirmar las fracturas, que no eran una amenaza inmediata. Pero en la tomografía vimos que el cerebro había sufrido una lesión grave, estaba hinchado y necesitaba una intervención de emergencia. En el accidente, su cerebro se estrelló contra el interior de su cráneo y el tejido cerebral, como cualquier otro, se inflama con los golpes.

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Como el cráneo no es flexible, era preciso hacer sitio para que el cerebro se hinchara y no se aplastara hasta morir dentro de sus confines craneales. Por suerte, el cerebro es como un melón porque tiene cámaras de líquido que se pueden drenar para hacer espacio. Así que coloqué una broca de 20 cm en un taladro de mano y la apreté con una llave Allen. Logré llegar al cráneo con una incisión rápida. Con la mano izquierda mantenía el taladro en su lugar y con la mano derecha giraba el mango. Hice un agujero y metí un catéter hueco de siete centímetros a través de su lóbulo frontal derecho hasta llegar a los lagos de fluidos misteriosos dentro de su cerebro. La presión en su interior era tan alta que el fluido cerebral salió a chorro por el otro extremo del catéter. Como su lesión era general, no requería neurocirugía, pero sí un tratamiento intensivo. Dos horas después de su llegada, nuestro equipo logró evitar lo que parecía una muerte segura. Esos procedimientos y los que seguían le iban a dar aproximadamente un 20 por ciento de probabilidad de sobrevivir.

Durante las siguientes cuatro semanas, esta mujer prácticamente devoró mi atención. Traté de secar el tejido cerebral y de evitar la hinchazón usando manitol y otros diuréticos. Cuando las venas de su brazo eran demasiado delgadas para aguantar el volumen de los medicamentos, le perforaba las venas del cuello e introducía catéteres más grandes para un mejor acceso. Cuando su pulmón se colapsó, le practiqué una incisión entre las costillas e introduje un tubo para aspirar la sangre. Cada 20 minutos, el cerebro volvía a presentar inflamación. La enfermera y yo cronometrábamos las dosis de varios medicamentos —diuréticos, sedantes, narcóticos, parálisis— para evitar que empeoraran las ondas de presión intracraneal. Necesitaba tanta atención que la enfermera y yo estábamos junto a su cama cada dos noches.

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Veintiséis días después de su ingreso en el hospital, su tomografía matutina diaria reveló algo imposible de ignorar y que tal vez nunca seamos capaces de explicar. Una parte de su cerebro no mostraba flujo sanguíneo y tenía el color gris oscuro del tejido cerebral muerto. Tuvo un accidente cerebrovascular en el tronco encefálico. El tronco encefálico es una parte muy profunda del cerebro que rara vez se visualiza. Es el tallo del hongo, por decirlo así, que controla nuestras funciones automáticas. Nos permite respirar cuando estás dormido y abrir los ojos cuando despertamos. El cerebro pensante (lóbulo frontal) es inútil sin su pareja reptiliana, y cuando el tronco encefálico se lesiona, el paciente no puede sobrevivir sin máquinas. Eso significa que nunca va a volver a respirar o a despertar. Con esta lesión no hay milagros.

La complejidad de lo sucedido es difícil de entender hasta para los médicos, y todavía más para los familiares traumatizados. Después de cuatro semanas, llegué a conocer bien a la familia de esta paciente, pero es difícil capturar en palabras lo que sentí durante esa "reunión familiar" en la que destruí todas sus esperanzas. Cuando la gente está en una crisis, no entiende palabras, solo siente tu energía. Nunca lo entendieron del todo pero confiaron en mí. Al día siguiente, me pidieron que los guiara en el proceso de dejarla morir.

Quería que la paciente tuviera un aspecto lo más parecido a como su familia estaba acostumbrada a verla antes de que entraran a despedirse de ella, así que le pedí ayuda a la enfermera. Las enfermeras de la sala de cuidados intensivos sabían que hice todo lo posible para salvarla y que fracasé. Le retiré los catéteres y tubos del cuello, el pecho y el cerebro. Para mí, eran los vestigios de un paracaídas que falló. Solo dejé un catéter con morfina en la región anterior al codo. Desconecté el respirador y saqué el tubo de su garganta. La enfermera cepilló su cabello una última vez y después hicimos pasar a su familia para que se despidiera. Unas horas después, terminó un proceso que había conseguido retrasar durante casi 28 días.

Nunca nos conocimos en el sentido tradicional; nunca la vi consciente. Mis esfuerzos le dejaron cicatrices físicas y ella dejó cicatrices emocionales en lo más profundo de mi ser. Para cuando terminó ese año, ya había dejado morir a otras 24 personas. Todas las familias agradecieron mi esfuerzo; muchas me invitaron al funeral pero solo asistí una vez. Pero ella fue la primera. Veinte años y miles de pacientes después, todavía pienso en ella. Para cuidar a los pacientes agonizantes debes hacer las paces con la muerte. Yo aún no puedo. Pero el tejido de las cicatrices es duro.

Rahul Jandial es neurocirujano y neurocientífico. Síguelo en Twitter y en Instagram, y visita su página oficial.

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